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– Mejor así -dijo Ziyam-. Niña, abre la puerta.

– ¿Cómo? -preguntó Ariel.

– Usa lo que ya sabes.

– ¡Zemal no es una vulgar ganzúa! ¡Es un deshonor utilizarla para abrir una puerta!

– ¿Quién te ha enseñado a hablar así? -preguntó su madre-. Eres una cría. Tú no entiendes de honor. Haz lo que te mandan.

– ¿Ha dicho Zemal? -preguntó Agmadán.

– Silencio, Narakí -le ordenó Antea, imitando con los dedos el corte de unas tijeras a la altura de la entrepierna.

Ariel se quitó la capa y descolgó de su espalda el tahalí al que había enganchado la vaina. Mientras lo hacía, su mirada se cruzó con la de Neerya. Volvió a sentirse culpable, pero la cortesana le sonrió. Fue sólo un segundo, un gesto clandestino que, sin embargo, la reconfortó, como si Neerya le dijera: Confío en ti.

Ariel aferró con la mano izquierda la vaina y con la derecha la empuñadura de Zemal. Después respiró hondo, muy hondo, y tiró de ella.

A la luz de la hoja vio el gesto de asombro de Agmadán. Sin embargo, Neerya no parecía tan sorprendida de que Ariel pudiera empuñar el arma sin morir fulminada. La niña recordó que, cuando se conocieron, la cortesana la miró con ojos penetrantes y le dijo: «Hay en ti más de lo que parece a simple vista». Después había añadido «y también menos», pero eso Ariel tendía a olvidarlo, ya que no le sonaba tan halagador y además no entendía qué podía significar.

Todos se apartaron de ella, sabedores de que un simple roce con el filo del arma podía rebanarles un dedo. Ariel dudó un momento, sosteniendo la vaina de cuero en la zurda y la espada en la diestra. No se atrevía a manejarla con una sola mano. Por fin, se acercó a Neerya y, apartando la punta de Zemal lo más posible, le tendió la funda.

– ¿Me la guardas, por favor?

Ella volvió a sonreír e hizo ademán de cogerla, pero su madre fue más rápida y se adelantó.

– Me la quedaré yo, si no te importa, querida -dijo, mirando a Neerya con una intensidad que a Ariel no le gustó nada.

¿Por qué la odia, si es buena?, se preguntó ingenuamente.

Empuñando el arma con ambas manos, Ariel acercó la punta a la puerta. Volvió a respirar hondo y luego empujó un poco. Sin que notara resistencia alguna, la espada penetró limpiamente y unas volutas de humo se levantaron de los bordes de la hendidura recién abierta.

Con sumo cuidado, como un arquitecto que diseñara unos planos, Ariel dibujó un gran óvalo con la espada. Cuando terminó, retiró el arma. El corte había sido tan limpio y suave que la pieza de madera seguía en su sitio.

– ¡Vamos allá! -dijo Antea.

Sin la menor contemplación, dio una patada y el óvalo serrado cayó al interior del templo. Después entró agachándose y blandiendo su propia espada en posición de ataque. Tres Teburashi la siguieron.

Dentro se oyeron voces, unos cuantos golpes sordos y dos gritos que al instante se convirtieron en estertores ahogados. Pasado un breve rato, Antea asomó la cabeza por la puerta y dijo:

– Despejado.

Tríane le devolvió a su hija la funda, y Ariel envainó la hoja y volvió a colgársela a la espalda. Al entrar al templo vio dos cuerpos tendidos en el suelo sobre sendos charcos de sangre que empezaban a mezclarse en uno solo. Eran un hombre de unos cincuenta años y un chico que no debía ser mucho mayor que la propia Ariel.

– Esto es un sacrilegio -dijo Agmadán-. Declaro ante los dioses que yo no tengo nada que ver con esto y que no estoy obrando por propia voluntad.

– A los dioses les importa un comino lo que digas o hagas o incluso tu mera existencia -dijo Tríane-. Pronto lo comprenderás.

A Ariel la escandalizaron las palabras de su madre. Jamás en la cueva la había oído hablar en ese tono contra los dioses, y de hecho siempre le había dicho que debía temerlos y respetarlos. ¿Por qué parecía haber cambiado de opinión?

A la derecha, tal como había explicado Ziyam, se hallaba el boquete circular que daba acceso al sanctasanctórum. Estaba a un metro del suelo, de modo que tendrían que hacer algunas contorsiones para entrar.

– Vosotras quedaos aquí con el Narakí -ordenó Ziyam a tres de las Teburashi-. Por el momento no nos será necesario, pero si intenta huir o simplemente se pasa de listo, convertidlo en filetes de cerdo.

Por si Agmadán no lo había entendido, repitió las órdenes en su versión del Ritión, que no sonaba demasiado académica, pero sí contundente. El politarca suspiró aliviado, pero añadió, señalando a Neerya:

– Ella tampoco os hace falta, y es mía. Dejadla aquí.

– Qué extraño país, donde un varón puede decir que una mujer es suya sin que le corten los testículos en el acto -dijo Antea, acercando la punta ensangrentada de su espada a las ingles de Agmadán-. Aunque todo tiene remedio.

Por su parte, Ziyam enarcó una ceja y, con gesto burlón, preguntó a la cortesana:

– ¿Tú te consideras suya?

– Yo no soy de nadie -respondió Neerya, mirando desafiante a Agmadán-. Pero hice un juramento.

– ¿Que te obliga a estar con él?

Neerya asintió. Ziyam desenvainó un estilete y lo acercó al cuello de la cortesana. ¡La va a matar como mató al Mazo!, se alarmó Ariel.

– Esto es un caso de fuerza mayor -dijo la reina, punzando ligeramente junto a la yugular de Neerya-. O vienes con nosotras o mueres aquí mismo. Creo que eso te exime momentáneamente de tu juramento. ¿Estás de acuerdo?

Neerya miró a Ziyam a los ojos con gesto desafiante, pero volvió a asentir.

– Iré con vosotras.

Ziyam se apartó y volvió a guardar el estilete en su estrecha vaina.

– Todo arreglado. -Cambiando de nuevo al idioma de Atagaira y señalando a la carretilla, ordenó a las tres Teburashi-: Cuidad bien de eso.

Ariel comprendió que con «eso» se refería al cuerpo del Mazo.

– ¡No puedes dejarlo aquí dentro de esa caja!

Antea la tomó por los hombros, la apartó un poco y se agachó junto a ella.

– Mis guerreras han hecho un gran esfuerzo cargando con él desde Atagaira y Malabashi, a un mundo de distancia. Pero ahora es casi imposible pasarlo por ese agujero. Aquí no le va a ocurrir nada, Ariel.

– ¿Me lo prometes?

– No te lo puedo prometer, porque no depende de mí. Pero si la dragona ha tenido a bien mantener incorrupto su cuerpo, seguro que es porque guarda algún designio para él. Confía en tu señora Iluanka -añadió, acariciando el tatuaje de la niña.

Tras su breve plática con Ariel, Antea se encaramó a la abertura circular y volvió a entrar la primera, retorciéndose con una flexibilidad insospechada en una mujer tan alta y ancha de hombros. Después la siguieron las otras cinco Teburashi, y Ariel, Ziyam y Tríane.

El corazón del santuario era una especie de cúpula natural, más pequeña que la cueva de Gurgdar. Las paredes estaban encaladas y llenas de nichos en los que ardían cientos de velas, y del techo colgaban las raíces de un árbol.

La oniromante estaba sentada en un taburete. Vestía una túnica extravagante que mezclaba todos los colores del arco iris y algunos más, y tenía la cabeza rapada y llena de tatuajes rojos y azules.

– ¿Qué venís a buscar al templo de los sueños? -preguntó en Ritión-. Para consultar a los dioses no hace falta recurrir a la violencia.

– De aquí parte un túnel que baja a las profundidades de la tierra -dijo Ziyam-. ¿Dónde está, bruja?

– Tampoco es necesario faltar al respeto a los sirvientes de los dioses.

– Eres una hembra mortal y no mereces el respeto de una Atagaira. ¡Contesta a mi pregunta y no tientes mi paciencia!

– Esta cueva no tiene otra entrada o salida que la que habéis visto.

La madre de Ariel se acercó también a la sacerdotisa.

– Eso no es posible. Nosotros venimos a despertar al Durmiente. Debes revelarnos cómo llegar hasta él.

La mujer abrió los ojos con espanto.

– ¿Despertar al Durmiente? Locas son quienes quieren invocar al padre de toda locura. ¡Marchaos de aquí por vuestro propio bien!