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A ratos, Derguín no notaba el frío y a ratos se estremecía. Como había previsto, estaba sufriendo constantes accesos de fiebre. Llevaba ya siete días sin la espada, tantos como la vez anterior. En aquella ocasión había supuesto – erróneamente que Zemal se encontraba en su casa, escondida dentro de la armadura hallada en Arak. Ahora no tenía la menor idea de en qué rincón de Tramórea podía hallarse. Había decidido acompañar a la Horda Roja en su viaje, en lugar de regresar a Narak, por dos razones. En primer lugar, sin la Espada de Fuego no tenía el poder necesario para vengarse de Agmadán y recuperar a Neerya. En segundo lugar, no quería distanciarse demasiado de Atagaira: estaba convencido de que Ziyam y Zemal no podían hallarse muy lejos la una de la otra.

En parte acertaba y en parte se equivocaba.

– ¿No has oído a Kybes? -preguntó Baoyim-. Come algo, por favor.

Kybes y Baoyim estaban muy entretenidos dando cuenta de una ración de caracoles. En la tercera jornada de viaje desde el Kimalidú, mientras seguían una ruta en forma de arco que los había acercado a las montañas de Atagaira, les había llovido durante varias horas. Al día siguiente la Horda había pasado junto a un bosquecillo en el que los críos, durante el descanso de mediodía, se habían dedicado a atrapar caracoles que Gavilán les había comprado a buen precio.

A Derguín siempre le habían gustado aquellos moluscos, pero ahora se le revolvía el estómago al ver cómo Kybes y Baoyim hurgaban en sus conchas con alfileres para sacar sus cuerpos blandos y viscosos, y antes de llevárselos a la boca los contemplaban con tanta satisfacción como balleneros que hubieran arponeado un cachalote. Tampoco había sido capaz de probar el pollo asado que les habían servido antes, así que la causa no era que la textura de aquellos moluscos fuese más o menos babosa. Simplemente, tenía la garganta y la boca del estómago cerradas con un candado.

Escondió las manos debajo de la mesa y se clavó las uñas en los muslos hasta hacerse daño. Por fin llegó la siguiente ronda de cervezas. Derguín había pedido una jarra doble, pensando que había pocos camareros atendiendo las mesas y que acabaría con su bebida antes de que tuvieran la suerte de que volvieran a atenderlos.

Cuando dio el primer trago, largo como el beso de dos amantes que se reencuentran, comprobó con el rabillo del ojo que sus amigos lo observaban con preocupación. Sí, estoy bebiendo mucho, pensó. Y, con el estómago vacío, la cerveza se le estaba almacenando toda en un lugar situado justo encima de sus cejas. ¿O era más bien en su nuca? Hambre no tenía, pero sed sí, una sed monstruosa, y además la única forma que se le ocurría para conciliar el sueño era embotarse a fuerza de beber.

La tragantada fue tan larga que se le llenaron los ojos de lágrimas. Para despejarlos, se los frotó y parpadeó, mientras miraba a su alrededor. Había unas treinta mesas, de diversas formas, maderas y tamaños, y el surtido de sillas no era menos abigarrado. No muchos días atrás, en esas mismas mesas y sillas se habían sentado los oficiales del Martal para banquetear y celebrar sus masacres. Gavilán, que llevaba tiempo pensando en montar su propio negocio, había comprado las de más calidad a aquellos a quienes les habían correspondido en el reparto del botín, y otras las había rescatado de una gran montonera destinada a convertirse en leña.

Presidía la fiesta de inauguración una estatua de seis metros de altura. La habían encontrado a poca distancia de allí, sepultada entre una pila de cascotes y tejas, pero incólume. Era una talla de madera maciza, y muy pesada, que representaba a Anfiún. Tras hacerle los sacrificios de rigor,

Gavilán había convencido a Kratos de que el mejor lugar para el dios, que como buen guerrero tenía fama de borrachín, era El Mirador de Nikastu, así que la había hecho traer y encaramar sobre un pedestal.

Ahora el rostro severo y barbudo del dios los contemplaba desde arriba, tal vez envidioso del festín que se estaban dando a su alrededor todos aquellos soldados. No obstante, para contentarlo, lo tenían rodeado de velas encendidas, pasteles de ofrenda e incluso una enorme jarra con veinte litros de hidromiel, que según la tradición era su bebida favorita.

– Es un Xóanos -comentó Derguín. Sus amigos, que llevaban un rato comentando el clima de la región y tratando de incluirlo a él en la conversación, se quedaron callados.

– ¿Un Xóanos? -preguntó Kybes al cabo de unos segundos-. Disculpa mi incultura, tah Derguín. ¿Eso qué es?

– Una estatua de una era anterior. De antes del año Cero.

– ¿Tiene más de mil años? ¿Una talla de madera? ¿No crees que debería estar podrida?

– Si se trata bien, la madera puede durar mucho tiempo -dijo Baoyim.

– ¿Cómo lo sabes? Ignoraba que fueras ebanista.

– Y no lo soy. Pero he trabajado para varias escultoras y algo entiendo de materiales.

– ¿Que has trabajado para escultoras? ¿Qué hacías, les sujetabas los cinceles, les barrías el taller?

– Posaba -dijo Baoyim, agachando la mirada y ruborizándose un poco.

– Te has puesto colorada. No me digas que posabas… ¿desnuda?

– Bueno, yo… A veces.

– ¡Guau! No me lo imaginaba de la severa capitana Baoyim -dijo Kybes, chupándose la salsa del último caracol de los dedos de la mano izquierda. La que él, en la peculiar visión del mundo que le había imbuido la magia de Kalitres, consideraba su diestra.

– En Atagaira se considera un honor que una artista te elija como modelo. -La respuesta de Baoyim contestaba implícitamente a una crítica, puesto que en Ritión y otros reinos tan sólo las cortesanas se desnudaban para pintores y escultores. En cualquier caso, la Atagaira decidió desviar de su persona el foco de la conversación-. ¿Cómo sabes que esa estatua es tan antigua, tah Derguín?

– El estilo. Todos esos Xóanos tienen un aire similar. Sonrisa enigmática, ojos algo rasgados, la pierna derecha ligeramente adelantada, el torso recto. – Derguín contuvo un estremecimiento, pero sólo a medias-. No sé, tienen algo que me da escalofríos.

– Pues no se parece en nada al demonio de metal que destruiste en la Torre de la Sangre -dijo Kybes, girándose y acodándose en la silla para estudiar mejor la estatua.

– No, pero ya no me sorprendería que cualquier objeto inanimado volviera a la vida. -Derguín recordó las últimas palabras del Rey Gris y, con la mirada perdida, repitió-: Los dioses vendrán…

– Con todo respeto, tah Derguín, ¿no estás un poco obsesionado con los dioses? Hemos vencido cuando todo parecía perdido, tú destruiste a uno de los tres demonios y también hemos evitado que despertara el tercero.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Kybes?

– A que hemos salvado al mundo de un mal horrible, de una crueldad y una devastación como no se habían conocido jamás en la historia de Tramórea. Deberíamos disfrutar un poco de las mieles del triunfo. Los dioses oscuros han sido derrotados, tah Derguín. Los dioses tradicionales -añadió, señalando a la estatua- están de nuestra parte. Creo que las cosas van a mejorar. ¡Y brindo por ello! -añadió, levantando su jarra.

Derguín miró con tristeza a sus dos amigos. ¿Cómo explicarles que no podían confiar en los dioses tradicionales?

Él mismo no sabía qué pensar. «Somos los que esperan a los dioses», insistía Linar, y Mikha le seguía la corriente. Pero a Derguín le costaba trabajo creer que las divinidades a las que se rendía culto en toda Tramórea fueran tan malignas como el siniestro Tubilok y sus demonios. ¿Qué papel desempeñaba, por ejemplo, Tarimán, el herrero que había forjado la espada con la que fue derrotado Tubilok?