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Sobre todo, ¿cómo pensar en enfrentarse con todos los Yúgaroi del Bardaliut? Antes de desaparecer sin despedirse, Kalitres les había dicho: «Con suerte, los siete Kalagorinor juntos podríamos haber derrotado a dos o tres dioses a la vez».

Su mano volvió bajo la mesa, buscando en vano la empuñadura de Zemal, y al palpar sólo aire volvió a cerrarse con tal fuerza que las uñas le hicieron heridas en la palma.

No seré yo quien luche ya contra los dioses. La amargura se mezclaba con un extraño punto de alivio. Intuía que esta vez no iba a recuperar el arma de Tarimán. De algún modo, Ariel se había convertido en la nueva Zemalnit. Podía empuñar y usar la Espada de Fuego saltándose las normas del certamen. ¿Una prueba de que los tiempos estaban cambiando, de que la época de los humanos llegaba a su fin?

¿Quién era Ariel en realidad? Una criatura que se presentó como niño siendo una niña, que era incapaz de aprender a leer y al mismo tiempo entendía cualquier idioma de forma innata, que se embrollaba contando monedas y sin embargo memorizaba un poema con escucharlo una sola vez. ¿No sería ella misma de la raza a la que Linar llamaba «el antiguo pueblo» y a la que pertenecía Tríane?

Ariel te ha sido leal, se repitió. Te salvó la vida en el bosque de los inhumanos. Te bordó el estandarte de Zemal. Debe tener alguna razón para lo que está haciendo.

Pero ¿realmente importaban las razones de Ariel? No era más que una cría, manejada por la intrigante Ziyam, quién sabía con qué propósito. Al menos, esperaba que la reina de las Atagairas no se atreviera a hacerle daño. Si tienes que usar la espada, ¡úsala!, pensó Derguín, como si pudiera proyectar aquella orden mental a través de incontables kilómetros de distancia.

A kilómetros parecían estar sus dos amigos, o así los veía él, incapaz de dejarse contagiar por su animación. Kybes insistía en que los tiempos iban a mejorar, ya que la derrota del Martal sólo podía complacer a los auténticos dioses, que en agradecimiento recompensarían a los humanos con una nueva era de prosperidad. Baoyim no parecía tan convencida.

– Las Atagairas no nos fiamos demasiado de los dioses celestes. Somos criaturas de Tramórea y tenemos los pies en el suelo. Nuestra verdadera protectora es Iluanka, la gran dragona.

– No tenéis ni idea ninguno de los dos -dijo Derguín, súbitamente irritable y con ganas de polemizar.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Baoyim, dilatando las aletas de la nariz, como solía hacer cuando algún comentario la molestaba.

– Vivís en una isla de ignorancia y oscuridad. -Su memoria, entrenada con Ahri el Numerista, le gastó una extraña jugarreta: creyéndolas suyas, repitió literalmente las palabras que Linar había pronunciado ante Mikha, Kratos y él al calor de la lumbre-. Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas. Gracias a eso continuáis vuestro camino en la creencia de que todo a vuestro alrededor es luz.

– Me temo que hablas y no dices nada, tah Derguín -repuso Baoyim-. Amenazas oscuras, sombras… Me parece que son obsesiones tuyas. O más bien producto de eso. -Señaló con un gesto harto elocuente a la jarra de cerveza. Lo cual sirvió a Derguín para percatarse de que no le quedaba sino medio sorbo, que se apresuró a apurar.

– ¿Obsesiones mías? Si hubierais escalado al cielo como yo -Si tuvierais las pesadillas que tengo yo, añadió mentalmente-, si supierais cómo es el mundo en realidad, os asustaríais tanto que cavaríais un hoyo en el suelo, enterraríais la cabeza en él y ya no la sacaríais de allí.

– ¿Crees que lo que vi yo en Ilfatar es propio de un ignorante? -preguntó Kybes. Como Baoyim, estaba empezando a sentirse molesto y a levantar la voz, y por primera vez en toda la noche su sempiterna sonrisa se le había borrado del rostro-. ¡Si hubieras olido la sangre en el fondo de aquella torre, si hubieras visto el rostro de la niña a la que me ordenaron degollar…!

Derguín golpeó con la jarra en la mesa.

– ¡No hace falta que me recuerdes que te mandé al infierno! ¿Crees que no lo sé, y que no me atormenta haberte ordenado algo que debería haber hecho yo?

Kybes y Baoyim se mordieron los labios al mismo tiempo y cruzaron una mirada de entendimiento. Empiezan a sentirse violentos, pensó Derguín. Comprendía la razón, pero no conseguía controlarse. La cabeza le daba vueltas y sus pensamientos saltaban de un lugar a otro sin anidar en ningún sitio, contradiciéndose entre sí como en un duelo de Tahedoranes.

Es por culpa de Zemal. Con ella su vida era un tormento de insomnio y nervios, pero sin ella era mucho peor.

Maldita la hora en que me sacaron de Zirna.¡Malditos Linar, y Kratos, y maldito Mikha que les habló de mí!

Volvió a aporrear la mesa y exclamó:

– ¡¿Qué hay que hacer aquí para que a uno le sirvan una cerveza de una maldita vez?!

La camarera que se acercó a atenderlos era una moza rubia, de caderas rotundas y ojos vivaces. Como todas las contratadas por Gavilán para su taberna, también había ejercido o ejercía de prostituta.

– No es necesario levantar tanto la voz, joven Derguín -le dijo con una sonrisa, mientras le cambiaba la jarra vacía por otra llena-. Tú no eres como ésos -añadió, señalando una mesa en la que se aglomeraban quince soldados en el sitio de diez. Llevaban jubones negros con el emblema del batallón Jauría, y estaban entonando canciones obscenas con voces destempladas. Como todos los demás clientes, venían desarmados. Gavilán había puesto a la entrada de la taberna una armería, donde cada parroquiano que entraba dejaba espadas, cuchillos, hachas o lo que trajera, previa entrega de un recibo. En la puerta, el gigante Trescuerpos garantizaba que nadie se saltara la norma.

– ¿Que no soy como ésos? -preguntó Derguín-. ¿Qué te hace pensar tal cosa, guapetona?

La palabra «guapetona» salió casi chirriando de sus labios. Debía de ser la primera vez que la pronunciaba en su vida. Pero más inesperado resultó el comportamiento de su mano derecha, que, como si hubiera cobrado vida independiente, se levantó para propinarle un azote en las nalgas a la camarera. Tenía los glúteos tan prietos que se hizo daño en la palma.

La joven dio un respingo y le miró con un destello de ira.

– ¡Eh, no te pongas así! ¡Que he visto cómo ése de ahí te daba otro y le sonreías! -dijo Derguín, señalando a la mesa del batallón Jauría. «Ése de ahí» era su general, el tuerto Abatón.

La camarera se limitó a sacudir la cabeza, masculló algo ininteligible y se

largó.

– ¿Por qué has hecho eso, tah Derguín? -preguntó Baoyim-. No es propio de ti.

– En tu país tratáis a los hombres como si fueran animales. ¿Tienes algo que opinar de cómo tratamos aquí a las mujeres?

Kybes agarró la jarra de Derguín y tiró de ella.

– Mejor será que me la tome yo. Creo que tú ya has bebido suficiente.

Si en el repertorio de frases hay una que jamás conseguirá aplacar a un borracho, es ésa. Derguín sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Fluido que, mezclado con el alcohol que ya la ocupaba, sólo contribuyó a que todo girara en un remolino más vertiginoso aún.

– ¡Aunque ya no sea el puto Zemalnit, aún tengo dinero y cojones para decidir cuándo me bebo una cerveza y cuándo no!

¿Quién es el que está hablando por mi boca? Dentro de sí mismo, hundido en un pozo oscuro, debía de esconderse el Derguín de siempre. Pero alguien había tapado el brocal y su vocecilla apenas se escuchaba como el chillido de una rata ahogándose.

Kybes empujó la cerveza de vuelta.

– Jamás he dudado de eso. Bébetela hasta que te salga por las orejas, tah Derguín.

Siguió un incómodo silencio. Por fin, Derguín lo rompió.