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Dentro de la cueva hacía más frío, o al menos se notaba más humedad que en el exterior, y Ariel empezó a lamentar no haber cogido su capa. En el suelo había varios globos de papel de seda con luznagos rojos que zumbaban y revoloteaban dentro. Sus movimientos proyectaban en las paredes luces fantasmales y juguetonas, como rescoldos que se apagaran y encendieran obedeciendo a los caprichos de un fuelle.

Ziyam esperaba sentada junto a una pequeña charca en la que cada pocos segundos caía una gota de agua del techo. Plip… Plip… Plip… Le habían instalado un sitial de madera y una alfombra a los pies. No había más decoración en la cueva.

¿Cómo comportarse ante su reina adoptiva, aunque la odiara? Ariel ejecutó una torpe reverencia y, como le pareció poco, clavó la rodilla derecha en la alfombra. A Ziyam debió hacerle gracia, porque respondió con una carcajada tan cristalina como el goteo del agua en la charca.

– Antea, ¿no le has explicado a nuestra joven súbdita que una Atagaira no se arrodilla ni siquiera delante de otra Atagaira?

– Pasé por alto esa lección, majestad. Lo siento.

Ziyam se levantó del sitial, se acercó a la niña y le tomó las manos para levantarla. De pronto se había vuelto todo sonrisas. Hacía días que Ariel no la veía tan de cerca -había procurado eludir su presencia todo lo posible-, y no recordaba lo guapa que era, lo grandes y azules que tenía los ojos ni lo llamativos que eran los reflejos de cobre de sus cabellos. Aunque ya había recibido lecciones dolorosas, Ariel era todavía demasiado joven y le resultaba difícil conciliar belleza y maldad, como si fueran dos realidades incompatibles no ya en una misma persona, sino en el mundo. ¿De verdad se encontraba ante la misma mujer que había asesinado al Mazo?

– Levanta, Ariel. Toda Atagaira es una mujer libre desde que nace hasta que muere. Ni siquiera ante los dioses nos postramos. Todo lo más, inclinamos la barbilla ante ellos.

No te fíes de ella, advirtió a Ariel una voz interior. En una ocasión se había fiado de un supuesto amigo, el grumete Bor, y entre él y el repugnante Gargajo estuvieron a punto de violarla.

Pero no podía apartar los ojos del rostro de Ziyam. ¡Era tan guapa!

Aunque… ¿no debería tener una cicatriz en la mejilla? ¿Qué había sido de ella?

– Sé que me equivoqué contigo, Ariel -dijo Ziyam-. Es uno de tantos errores que he cometido, pero estoy dispuesta a repararlos.

– ¿Cómo? -Mataste a mi amigo, pensó en decir, pero incluso a una niña tan desinhibida como ella le pareció un comentario demasiado directo y grosero. En un intento de ser diplomática, lo modificó un poco-. Mi amigo está muerto. Eso ya no se puede arreglar.

– ¿De veras lo piensas? El poder de una reina de Atagaira llega más lejos de lo que crees. Sígueme.

Ziyam tomó del suelo un globo de luznago y se dirigió hacia un rincón de la gruta hasta entonces sumido en sombras. Ariel miró a Antea, que le hizo un gesto con la barbilla, como recordándole: Puedes fiarte de mí. Ve con ella.

Unos metros más allá, junto a una pared, se veía un gran bulto tapado con una manta. A Ariel se le aceleró el corazón cuando la reina tiró de una esquina para apartarla. Sospechaba lo que iba a ver.

Allí estaba tendido el enorme corpachón del Mazo, boca arriba. Llevaba puestas las mismas calzas con las que lo había visto la última vez en el harén de machos de Acruria. Tenía desnudo el torso, una masa de músculos recubiertos por una alfombra de vello que se curvaba en espesos rizos.

– ¡Mazo! -gritó Ariel.

Se arrodilló a su lado y trató de abrazarlo y levantarle la cabeza. Pero aquel cuello de toro estaba rígido y frío como el mármol y no consiguió moverlo. Con los ojos arrasados en lágrimas, Ariel se volvió hacia Ziyam.

– ¡Está muerto! ¿Para qué lo has traído aquí, para burlarte de mí? ¿Por qué no lo enterraste como se merecía?

– Ya hace más de dos semanas que murió…

– ¡Tú lo mataste! -Ariel había olvidado todo respeto debido a la reina, que de pronto ya no le parecía tan guapa. El cuerpo del Mazo le recordaba hasta qué punto podía ser cruel y traicionera.

La cara de Ziyam se contrajo en un rictus, pero enseguida recuperó la sonrisa.

– Ya te he dicho que he cometido muchos errores. Pero me habría gustado verte a ti en mi situación. Este hombre mató a dos de mis guerreras con las manos desnudas. Tenía que protegerme y proteger al resto de las Atagairas.

– ¡Lo hizo por defenderme a mí!

Ariel tomó la mano del Mazo y, con mucho esfuerzo, logró levantarla un poco. Pero sus dedazos estaban tan fríos y tiesos como el resto del cuerpo.

– ¿A qué te huele, Ariel?

La niña volvió la mirada a Ziyam.

– No te entiendo.

– Es una pregunta fácil. ¿A qué te huele?

– No me huele a nada.

– ¿Te parece normal? Antes de que interrumpieras a tu reina, te estaba diciendo que hace más de dos semanas que murió. A estas alturas, su piel debería estar verde, su estómago tendría que estar más hinchado que este globo de papel, y debería desprender tal hedor que ni siquiera habrías podido entrar en esta cueva sin vomitar.

Eso era cierto. Ariel acercó la nariz al cuello y el pecho del Mazo y olisqueó. Tenía una nariz muy fina, mucho más que la mayoría de la gente que la rodeaba, algo que a menudo resultaba desagradable: podía olfatear una muela cariada a más de cinco metros de distancia.

No captó nada raro. Desde luego, no olía a putrefacción. Más bien a sudor masculino retenido entre los pelos del pecho como rocío en la hierba. ¿Cómo podía ser? ¿Qué extraña magia mantenía al Mazo intacto, como si acabara de morir?

– Ya has comprobado cuál es el poder de la dragona Iluanka -dijo Ziyam como si le hubiera leído el pensamiento-. Para ella no hay nada imposible.

– Pero aunque no huela a cadáver ni se haya podrido, está muerto igual – dijo Ariel, con la voz más aguda a cada momento. Se le estaba formando un nudo en la garganta que apenas le dejaba emitir un hilo de aire. No era lo mismo recordar a su amigo que verlo allí, tendido en el suelo delante de ella, grande como un monte, y no poder hablar con él ni recibir sus abrazos de oso.

– Para la dragona no hay nada imposible, te repito.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Ariel, enjugándose las lágrimas y volviéndose hacia Ziyam.

– Hay algunas personas que regresan de la muerte. Es algo bien conocido. Sabemos de mujeres que fueron enterradas, tan muertas como tu amigo, y sin embargo resucitaron dentro de la tumba al cabo de un par de días.

– ¿Y qué les pasó?

– La mayoría sufrieron una muerte definitiva dentro del ataúd, porque nadie escuchó sus gritos y se asfixiaron. Pero mi madre me contó que una de ellas, una tía suya, tuvo la suerte de que sus familiares acudieran a llevarle ofrendas y oyeran cómo aporreaba y rascaba la tapa del féretro. Gracias a ello pudieron sacarla a tiempo, y la anciana vivió todavía cinco años más.

»Por eso mismo, porque conocía la historia de esa mujer, que era mi tía abuela, decidí no enterrar a tu amigo. Pensé que, si la dragona Iluanka había decidido conservar incorrupto su cadáver, algún motivo debía tener.

¡Ser enterrada viva! ¡Qué horror! Al menos, pensó Ariel, Ziyam no había tenido la crueldad de sepultar al Mazo en esa especie de semivida o semimuerte en que parecía estar sumido.

– He consultado con mujeres más sabias que yo, iniciadas en los misterios de Iluanka -prosiguió Ziyam, acuclillándose junto a Ariel y tomándole una mano entre las suyas-. Me han dicho que el error se puede reparar, que la naturaleza de tu amigo es vigorosa y que posee tanta fuerza vital que todavía podemos rescatarlo de las garras de la muerte. Pero para eso necesitamos una magia muy poderosa. No podemos hacerlo sin tu ayuda.