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Con las fuerzas que le brindaba Mirtahitéi, levantó sobre su cabeza al tipo de la barba y lo propulsó por los aires. El soldado, que pesaba más de noventa kilos, cayó sobre tres de sus compañeros y los derribó.

Acelerado, era fácil caer en la tentación de descargar sus nudillos contra la mandíbula de alguien. Mirtahitéi no endurecía los huesos, así que, aparte de dejar sin dientes a su contrincante, lo único que podía conseguir de ese modo era romperse una mano. Mejor utilizar otros objetos.

En el Arbalipel también les habían enseñado a manejar palos, cadenas, sillas, incluso platos. La clave estribaba en improvisar un arma con cualquier cosa. Derguín tomó el taburete más cercano y lo rompió contra la mesa. Pertrechado con una pata en cada mano, empezó a repartir golpes por doquier.

Por suerte para él, aparte de la envidia que muchos pudieran sentir por el Zemalnit, no había que olvidar la rivalidad entre compañías y batallones. La pelea se generalizó en la taberna, pero no todos luchaban contra él.

Poco a poco se fue abriendo paso hacia la puerta, que no era más que un hueco abierto entre dos muretes. Superado por un número abrumador de adversarios, no tenía tiempo de andarse con contemplaciones y los golpes que descargaba surtían efectos demoledores. Aunque él los oía más lentos y graves, los chasquidos de los huesos al romperse eran inconfundibles. Se agachó, se levantó, giró el cuerpo, esquivó puños y patadas, siempre moviendo los palos a ambos lados como aspas de un molino impulsadas por un huracán. En alguna ocasión hundió las punteras de sus botas en vientres y testículos, y a un infortunado le partió la rodilla con el talón; pero procuró levantar los pies lo menos posible, pues no habría sido muy oportuno resbalar con la pierna de apoyo y caer al suelo. Avanzó describiendo giros, barriendo a su espalda con las patas del taburete para que nadie creyera que podía atacarlo impunemente por detrás.

Ya sólo faltaban tres metros para la puerta y no quedaba nadie interponiéndose en su camino. Pero en la entrada había aparecido una figura que conocía de sobra, con la cabeza rapada y la espada de Tahedorán a la cintura.

– ¿Quéeessstáaaa paasaaandoaaquíii?

Detrás de Kratos se cernía la mole de Trescuerpos. La llegada de ambos detuvo la pelea por arte de magia. Derguín se desaceleró. Jadeando y con las pulsaciones disparadas, se dio la vuelta.

En los laterales de la taberna, la lucha se había librado entre Invictos, que ahora procuraban ponerse firmes ante su general en jefe, con más o menos éxito. Pero en la parte central había un reguero de mesas y sillas desvencijadas y cuerpos derribados. Algunos estaban tumbados, otros de

rodillas, había quienes se habían sentado en el suelo agarrándose una pierna dolorida o gateaban buscando sus dientes.

A ojo de buen cubero, Derguín calculó que había dejado fuera de combate a quince hombres.

No está mal para un Zemalnit sin espada, se dijo con una sonrisa.

NARAK

Pese a que la sometió y utilizó de todas las maneras posibles, el coito no mejoró el humor de Agmadán. Aun así, al terminar se quedó dormido. Ya no estaba en su mejor forma y para culminar el acto tuvo que sudar tanto que dejó las sábanas empapadas.

Cuando lo oyó roncar, Neerya se apartó hasta el borde de la cama, lejos de su calor pegajoso, de su olor acre y de la humedad del lecho. Estaba pensando en levantarse, salir de la casa y nadar en la piscina, pero prefería esperar a que el sueño de Agmadán fuese lo más profundo posible.

No soportaba al hombre que dormía a su lado. Como cortesana, a menudo había tenido que fingir agrado por hombres ricos y poderosos que en realidad no la atraían. Pero a Agmadán lo aborrecía física y moralmente. Cada vez que la acariciaba sentía como si una tarántula le recorriera la piel y tenía que hacer esfuerzos para contener los escalofríos.

Su solemne juramento, aquel que había tenido que pronunciar para salvarle la vida a Derguín, la ataba a Agmadán. Sólo la muerte podía liberarla de él.

Pero suicidarse sin más sería desperdiciar su vida. Mientras contemplaba los bordados del dosel, pensó que si había de morir se lo llevaría a él por delante.

¿Por qué no ahora? En la mesita tenía los alfileres de platino que se había quitado del pelo al meterse en la cama. Tomó uno, se volvió hacia Agmadán y acercó la punta a uno de sus párpados.

Si aprieto aquí, en el lacrimal, y tuerzo la punta hacia arriba, le taladraré el cerebro y lo mataré. La idea hizo que se le aceleraran los latidos, pero no de miedo, sino por una extraña euforia. Sí, comprendió, era muy capaz de hacerlo.

Pero… No. Hoy le había llegado una nueva esperanza. Durante varias semanas había ignorado si Derguín estaba vivo o muerto. Sin embargo, ahora sabía que, pese a las acechanzas de Agmadán, el joven Ritión seguía siendo el Zemalnit. No sólo eso, sino que había realizado una proeza digna de cantares épicos. Se lo imaginó cabalgando por delante de las afamadas Atagairas, blandiendo sobre su cabeza la Espada de Fuego y sembrando el terror entre los enemigos, y aquel pensamiento hizo que se le erizara la piel de los brazos y de la nuca. Si Derguín conservaba a Zemal, con ella tendría poder suficiente para regresar a Narak y vengarse de Agmadán.

Estaba sonriendo en la oscuridad y frotándose casi sin darse cuenta un muslo contra otro cuando un nuevo pensamiento congeló su sonrisa y paró los latidos de su corazón.

¿Por qué no había venido ya? ¿A qué estaba esperando? ¿Por qué, en lugar de regresar a Narak a buscarla, había viajado más de mil kilómetros al este para embarcarse en una guerra lejana?

Alguna razón tendría, pensó.

No, ningún motivo podía justificar abandonarla a ella en manos de Agmadán. ¿Qué hombre de verdad dejaría a su amada en el lecho de otro? ¿Quién soportaría la idea de imaginar las manos de otro recorriendo la piel de su amante?

En realidad nunca llegamos a ser amantes, recordó, y la tristeza de aquel pensamiento fue tan profunda que los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que darse la vuelta en la cama y morder la almohada para sofocar los sollozos.

En ese momento notó algo frío y puntiagudo que apretaba su espalda desnuda entre dos vértebras. Una voz de mujer con acento extranjero le dijo:

– Si gritas o dices una sola palabra, morirás.

PASONORTE

Kratos se apoyó en las almenas del torreón donde se alojaba con su familia y sus oficiales más cercanos. Era el único edificio intacto de las fortificaciones y, según el jefe de ingenieros, no existía peligro de que se derrumbara. Estaba situado en la parte sur de la muralla. De día, se divisaba desde su terrado la rojiza llanura de Malabashi. Según le habían contado, en mañanas claras se alcanzaba a columbrar desde allí la silueta del Kimalidú, la Roca de Sangre. De ese modo tendrían siempre a su alcance el recordatorio de la victoria.

Ahora, de noche, mirando hacia el este, Kratos podía ver la amplia franja de Pasonorte, bañada por la luz azul de Rimom, y más allá la cordillera de Atagaira. Taniar no había asomado aún, pero su resplandor rojo se adivinaba como un fino contorno de sangre dibujando el perfil de las montañas. Aún más lejos, si entrecerraba los párpados, vislumbraba una delgada línea de luz que subía hasta perderse en las alturas. La fabulosa Etemenanki, la torre que llegaba al cielo.

Oyó los pasos de Derguín a su espalda y respiró hondo. Sin volverse todavía, escondió las manos dentro de las amplias mangas de su casaca, un gesto típico Ainari, para evitar que los movimientos de sus dedos delataran su enfado.

Apenas una hora antes, unos soldados que habían salido de la taberna le habían contado que Derguín estaba emborrachándose, levantando la voz, insultando a los clientes y dando pellizcos a todas las camareras que pasaban junto a él. Al acudir a comprobar qué pasaba se lo había encontrado en medio de una gresca multitudinaria.