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Por fin le trajeron al prisionero, un hombrecillo de mentón huidizo al que habían condenado a muerte por destripar a un ciudadano en un callejón para robarle la bolsa.

– Soy inocente, señor -fue lo primero que dijo-. El hombre que atestiguó contra mí era mi cuñado -añadió, como si con eso quedara dicho todo.

– ¿Cuándo se ejecutará tu sentencia?

– Dentro de dos semanas, señor.

– Si haces lo que te digo, me las arreglaré para que te la conmuten por quince latigazos.

– ¿Puedes hacer eso, señor? Te lo agradecería mucho, mucho -dijo el hombrecillo, tomándole la mano y untándosela de besos-. ¿Qué debo hacer?

Agmadán lo condujo al interior de la cella, le enseñó la espada atornillada al pedestal y se lo explicó.

– ¡No me pidas eso, señor! ¡No hay nadie en toda Tramórea que no sepa que sólo el Zemalnit puede coger su arma! ¡No quiero morir así!

– ¿Crees que es mucho mejor morir ahorcado? Existen sospechas de que ésta no es la auténtica Zemal. Al menos tendrás alguna posibilidad más. ¿Es que de niño no te enseñaron matemáticas?

– ¿Matequé, señor?

El jefe de los guardias se acercó a Agmadán y le susurró al oído:

– ¿Es esto prudente, señor? Si resultara ser la auténtica Zemal, este hombre podría atacarnos con ella y escapar…

– ¿Cómo puedes ser tan mentecato? ¿No le has oído a él? ¿O es que eres el único en Tramórea que no sabe lo que ocurrirá si es la espada de verdad?

El oficial se ruborizó y retrocedió sin decir nada. Agmadán se volvió de nuevo al convicto.

– Entre una muerte segura y otra tan sólo probable cualquiera sabe lo que debe elegir.

– Yo no, señor. Ya mi padre me decía que yo era muy ignorante y que no sabía lo que me convenía.

Agmadán bufó de impaciencia.

– Te condono también los latigazos. Si no es la auténtica espada, saldrás de aquí como un hombre libre.

– ¿Y qué haré entonces, señor? Nunca he aprendido un oficio. Al final tendré que volver a robar y me condenarán de nuevo.

– ¿No decías que eras inocente, rata de alcantarilla? Está bien, haz lo que te digo y si sobrevives te daré diez radiales.

– Eres muy generoso, señor, pero con eso…

– Con eso puedes montar un negocio o, mejor aún, comprarte a una esclava que tenga más cabeza que tú y lo lleve por ti. No hay más ofertas. ¡O aceptas o te juro que yo mismo te ejecutaré en el acto clavándote una espada en los intestinos para que mueras entre tu propia mierda!

Por fin, el condenado accedió. Apretándose la tripa de puro miedo, se hincó de hinojos junto a la espada y rodeó la empuñadura con los dedos. Aguantó así un par de segundos y se levantó de un brinco.

– ¡Ya está! ¡No ha pasado nada!

– ¿Cómo que ya está? ¡Tira de ella y sácala de la vaina!

El hombre volvió a arrodillarse, empuñó de nuevo la espada y, con los ojos tan apretados que se le formaron dos abanicos de arrugas en las sienes, empezó a tirar del arma.

– ¡Sigue! ¡Hasta que veamos la punta! -le ordenó Agmadán.

No era más que una espada normal y corriente, algo oxidada y con los filos mellados. Agmadán sintió que se le subía la sangre a la cabeza, a medias por la cólera y a medias por la vergüenza de haber sido engañado, para colmo delante de testigos.

– Vuelve a envainar la espada.

– Me alegro de haberte hecho este servicio, señor -dijo el hombrecillo tras obedecer la orden-. Si necesitas cualquier otra cosa de mí…

– Contaré contigo, no lo dudes. Siempre me vienen bien los hombres valientes y con iniciativa. Ahora, estos soldados te acompañarán a mi casa, donde mi tesorero te entregará los diez radiales.

Mientras dos de los tres soldados sacaban al convicto de la cella, Agmadán se acercó al oficial y le dijo:

– No quiero que esto salga de aquí. Si se sabe, haré que a ti y a tus hombres os despellejen.

– Sí, señor. Pero ¿crees que el prisionero…?

– Muy mala suerte sería que se aleje más de diez metros del templo sin dar un resbalón y caer por el acantilado.

– Entendido, señor. Un resbalón. Por encima del pretil.

– ¡Fuera de aquí, vamos! Quiero estar solo.

Cuando el último soldado cerró la puerta de la cella tras de sí, Agmadán se acuclilló junto a la espada. Pese a lo que acababa de presenciar, los dedos le temblaban cuando los acercó al puño del arma. Por fin, se decidió a cerrarlos y tiró. Con un rechino oxidado, la hoja salió un palmo.

– ¡Estás muerto, Agmadán!

Al oír la voz sobre su cabeza, dio un respingo y retrocedió, todavía en cuclillas, hasta caer sobre el trasero. El susto le había acelerado tanto el corazón que se llevó la mano al pecho para apretárselo y aliviar el dolor.

Levantó la mirada. Tarimán había inclinado el cuello y lo miraba sonriente. Agmadán se puso de pie y salió corriendo de la cella, despavorido.

Cuando unos minutos después volvió a entreabrir la puerta y asomó medio rostro por el resquicio entre las jambas, vio que la estatua seguía mirando a la nada, tan hierática como siempre.

Mejor que no le contara aquello a nadie. Ya había hecho bastante el ridículo por un solo día.

– Tú lo sabías.

Agmadán la miró con la boca tan apretada que sus labios, ya de por sí finos, habían desaparecido. Neerya estuvo a punto de contestarle: ¿Qué se supone que sabía? Pero sospechaba a qué se refería.

– Así que durante todo este tiempo lo que has estado vigilando no era la auténtica Espada de Fuego…

– ¡Ríete en mi cara, si te parece! ¡Estabas conchabada con él!

Neerya meneó la cabeza. Estaba sentada en un pequeño mirador asomado al oeste, aprovechando las últimas luces del día para bordar. Normalmente a esa hora solía leer, pero las noticias sobre la batalla y la posibilidad de que Derguín hubiese recuperado la Espada de Fuego habían tensado sus nervios como cuerdas de laúd a punto de romperse. Bordar era más relajante y la mente podía divagar.

– Eso no es cierto y lo sabes.

– ¿Por qué voy a saberlo?

Porque he llorado de rabia cada noche cuando tú te dormías, pensando que nos habías vencido a Derguín y a mí. ¿Crees que habría llorado así de haber sabido que el engañado eras tú?

No podía decirle eso, de modo que calló.

– Tu silencio es más elocuente y dañino que una puñalada -dijo el politarca.

– ¡Te juro por todos los dioses del Bardaliut, y que me fulminen con mil plagas si miento, que yo creía que el arma que había en el templo de Tarimán era la auténtica Zemal!

Neerya le miró a los ojos tratando de transmitirle la verdad de sus palabras. Era sincera. Pertenecía a los Bazu, un clan de origen Pashkriri que había extendido su red comercial por las regiones más civilizadas de Tramórea y que administraba y explotaba las principales rutas comerciales, incluidos los cinco mil kilómetros de la Ruta de la Seda. Algunos de sus miembros poseían el don congénito de influir en las mentes de los demás mediante una combinación de miradas y tonos de voz. Su madre, por ejemplo, atesoraba aquel talento. Pero quien había llegado a dominarlo más era su tío segundo Urusamsha, de quien se contaba que podía leer una mente con más facilidad que una carta. Urusamsha había aprovechado sus aptitudes para convertirse en el jefe de facto del clan y amasar una inmensa fortuna repartida en bancos de Pashkri, Ritión, Malabashi y Áinar.

La capacidad de Neerya de influir en la conducta de otras personas, sobre todo varones, era limitada y no se basaba en ningún don sobrenatural, sino en una mezcla de belleza e inteligencia. De haber sido como Urusamsha, habría aprovechado su poder para conseguir que Agmadán se despeñara por los acantilados de Narak o se cortara las venas de muñecas y tobillos.