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– Será mejor que me dejéis solo. Hoy no soy buena compañía para nadie.

Baoyim y Kybes se miraron de nuevo. ¿Crees que es buena idea?, parecieron preguntarse sin palabras. Pero finalmente se levantaron y lo dejaron allí, con un escueto «Adiós».

– Lo siento. Es por la espada. Todo por la puta espada -dijo Derguín, cuando ya no podían oírlo.

Levantó la mano derecha y la observó. Los dedos le temblaban como si tocaran un teclado invisible, y corrientes de dolor le atravesaban el antebrazo hasta llegar al hombro, donde emprendían el camino de regreso. Se clavó los dedos en el músculo radial, cerca de la zona del codo que en Uhdanfiún llamaban «el hueso de la risa» porque cuando se golpeaban en ella con las espadas de madera les entraban carcajadas y una extraña flojera que les hacía soltar el arma.

Ahora vio las estrellas y sintió cualquier cosa menos ganas de reír, pero volvió a hincarse los dedos con saña.

Sin saber cómo, la jarra estaba otra vez casi vacía. Al menos, el torpor que le producía la cerveza mitigaba otras sensaciones. Mejor estar borracho que notar cómo el corazón se desbocaba constantemente, sentir el puño que le apretaba la boca del estómago y sufrir los calambres que le recorrían el cuerpo.

Tal vez podré dormir, se dijo, empinando la jarra y apurando el último dedo de cerveza. Estaba apoyando las manos en la mesa para levantarse cuando alguien le plantó delante un pichel de estaño, con un golpe tan brusco que la cerveza le salpicó. Derguín levantó la mirada y se encontró con el rostro arrugado de Gavilán.

– Es invitación de aquel caballero -dijo el soldado-tabernero, señalando al general Abatón, que desde la otra mesa levantó su propia jarra en saludo.

– Gracias.

– Dáselas a él -dijo Gavilán, disponiéndose a irse-. Por mí, no te la habría puesto.

– ¡Un momento!

El tabernero se volvió a medias y lo miró de soslayo.

– ¿Te he hecho algo, Gavilán? ¿O es que estás de mal humor porque sí?

Gavilán dio la vuelta a la silla que había ocupado Kybes y se sentó en ella cruzando los brazos sobre el respaldo. A la luz de las antorchas y las velas, sus arrugas parecían más profundas, grietas en un sequedal. Como le faltaba un incisivo y el pelo le raleaba bastante, parecía tener más de sesenta años. Sin embargo, a Derguín le constaba que era poco mayor que Kratos.

Gavilán señaló a la camarera a la que Derguín le había propinado la nalgada. Estaba llevando ocho jarras a una mesa, cuatro en cada mano.

– Orbaida es, en el fondo, una romántica. Como les pasa a muchas seguidoras del campamento. -Era un eufemismo con el que solían referirse a las prostitutas que viajaban con el ejército-. Sabe leer y todo.

– Sorprendente -respondió Derguín, fingiendo indiferencia.

– Le gustan las novelas Ritionas. Una chorrada, ya sabes. El duque Forcas, que los dioses tengan en su gloria, también las leía. Así nos iba a todos, claro.

– Sé de qué me hablas. En el taller de mi padre copié más de una de esas novelas.

– La realidad es más asquerosa y desagradable que los libros, claro. Los que nos dedicamos a la guerra sabemos que es mucho más sucia que esas batallas que describen, y que no existen caballeros tan nobles ni galantes.

– Ajá.

– Ella también lo sabe de sobra. Ha tenido una vida muy dura.

– ¿Piensas llegar a alguna parte, Gavilán?

– Tú eres el Zemalnit. Eres una chispa de luz en este mundo tan oscuro y hediondo.

– Yo ya no soy quien…

– Cállate un rato.

Derguín enrojeció, pero cerró la boca y se concentró en el pichel para disimular su rubor.

– He oído hablar a Orbaida de cómo cabalgaste tú solo contra miles de pájaros del terror, como si lo hubiera presenciado con sus propios ojos. Para ella eres el personaje de una de las novelas que lee cuando tiene un rato libre. ¿Lo entiendes?

– Un personaje.

– Sí, un personaje. No una persona. No puedes permitirte ser vulgar como el viejo Gavilán, porque no eres un soldado, sino un símbolo. Debes ser sublime y elegante como un dios.

Gavilán se levantó.

– No voy a decirte que no vuelvas a entrar en mi local, tah Derguín. Tampoco te voy a pedir que desde ahora bebas agua de la fuente. Pero te ruego que no olvides quién eres.

Menudo sermón filosófico me ha echado el viejo, pensó Derguín. Le dio un trago a la cerveza, y de pronto le supo amarga como metal recalentado. Sí, era mejor irse y dejar de defraudar a la gente que tanto esperaba de él.

Yo sólo era el que empuñaba la espada. Ahora la espada no está, y yo no soy nadie. Sólo aire condensado que parece tomar la forma de una persona, pero no tengo más entidad que el personaje de una novela. Y la mía ya se ha terminado.

– ¡Eh, tah Derguín! ¡Zemalnit! ¡Ven aquí!

Derguín levantó la mirada. Desde la mesa del Jauría, Abatón le hacía señas y lo llamaba con voces estentóreas. Derguín hizo un gesto de negativa, tratando de no mostrarse desdeñoso, y bajó la mirada a la mesa.

Un minuto después, una mano dura como una tenaza lo agarró del codo y tiró de él sin contemplaciones.

– ¡Ven a beber con nosotros!

El general en persona se había levantado a buscarlo. Eran los privilegios y las servidumbres de ser el Zemalnit. De haber sido el Zemalnit, el símbolo, el personaje. ¿Qué pasaría cuando todos se enteraran de que había extraviado la Espada de Fuego? El secreto sólo lo conocía gente de confianza: Mikha, Kratos, Baoyim y Kybes. Pero aunque fuesen mudos como tumbas, eran cuatro personas al corriente. Demasiadas.

No convenía malquistarse con Abatón. Kratos le había hablado de él, definiéndolo como alguien a quien no se le debía dar la espalda. De modo que Derguín se puso en pie y se resignó a aceptar la invitación.

Abatón era diez centímetros más alto que él y tenía el cuerpo de un atleta. Con un parche en el ojo su aspecto habría mejorado bastante, pero debía considerar que la cuenca vacía y atravesada por una cicatriz le otorgaba un aspecto más temible y autoritario. Sin soltar el brazo de Derguín, lo condujo hasta su mesa y lo acomodó a su derecha.

Si quince estaban apretados, con un comensal más los codos y los hombros no hacían más que chocar, y los pies se enredaban por debajo de la mesa y golpeaban patas o espinillas. Abatón se empeñaba en hablarle como si estuviera sordo, acercándose tanto que lo rociaba con su saliva. Derguín sabía que, después de tantas cervezas, su aliento no debía de oler precisamente a rosas, pero el del general lo estaba mareando. Se sumaba el tufo rancio y apelmazado de la ropa transpirada, más el olor grasiento y ya revenido de los restos de un enorme muslo de ave que reposaban en el centro de la mesa. Algunos opinaban que, transcurridos unos días, la carne de los pájaros del terror estaba más sabrosa, como la de las perdices. Pero en ese momento Derguín, con el estómago revuelto, no podía estar de acuerdo.

La conversación era estridente, rápida y a la vez repetitiva, un enjambre de abejas que pasaban zumbando junto a sus oídos. A Derguín le daba vueltas todo y a ratos le parecía que veía moverse los labios de un hombre mientras que la voz de otro le llegaba con retraso o quizá con adelanto.

– ¿Nos enseñas la corona al valor, tah Derguín?

– ¡Qué estupidez! ¿Crees que la lleva encima?

– Yo la llevaría encima hasta para cagar si me la dieran. Pero, claro, yo soy un vulgar soldado, y en la vida me concederán una condecoración como ésa.

– Tú no eres amigo del comandante en jefe. Siempre hay clases.

– Tampoco cargaste tú solo contra esos chiflados de los Glabros.

– ¡Solo no, rodeado de tías en pelotas! ¡Ya me habría gustado estar allí!

– No habrías tenido cojones.

– ¿Cómo que no? Dame una armadura, una espada mágica y un unicornio, y verás cómo cargo contra todos los dioses del Bardaliut si hace falta.