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– Claro, ¿qué?

– Claro…, Mikha.

– Eres hija de poderosos progenitores, Ariel, ¿lo sabes?

– Creo que sí. -Él también se ha enterado de quién es mi madre, pensó.

– Pero no debes dejar que eso imponga tu destino. Pues, por encima de todo, tú serás hija de tus obras.

Sin añadir más, Mikhon Tiq se dio la vuelta y un momento después había desaparecido del templete en ruinas. Ariel se quedó cavilando. Resultaba curioso que alguien que parecía incluso más joven que Derguín le diera consejos como si fuera un anciano.

Pero era de suponer que a los magos no se les podían aplicar las mismas reglas que al resto de los mortales.

Ariel aguardó unos minutos. Kybes y Baoyim se habían quedado dormidos boca arriba y roncaban, él con un estertor largo y profundo, como una sierra cortando leños, y ella con resuellos más breves, separados por rápidas vibraciones de los labios. Al oírla, Ariel tuvo que taparse la boca para no reír, porque aquello le recordaba a las pedorretas que se hacen soplándose en el dorso de la mano.

Derguín no roncaba, pero estaba tumbado de lado y su respiración era lenta y profunda. A su lado tenía a Zemal, guardada en la vaina y al alcance de la mano, pero se había desabrochado el cinturón para estar más cómodo.

Ariel sabía ser silenciosa como un gato, o más bien no entendía por qué el resto de la gente hacía tanto ruido al moverse. De puntillas, se inclinó sobre Derguín. Primero desenganchó el pequeño mosquetón que unía la vaina al cinto. Después agarró el pomo con una mano y la funda de cuero con la otra y se incorporó.

Una pausa.

Kybes y Baoyim seguían roncando. Derguín ni se había movido.

Perdóname, padre. Te la devolveré pronto, y también te devolveré a tu amigo.

Al menos, eso esperaba.

Salió del templete de puntillas, con la espada escondida debajo de un manto. Aunque los días eran calurosos, por la noche refrescaba, y más ahora que empezaba el otoño. Nadie se extrañaría de verla abrigada y con la cabeza cubierta. Recorrió las calles de Nidra a oscuras, esquivando los escombros gracias a la visión nocturna que había desarrollado tras tantos años -reales o mágicos- viviendo dentro de una cueva.

Por el camino se cruzó con una patrulla de guardia. Quizá no le habrían dicho nada, ya que todo el mundo sabía que era la sirvienta del Zemalnit. Pero, por si acaso, se agazapó entre las sombras hasta que pasaron de largo. Contaba con la ventaja de que los soldados se movían en el centro de esferas de luz proyectadas por antorchas y luznagos, mientras que ella se deslizaba en la oscuridad.

Salió una vez más de la cárcava. Pero ahora, en lugar de seguir caminando junto a la pared del Kimalidú, se dirigió al nordeste, hacia el lago de Bórax, tal como le había indicado Ziyam.

No tardó en divisar unos puntos de luz a la orilla del lago. Al acercarse más, comprobó que eran globos de luznago, azules y rojos. A su alrededor había un grupo de gente.

Todas eran mujeres, Atagairas cubiertas por capas pardas. Había ocho, diez o tal vez más. A Ariel no se le daba bien contar, y menos si esas mujeres se movían en la oscuridad y se tapaban unas a otras.

Cuando se encontraba a unos pasos de ellas, se le acercaron Antea y Ziyam. A la primera la reconoció por su estatura y sus andares, y a la segunda porque el luznago rojo que llevaba arrancaba reflejos de fuego de sus cabellos de cobre.

– ¿La has traído? -susurró la reina.

Ariel asintió.

– Enséñanosla.

Antea y Ziyam se juntaron y abrieron las capas como alas para que las demás no pudieran ver a Ariel. Al ver a Zemal, la reina extendió una mano para rozar el pomo, pero la jefa de su guardia le agarró la muñeca.

– Detente, majestad. Dicen que sólo rozar su empuñadura basta para morir convertida en cenizas.

La reina torció el gesto, pero apartó la mano.

– Desenváinala, Ariel.

– ¿Aquí, majestad?

– Sólo un poco. Lo justo para que comprobemos que es la auténtica.

Ariel cerró la mano en torno a la empuñadura y tiró muy despacio. Entre los gavilanes y el brocal metálico que guarnecía la vaina apareció una línea blanca y resplandeciente. Ariel siguió sacando a Zemal hasta mostrar un palmo de hoja. Por los filos saltaban arcos de luz azulada que se cruzaban entre sí y volvían a la espada. El olor a ozono anuló el de la sal que impregnaba el aire. Ziyam acercó de nuevo la mano y la detuvo a medio metro del arma.

– Es la auténtica. Noto cómo la piel se me pone de gallina -añadió, con una risita que a Ariel le pareció absurda-. Puedes guardarla, Ariel. Y hazlo bien. En ello te va la vida. Vamos.

Al acercarse al lago, Ariel pudo contar mejor. Había otras nueve mujeres, que con Antea y Ziyam sumaban once. Vio también, al borde del agua, dos balsas fabricadas con pellejos cosidos y, por el olor, impermeabilizados con grasa de urimelo. Sobre una de ellas había un saco muy abultado que, por el tamaño, debía de contener el cuerpo del Mazo.

¿Adónde pretendían ir con esas balsas? Por lo que sabía Ariel, cruzar el lago de Bórax no las acercaría demasiado a las montañas de Atagaira, que era el lugar donde sospechaba que se dirigían para realizar el ritual que resucitaría al Mazo.

Una mano se posó en su hombro. La niña se volvió.

– Me alegro de verte.

Ariel dio un respingo y retrocedió un paso. La mujer que se acababa de bajar la capucha no era Atagaira. Era más baja y estrecha de hombros que cualquiera de ellas, y tenía una cabellera tan negra que parecía devorar el resplandor de los luznagos como un pozo. Sus ojos rasgados y su barbilla afilada resultaban inconfundibles.

– Madre…

LAGO DE BÓRAX

Ya tenían en su poder la Espada de Fuego! Había sido mucho más fácil de lo previsto, sobre todo porque Ziyam no había tenido que arriesgarse personalmente. Cuando vio el resplandor de la hoja asomando de la vaina y sintió la corriente que electrizaba el aire, trató de imaginarse la tortura que experimentaría Derguín al despertar y descubrir que se la habían robado.

El mismo tormento que sufro yo por su culpa.

Sin embargo, al pensar en él ahora parecía que todo amor y anhelo habían desaparecido. Ya ni siquiera quedaba odio. Tan sólo indiferencia. Como si el turbión de pasiones que la había poseído sólo hubiese estado encaminado a conseguir la Espada de Fuego.

Mejor que fuera así. Ojalá que fuera así. Si el enamoramiento que cantaban las poetisas consistía en ese sinvivir que había sufrido, prefería no volver a caer en las garras de tal enfermedad.

Aunque, en el fondo de su conciencia, algo le decía que había caído en otro mal más siniestro e insidioso. La llamada de la máscara.

Después de la primera ocasión, había cedido dos veces más a su reclamo, pese a que cuando se la acercaba a la cara no podía evitar la horrenda visión de un espejo que le mostraba su rostro como una calavera con repugnantes colgajos de carne adheridos.

Pero la pulsión era demasiado poderosa, como un abismo que la invitara a arrojarse a él o una hoguera cuyas llamas le canturrearan irresistibles: Mete la mano, siente nuestra caricia… Además, se argüía, a ella le había quitado la cicatriz. Eso significaba que no podía hacerle lo mismo que a Yibul Vanash, que el numen que se comunicaba con ella a través de la máscara no pretendía destruir ni su semblante ni su espíritu.

En su segundo contacto, a solas con Antea en la gruta, había visto durante unos segundos el lugar del que provenía la voz. Era una vasta cúpula alumbrada por luces fantasmales, por ríos fosforescentes que flotaban en su centro dibujando anillos imposibles y rodeando un cilindro negro del que brotaban a la vez la llamada y una amenaza oscura y seductora. Debes abrir el cilindro. Sácame de mi prisión, despiértame de esta pesadilla y te daré lo que anhelas. Todo lo que anhelas.

Tan sólo unas horas después había vuelto a recaer. Esta vez había contemplado una gran bahía en forma de C, rodeada por altos acantilados rojizos y ocupada por una ciudad cuyos edificios crecían no sólo junto al mar, sino adheridos a cualquier superficie que le ofrecían las paredes, oportunistas como mejillones adosados a las rocas.