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– ¡Guárdate tus sarcasmos! Sé por dónde vas. -Sí, tú me salvaste de ese demonio, se dijo, pero fue un pensamiento fugaz como un relámpago remoto, apenas la pausa entre dos palabras-. No eres nadie para echarme nada en cara, Derguín.

– ¿Por qué no soy nadie? ¡Dilo! ¡Estás deseando decirlo! -gritó Derguín, con los puños apretados.

– Porque eres el único Zemalnit al que le han quitado la Espada de Fuego. ¡No una, sino dos veces! Eres una… una…

Una vergüenza. Incluso a él le pareció demasiado insultante y se dio la vuelta para no mirar a Derguín.

– ¿Dos veces? ¿Dos veces? -A su espalda, el joven estalló en unas carcajadas agudas, casi histéricas-. ¿Y tú me lo dices?

– Sí. Yo te lo digo -repuso Kratos, sin volverse y apretando los dientes.

– ¡A ti te rompieron tu espada Krima, y yo conseguí que te la reforjaran! Pero ¿de qué te sirvió, si te la rompieron por segunda vez? ¡Tú eres una vergüenza como Tahedorán y una decepción como maestro!

– ¡Allawéeee!

Algún genio benigno frenó el brazo de Kratos justo a tiempo. Durante un instante había visto un chispazo blanco entre sus ojos, cegador como el chasquido de un rayo. Ahora estaba mirando de nuevo a Derguín. La hasha de su espada se había detenido a menos de cinco dedos del cuello del joven. Que ni había intentado apartarse ni había acercado la mano al pomo de su propia arma.

La nuez de Derguín subió y bajó dos veces. Pero no había miedo en sus ojos, sino una extraña determinación.

– A orillas del mar Ignoto te dije: «Eres mi maestro, tah Kratos. Jamás levantaré la espada contra ti, aunque en ello me vaya la vida». Nadie podrá decir que Derguín Gorión no es un hombre de palabra. Pero si tienes una lista de discípulos, bórrame de ella, porque yo ya he dejado de considerarte mi maestro. Puesto que tanto te he decepcionado, quédate con esto.

Derguín se quitó el brazalete de oro cruzado por siete estrías rojas y lo arrojó a los pies de Kratos, que aún no había envainado su espada. Después se dirigió a la trampilla. Cuando el brazalete de Tahedorán dejó de tintinear en el suelo, Derguín ya había desaparecido.

– ¡Maldita sea! -gritó Kratos.

Levantó la espada sobre su cabeza, la puso de plano y descargó un tremendo cintarazo contra la crestería del torreón. Tuvo que repetir el golpe hasta tres veces, pero al fin consiguió quebrar la hoja de acero.

Después se apoyó entre dos almenas. Había empujado a Derguín, que chocó contra la piedra, pero que también podría haberse colado por uno de los huecos y caer al vacío. Y después había desenvainado su espada contra él. ¡Contra el hombre que le había salvado la vida!

– Padre…

Darkos estaba subiendo las escaleras que llevaban al terrado.

– No es un buen momento, hijo. Déjame solo.

Darkos se dio la vuelta, agachando la cabeza, y se dispuso a bajar de nuevo.

He estado trece años sin verlo, pensó Kratos. ¿Cómo podía decirle que no era buen momento?

– Espera, Darkos. Ven. ¿Qué tenías que decirme?

El muchacho se acercó con pasos cortos, frotándose las manos y con la cabeza gacha. No era propio de él, que tendía a llevar la barbilla alta y a mirar a los ojos con cierto descaro.

– Yo… He oído algo de lo que ha pasado, lo siento…

– Con los gritos que hemos dado, se nos debe haber oído hasta en el Bardaliut. Soy yo quien lo lamenta, hijo.

– Tengo que… Tengo que decirte algo.

¿Qué habrás hecho ahora? ¿ Tendré que castigar a alguien más?, pensó Kratos. ¿Por qué le temblaba la voz de aquella manera?

– Habla, Darkos.

Su hijo reparó en el brazalete caído en el suelo. Se agachó, lo recogió y se lo tendió a su padre. Éste hizo un gesto con la mano para que esperara.

– Te he dicho que hables, Darkos.

– Yo… os oí conversar a ti y a tah Derguín hace unos días.

– ¿También estábamos gritando?

– No… Es sólo que estaba cerca… y os escuché… Fue en Nidra, antes de marcharnos.

– Continúa.

– Oí el nombre de Ariel. Estaba preocupado porque no la había vuelto a ver. No debería haberlo hecho, pero…

– Pero pusiste la oreja.

Darkos asintió, rehuyéndole la mirada.

– ¿Y qué oíste?

– Todo.

– ¿Todo?

– Lo de la espada.

Kratos respiró hondo. Al final, Derguín iba a tener razón. Al final iba a ser culpa suya que Abatón lo supiera.

– ¿A quién se lo contaste?

– ¡A nadie, padre! Yo… -Darkos tragó saliva y levantó por fin la mirada-. No, no es cierto. No debí hacerlo, pero se lo conté a Rhumi.

– ¿Y a quién se lo contó ella?

– No lo sé, padre. Tiene una amiga que fue prisionera como ella, Dayar. Lo mismo se lo ha dicho.

– Y la tal Dayar se lo habrá contado a alguien más. ¿Entiendes la gravedad de lo que has hecho, Darkos?

– Sí, padre. Siento que por mi culpa hayas discutido con tah Derguín. Deberíais hacer las paces y olvidar lo…

– ¿Deberíamos? ¿Vas a decirnos tú lo que deberíamos hacer?

– Yo… No quería decir eso, era una forma de hablar.

– Estoy enfadado y decepcionado. No quiero castigarte ahora, así que prefiero que te vayas de mi presencia.

Darkos asintió, se dio la vuelta sin decir más y caminó hacia la trampilla.

– Pero hay una cosa que sí te digo, Darkos -añadió Kratos-. No volverás a ver a esa muchacha.

Darkos se revolvió.

– ¿Cómo? No tritures, ¿por qué?

– Ha demostrado que no es de fiar. Lo que tú le contaste, en su boca debió quedar guardado. Además, ha sido esclava de los Aifolu.

– No te entiendo, padre.

– Sí me entiendes. Esclava y deshonrada, no es apropiada para pertenecer a nuestra familia.

– ¡Eso es injusto!

– Olvídate de ella, Darkos. Y ahora, vete a acostar. Mañana hablaremos.

El muchacho bajó la escalera, sin privarse de cerrar la trampilla con un golpazo que levantó una nube de polvo del terrado.

Un par de minutos después, la portezuela volvió a abrirse. ¿Y ahora con quién me toca discutir?, pensó Kratos.

Era Aidé.

– ¿Tú también has estado escuchando?

– Me temo que hay que tapar unos cuantos agujeros en este techo, al menos si lo quieres seguir utilizando como sala de confidencias -dijo ella, avanzando muy despacio hacia él, con los brazos cruzados y balanceándose. Una actitud que a veces presagiaba una noche de acción. Pero sólo si Aidé traía la barbilla baja y los ojos levantados en un gesto de falso pudor. Ahora el mentón venía alzado, de modo que, aunque Aidé medía menos que Kratos, parecía mirarlo desde arriba.

– Mañana haré que arreglen esos agujeros.

– ¿Por qué eres tan injusto con él?

– ¿Con quién? ¿Con mi hijo? Eso no es asunto tuyo…

Ella se detuvo a unos pasos y siguió desafiándolo con sus ojos azules. Por un momento, Kratos sintió como si se presentara a dar novedades ante su antiguo general Hairón.

– Siento lo que he dicho, Aidé. Hoy no me estoy luciendo precisamente…

– No me refería a Darkos, aunque lo has castigado movido por la ira, y sabes que no debes tomar decisiones así. Pero hablaba de Derguín.

– ¿Crees que he sido injusto con él?

– Creo que llevas tiempo siendo injusto con él. ¿Por qué estás tan resentido?

Kratos volvió a apoyarse en las almenas y miró a la nada. Ésa era la misma pregunta que se hacía él.

NARAK

E hombre que dormía en la cama con Neerya se incorporó de un salto. La luz de Rimom que entraba por la celosía reveló que estaba tan desnudo como ella.

– ¿Quiénes sois? ¿Qué significa…?

Antea se echó sobre él y lo derribó en la cama tapándole la boca. Después desenvainó un cuchillo curvo, le tiró de la oreja hacia fuera como una maestra regañona y le cortó el lóbulo. Una mancha oscura se extendió sobre la sábana. El hombre, al que Ariel conocía como Agmadán, politarca de la ciudad, gritó de dolor, pero la manaza de la Teburashi sofocó su voz.