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Un combate más que desigual. Los diez mil Invictos de la Horda Roja contra los cien mil guerreros fanáticos del Martal. Los ruidos de la lucha llegaban como una mezcla de rugiente marea estrellándose contra las rocas y batintín de martillos y yunques en una herrería.

Derguín se volvió. Tras él formaban ocho mil Atagairas. Seis mil de ellas venían montadas a caballo. Las otras dos mil, la fuerza de reserva, cabalgaban urimelos, una especie de cruce entre camello, cabra y caballo, una bestia lanuda capaz de trepar y brincar por pendientes inverosímiles.

– ¿Por qué no atacamos ya? -preguntó Derguín.

– No seas impaciente -le contestó la reina Tanaquil-. Debemos esperar a que se ponga el sol.

Todas las Atagairas, salvo la morena Baoyim, cubrían sus cuerpos albinos con mantos y capuchas a la espera de que el sol se ocultara.

Tanaquil le pasó a Derguín el catalejo.

– Tú tienes ojos más jóvenes. Dime qué ves.

Derguín, que aún no se había puesto el casco, se llevó el catalejo al ojo derecho.

– Las tropas de la Horda han salido ya de la cárcava. ¡Están locos! Entre esas paredes de roca podrían haber resistido, pero ahora los van a rodear.

»Veo a sus falanges. Avanzan hacia las tiendas de los Aifolu, pero aún tienen muchos enemigos en medio. También hay choque de tropas de caballería, pero no distingo bien a unos de otros. Hay demasiado polvo.

– ¿Y qué tenemos aquí abajo?

Derguín apuntó el catalejo más cerca, a unos mil quinientos metros de donde se encontraban.

– El centro del campamento. Hay una gran tienda amarilla y una empalizada. Dentro de ésta se levantan tres tiendas negras. -Parecen el ojo de las tres pupilas, pensó, y se estremeció al recordar que bajo la armadura llevaba escondido el ojo rojo que le había arrebatado al Rey Gris-. Luego veo tropas de infantería, jinetes desmontados…

– ¿Qué hacen los Glabros? -preguntó la reina.

Se había sabido que aquellos salvajes de cráneos afeitados eran los responsables del ultraje sufrido por una compañía de doscientas Atagairas. Los Glabros las habían atado al suelo, las habían violado una y otra vez y luego habían dejado que murieran abrasadas bajo el descarnado sol de la meseta.

Entre esas mujeres se hallaba Tildara, primogénita de la reina. Ya había perdido dos años antes a otra de sus hijas, Tylse, en el certamen por la Espada de Fuego. Tan sólo le quedaba la menor, la bella e intrigante Ziyam. Y no se trataba precisamente de su favorita.

– ¿Qué hacen, tah Derguín? -se impacientó Tanaquil.

Prácticamente al pie de la ladera del Maular, los Glabros estaban ensillando a sus monturas, unas aves carniceras de tres metros de altura, patas musculosas, alas atrofiadas y grandes picos de color naranja aguzados como sables.

– ¡Están montando en sus pájaros del terror! Deben haberlos llamado a la batalla.

– Mejor -respondió la reina-. No quiero sorprenderlos desmontados. Mi intención es aplastarlos junto con esas bestias repugnantes que montan.

Derguín devolvió el catalejo a la reina. Había oído una pequeña algarabía detrás y volvió la mirada para comprobar qué pasaba. Entre la primera fila de guerreras montadas se había colado una pequeña figura que corría hacia él. Era Ariel.

Ya me ha vuelto a desobedecer, pensó Derguín. Volvió grupas a Riamar para encontrarse con la niña antes de que se acercara demasiado a la reina.

– ¡Mi señor! ¡Te he traído esto!

Ariel le entregó un bulto de tela negra. Derguín lo desenrolló. Era un estandarte. En el centro, cosidas con hilos rojos, ardían unas llamas que rodeaban una espada negra con la punta hacia abajo. En la interpretación de Ariel, el fuego era tan intenso que hasta devoraba la empuñadura.

– He pensado que no podías ir a la batalla sin un estandarte, señor -dijo

Ariel.

Derguín desmontó de Riamar y, con cuidado de no acercarse demasiado a la niña para no clavarle los pinchos y crestas de la armadura, la besó en la frente.

– Muchas gracias, Ariel. Es verdad que el Zemalnit no debe cabalgar sin su propia bandera.

– Ya sé que Zemal no tiene esas llamas tan grandes, pero no sabía muy bien cómo bordarla -dijo Ariel.

– Me encanta tu sorpresa. Ahora, volverás a la retaguardia y te quedarás allí, ¿verdad? Ésta no es la tierra de los inhumanos. ¿Me prometes que no te moverás?

– Te lo prometo, señor.

Mientras Ariel se alejaba corriendo hacia las alturas del Maular, donde estaban plantadas las tiendas de campaña, Derguín volvió con Tanaquil y le preguntó:

– ¿Crees que alguna de tus guerreras querría ser mi portaestandarte?

Baoyim se adelantó y se inclinó ante la reina.

– Majestad, con tu venia, sería un honor para mí llevar el estandarte del Zemalnit.

Tanaquil inclinó la cabeza con un gesto magnánimo.

– Por lo que veo, tah Derguín, inspiras una gran fidelidad entre mis súbditas. Es algo que ningún varón ha conseguido en toda la historia de Atagaira.

– Y que me honra, majestad.

Esa zorra de piel renegrida, pensó la princesa Ziyam al ver a Baoyim, y se tocó la mejilla izquierda. Aunque los bordes de la cicatriz seguían doliéndole como mil demonios, los recorrió como si quisiera memorizar su diseño en las yemas de los dedos.

Derguín y, sobre todo, Baoyim habían frustrado su intento de derrocar y asesinar a la reina. Una vez desbaratados sus planes, su madre la habría ejecutado sin pestañear. Pero Tildara había muerto pocos días antes, y Tanaquil no tenía más herederas. Así se lo había explicado ella misma, antes de aplicarle el hierro candente con su propia mano.

– No quiero que mi linaje se extinga. Sólo eso te salva.

Ziyam siempre había estado muy pagada de su belleza, que destacaba incluso en una raza de mujeres tan saludables y bien proporcionadas como las Atagairas. De hecho, a sus espaldas la llamaban Nenúfar. [1]

La niña que aún habitaba en su interior había estado a punto de llorar: «¡Mamá, no me quemes la cara, por favor!». Pero la mujer en que se había convertido sabía que, una vez que su madre tomaba una decisión, nada podía disuadirla. De modo que rechinó los dientes y se obligó a sí misma a no cerrar los ojos para no perder de vista el fulgor rojo de la cruz de hierro que se acercaba a su mejilla.

– Es más un castigo para mí que para ti, hija. Salta a la vista que no te he sabido educar.

Ahora, en la ladera del Maular, Ziyam volvió a apretar los dientes para no gritar, pues incluso el recuerdo de la quemadura le dolía. Apartó los dedos de la herida, los metió bajo el yelmo y se tocó las puntas de la cabellera, ásperas como un cepillo. Su madre le había cortado el pelo como si esquilara a un urimelo. Pero, al menos, su melena de cobre volvería a crecer.

Cuando sea reina, ya encontraré un modo de borrar esta cicatriz, se consoló la princesa.

Tras entregarle el estandarte a aquella furcia de Baoyim, Derguín volvió a montar en su magnífica bestia, aquel caballo blanco que se había revelado como un unicornio gracias a que el Zemalnit le había pintado el cuerno invisible con pan de oro. Pese al odio que sentía por el joven Ritión, Ziyam pensó que jinete y corcel componían una estampa digna de ser esculpida incluso en los acantilados de Acruria.

¿^ quién pretendes engañar?, se dijo. Bien sabía la princesa que no era odio lo que albergaba su corazón, o al menos no era todo lo que albergaba. Por eso mismo, y porque estaba acostumbrada a que las demás mujeres se enamoraran de ella y había aprendido a detectar los síntomas de la pasión con la frialdad de una médico, Ziyam era perfectamente consciente de cómo miraban otras mujeres a Derguín.

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[1] Según un mito de Atagaira, Nenúfar era una joven guerrera que vivía en la marca de Duluvia. Allí, en el fondo de un valle resguardado de los vientos, había un lago llamado Espejo, de aguas tan puras y calmas que las montañas circundantes se veían duplicadas como una cordillera invertida. Nenúfar solía sentarse a la orilla horas y horas, admirando su propio reflejo en el agua y jugueteando con sus cabellos de platino. Llegó a pasar tanto tiempo así, sin comer ni beber, que su cuerpo se consumió hasta quedar reducido a pura brisa, mientras que su imagen se corporeizó poco a poco, convirtiéndose en una hermosa flor que flotaba en el agua y a la que, desde entonces, se conoció como «nenúfar». Término que también utilizan las Atagairas para referirse a aquellas mujeres tan obsesionadas con su belleza y su imagen que, enamoradas de sí mismas, apenas reparan en el mundo exterior.