Выбрать главу

– No digas nada más -susurró Ziyam-. Si no, te cortaremos otra cosa que aprecias más y ya no podrás disfrutar de tu putita.

– ¡Gggmmmm!

– Si piensas que no vamos a cumplir nuestra amenaza porque somos débiles mujeres, te diré que somos Atagairas. No tenemos nada que ver con vuestras hembras ni con vosotros. Di «sí» con la barbilla si lo has entendido.

Pese a su rostro angelical, Ziyam podía hablar con una frialdad que helaba la sangre en las venas. Agmadán asintió, con los ojos abiertos de pavor. A Ariel no le gustaba nada de lo que estaba pasando, salvo ver en apuros al politarca. Él había sido el causante de la ruina de Derguín y la muerte de los cadetes de su academia. Se merecía todo lo peor que le pudiera pasar.

– Ahora los dos vais a vestiros en silencio -añadió Ziyam-. Sólo contestaréis, y en voz baja, cuando yo os pregunte algo.

La madre de Ariel carraspeó. Ziyam la miró de reojo y se corrigió.

– Cuando ella o yo os preguntemos. ¿Entendido?

Ambos asintieron. Después, siguiendo órdenes, recogieron sus ropas de un diván al lado de la cama. Agmadán podría haber seguido desnudo y exhibiendo su tripa flácida y su vello gris todo el tiempo que hubiese querido, porque nadie lo miraba. Todos los ojos estaban clavados en Neerya. Ariel recordaba perfectamente su belleza, ya que le había dado un masaje y había comprobado las proporciones perfectas de su cuerpo no sólo con los ojos, sino también con los dedos. Las demás mujeres parecían incapaces de apartar la vista de ella. Algunas la contemplaban con mal disimulado deseo, mientras que Ziyam y Tríane la miraban de arriba abajo con gesto escéptico, como si fueran tratantes de ganado buscándole tachas a una ternera.

El asalto a la mansión de Neerya no había sido el primer plan de Ziyam y Tríane. Durante el viaje, Ariel había espiado suficientes conversaciones entre ellas como para saber que la reina poseía una máscara gracias a la cual recibía visiones de un ser muy poderoso, un hechicero o tal vez un dios que la llamaba desde Narak.

Pero Ziyam no estaba segura de cómo llegar hasta él. Al poco de desembarcar, cuando recorrían el paseo de la Espina, se quedó asombrada contemplando el enorme frontispicio del templo de Manígulat. Al ver el relieve en el que éste tiraba de la barba al dios loco, la reina dijo a las demás:

– Tiene que ser aquí.

Sin embargo, al entrar en la sala abierta a los fieles, una larga bóveda de más de quince metros de altura excavada en la roca a partir de una cueva natural, Ziyam sacudió la cabeza.

– No. No es esto lo que he visto. Vámonos.

Les explicó que en sus visiones había contemplado otro santuario que también era una gruta, pero mucho más pequeño y en forma de domo, y para entrar en él había que atravesar un boquete circular, una especie de ventana.

– ¿Has visto algún templo así en Narak, Ariel? -preguntó Tríane.

– No, madre. Sólo me enseñaron los de Manígulat y Tarimán. Y el de Tarimán no se parece en nada a lo que la reina nos ha dicho.

Por eso habían decidido recurrir a alguien que conociera bien la ciudad. Ariel sabía dónde estaba la mansión de Neerya, ya que había acompañado a Derguín en varias visitas, y no se le ocurría ninguna otra persona que pudiera guiarlas.

A Ziyam y a Tríane les había parecido una excelente idea. Tanto que ambas habían felicitado a Ariel. Ésta no comprendía el motivo. Pero ahora, al ver con qué desdén miraban a la hermosa cortesana, Ariel empezó a sospechar que la causa estaba relacionada con Derguín Gorión, y temió por la vida de Neerya.

Si tengo que defenderla, lo haré, pensó. Neerya había sido muy dulce y amable con ella desde que la conoció, y sabía que Derguín se entristecería mucho si le pasaba algo. Al pensar en defenderla, Ariel se llevó la mano a la espalda y, bajo la capa, rozó el pomo de Zemal. Por instinto, se le había escapado el mismo gesto que habría hecho su padre.

Una vez vestidos los prisioneros, les ataron las manos por delante, amenazándolos con retorcerles los brazos a la espalda y apretar las ligaduras si daban algún problema. Después, Ziyam les preguntó por algún santuario que cumpliera las características de su visión, sin mencionar cómo había recibido ésta. Neerya y Agmadán cruzaron una mirada. Fue el politarca quien habló.

– Debe de ser el templo de Rimom. Allí hay una oniromante que interpreta los sueños de los fieles.

¡La oniromante! Ariel no había acompañado a Derguín al santuario, pero sabía que allí se había consumado la traición. Su padre se había dormido abrazado a la sacerdotisa para invocar sueños proféticos, y después había despertado sin Zemal y encerrado en una mazmorra de la torre de Barust.

Sin Zemal… Ariel se preguntó cómo se sentiría ahora. Sabía que para él alejarse de la espada era una tortura. Seguramente no habría dormido ni probado bocado desde el robo. ¡Y ya estaba lo bastante flaco! Padre, te prometo que te compensaré, pensó, como si él pudiera escucharla. Te devolveré la espada y a tu amigo con vida, y no permitiré que le pase nada malo a Neerya, y yo misma me vengaré de Agmadán si hace falta.

– Esa espada que tienes colgada en la pared me resulta familiar. ¿No es Brauna, la espada de Derguín Gorión? -preguntó su madre, dirigiéndose a Neerya.

Ella miró de reojo a Agmadán y asintió. Ariel recordó que el politarca le había robado la espada a Derguín.

– Nos la llevamos también -dijo Ziyam, haciéndole una seña a una de las Teburashi para que la descolgara de la pared.

Al salir de la casa pasaron junto a varios cuerpos, los cadáveres de los criados que habían intentado detener a las intrusas, y también el de un enorme mastín que vigilaba la puerta y al que Antea había despachado decapitándolo de un tajo. Neerya miró a Ariel, con los ojos llenos de lágrimas. La niña se sintió aún más culpable.

¿Por qué para conseguir algo bueno hay que hacer cosas tan horribles?, se preguntó. Sin saberlo, se estaba planteando una cuestión que obsesionaba a más de un filósofo en Ritión y otros países.

El grupo bajó de la Acrópolis por unas larguísimas y sinuosas escaleras, con abismos vertiginosos que se abrían a cada lado de las barandillas. A esa hora los funiculares no funcionaban. Agmadán había sugerido despertar a los encargados para que sacaran del establo a los percherones que hacían girar el gran cabrestante, pero Ziyam se negó.

– No haremos nada que llame la atención. No nos vas a engañar, Narakí.

Tardaron tanto en descender que cuando llegaron a la altura de la bahía la luz de Taniar empezaba a mezclarse con la de Rimom y sobre sus cabezas el firmamento se teñía de violeta. Al pie de las escaleras las aguardaban dos de las Teburashi con la carretilla que cargaba el cuerpo del Mazo.

Recorrieron las calles tortuosas del barrio del Nidal, con las ruedas de la carretilla traqueteando en el suelo. En algunas esquinas y plazuelas vislumbraron sombras furtivas, tal vez ladrones que, al ver a un grupo tan numeroso y bien armado, desistieron de cualquier mala intención.

Por fin llegaron ante el templo de Rimom, una pagoda de madera pegada a una de las crestas verticales que subían hacia el distrito del Nido. Las esquinas de los tres tejados estaban vigiladas por gárgolas grotescas que, bañadas en el tenue resplandor violáceo de la noche, parecían mirarlos con severidad. Agmadán -siempre contestando a una pregunta de Ziyamles explicó que el templo lo habían sufragado inmigrantes Ainari y por ese motivo lo habían construido con el estilo arquitectónico de su tierra.

La puerta estaba cerrada. Si había candado, se encontraba en el interior.

– ¿Un santuario del sueño no debería estar abierto de noche? -preguntó Antea.

– Hoy no es día propicio para las consultas -contestó Agmadán.