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– ¿Me defenderás con esa espada?

Se lo había preguntado en un idioma que no era Ritión ni el de las Atagairas. Ariel, que comprendía todos los lenguajes sin saber por qué – aunque empezaba a sospechar que era un don heredado de su madre-, tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba hablando en Pashkriri.

– Se la voy a devolver -respondió, como si Neerya le hubiera echado algo en cara.

– Ojalá tengas ocasión. -Neerya se agachó un poco y susurró-: Va a pasar algo terrible. Te suplico que no uses más a Zemal.

– ¡Silencio, ramera de lujo!

Ariel se volvió. Su madre estaba detrás de ellas y también había hablado en Pashkriri.

– Puedes estar segura de que a ti sí te ocurrirá algo terrible si vuelves a dirigirte a mi hija -añadió Tríane, empujando a Ariel para apartarla-. Recuerda a quién tienes que obedecer y ser fiel -le dijo a ella en otro idioma que tampoco era Pashkriri, sino el que hablaba con Ariel cuando era más pequeña. Derguín lo llamaba «Arcano».

– Sí, madre -contestó Ariel. ¿Cómo podía ser fiel a su madre, y también a su padre, y a la vez evitar que Neerya sufriera daño? ¿Por qué la vida tenía que presentarle disyuntivas que era incapaz de resolver?

La luz no había dejado de crecer. Por fin salieron del túnel y se encontraron en una gran sala que, después de tantas horas caminando entre angostas paredes, se les antojó tan espaciosa como la bóveda del cielo.

Ariel tardó unos segundos en darse cuenta de que lo que estaba viendo era una cúpula achatada de más de cincuenta metros de diámetro. El resplandor provenía de cientos de nervaduras blancas de un palmo de ancho que subían como radios por las paredes hasta unirse en el centro, a unos quince metros de altura.

Era precisamente el centro lo que atraía las miradas de todas.

– Ahí aguarda el Durmiente -susurró Ziyam.

durmiente miente dur el dur aguarda guarda miente

Las palabras de la reina habían despertado extraños ecos, voces que no eran la suya y que se mezclaban en ritmos desconcertantes. Esas voces, aunque rebotaban en todas partes, parecían provenir del centro y se clavaban en los oídos como un cristal rayando una pizarra.

– Va a ocurrir algo muy malo -repitió Neerya.

– Estoy de acuerdo contigo, mujer -murmuró una de las Atagairas.

PASONORTE

Mikhon Tiq estaba sorprendido y, en cierto modo, embelesado. Un par de horas antes había utilizado sus poderes para algo insospechado. ¡Había atisbado el origen de la vida! Según las teorías de filósofos y médicos, cuando la semilla de un varón fecundaba el vientre de una mujer, tomaba la forma de un homúnculo, un ser humano en miniatura, prácticamente con las mismas proporciones que un adulto. Muchos de esos autores, como Arkhómenor o Iluhaspur, aseveraban además que la hembra era un simple receptáculo, aduciendo como argumento la frase ritual con que los padres Ritiones ofrecían a sus hijas en los esponsales: «Te entrego a esta mujer para que siembres en ella hijos legítimos». Por supuesto, tales autores obviaban la cuestión del parecido que suele existir entre hijos y madres.

Cuando la joven vino a consultarle, Mikhon Tiq recurrió a sus sentidos de Kalagorinor y «vio» en el interior de su vientre algo que no parecía un ser humano, sino más bien una mezcla entre pez y renacuajo, con dos ojos diminutos e inexpresivos como los de una gamba. Sin embargo, también había captado que todo iba bien, que aquella criatura estaba sana y no era ningún monstruo que fuese a nacer con aletas o cola de pescado.

Y le latía el corazón. El mismo corazón que a Mikhon Tiq se le había parado cuando Linar lo ahorcó de aquel pino.

Cavilando sobre su visión, Mikhon Tiq caminó sin rumbo. Su paseo lo llevó hasta la taberna de Gavilán. Los soldados contaban que Derguín había organizado una buena pelea en ella, aunque Mikhon Tiq sospechaba que más bien se habría visto involucrado contra su voluntad: su amigo nunca había sido proclive a montar broncas. Ahora el local -el solar, más bien- estaba desierto, con las mesas recogidas. Nadie lo vigilaba. Gavilán había grabado su nombre con hierros candentes en todas las mesas y las sillas, y ni el más insensato se habría atrevido a robarle ni tan sólo un mueble.

Allí estaba Derguín, sentado en el suelo ante la estatua de Anfiún.

Sin decir nada, Mikhon Tiq se acercó a la imagen del dios y apoyó la mano en ella. Aparentemente, era madera. Pero transmitía una extraña vibración a su palma, similar a la que notaba al acariciar la vara que le había arrebatado a Ulma Tor. ¿Sería también de materia transmutable? Sintió la tentación de pronunciar la palabra «bronce» o «mármol» para comprobar si la escultura se metamorfoseaba, pero prefirió no hacerlo delante de Derguín.

Había cosas que Derguín no debía saber. Ni ahora ni, tal vez, nunca. ¿Cómo les había dicho Linar en aquella ocasión?

«Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas.»

Derguín ya había atisbado las sombras y se había enfrentado a ellas. Pero ¿estaría preparado para afrontar que las más tenebrosas anidaban en el corazón de su mejor amigo?

– ¿No duermes, Derguín?

– ¿Dormir? ¿Qué es eso?

Mikhon Tiq se sentó a su lado, descansando cada pie encima de la rodilla contraria.

– Nunca he conseguido hacer eso -dijo Derguín.

– Este truco es mío, no me lo enseñó Linar. Siempre he sido muy flexible.

Como un junco. Y como un junco tendré que inclinarme ante la tormenta, pues si intento ser de hierro me partiré en dos.

– Dime, Mikha, ¿a ti también te he decepcionado?

Mikhon Tiq captó la amargura en la voz de su amigo. Era una de esas noches en que uno se siente como un jarrón roto y necesita que alguien recoja sus pedacitos del suelo, los pegue y vuelva a poner el jarrón de pie en su peana.

– Dicen por ahí que la fiesta de la taberna ha estado muy animada – aventuró.

– No te haces idea.

– Me la haré si me lo cuentas. Vamos.

Tras unos momentos de duda, Derguín se desahogó y le relató todo lo que había ocurrido en las últimas horas. Se le veía realmente abatido. Estaba convencido de que había defraudado a Baoyim y a Kybes, y también a Gavilán y a una camarera a la que no conocía pero que, al parecer, lo admiraba.

Y, sobre todo, se arrepentía de haber desilusionado a Kratos.

– Por eso te preguntaba a ti. Si no te decepciono pronto, seguro que te sentirás decepcionado. Bonito retruécano, ¿verdad?

Mikhon Tiq rodeó el hombro de Derguín con el brazo y lo atrajo hacia sí.

– Nunca me has decepcionado, Derguín. Desde que impediste que violaran a esa chica en la cacería secreta, supe que siempre serías un héroe para mí.

– Un héroe que se dedica a apalizar borrachos.

– Concedamos, al menos, que apalizar a veinte borrachos no es una proeza al alcance de todo el mundo. Sobre todo si son curtidos mercenarios.

Derguín soltó una carcajada.

– Eso es cierto.

– ¿No has comido ni bebido nada después de la aceleración?

– Un poco, pero lo vomité. Ahora me duele todo el cuerpo, pero me temo que no es por los golpes, sino por la Tahitéi.

– Por eso mismo deberías dormir.

– No puedo pegar ojo. No… No dejo de pensar que he fracasado. Eso me atormenta.

– No digas eso. Te exiges demasiado.

– Soy… Era el Zemalnit. Un veterano al que respeto me dijo que ya no soy una persona, sino un símbolo. Que debo ser sublime en todo momento.

– Nos resulta muy fácil exigir a los demás que sean sublimes, porque siempre esperamos de los otros más de lo que deberíamos. Pero todos somos iguales. Simples mortales, humanos.