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En ese momento, oyeron un ruido que los sobresaltó, una mezcla de graznido de cuervo y rugido de león. Ambos rompieron su abrazo y se asomaron a las almenas de la parte norte.

Una sombra enorme pasó volando a unos veinte metros del torreón, tan cerca que el viento provocado por su aleteo les rozó la cara.

– ¡Un terón! -exclamó Aidé, entusiasmada. Una de aquellas bestias aladas había anidado en las rocas de Mígranz durante años. Su desaparición había sido uno de los presagios que movió a la Horda Roja a trasladarse al sur-. ¡Es una buena señal!

Kratos no estaba tan seguro. Había dos figuras humanas a horcajadas sobre la espalda del terón. Una de ellas portaba una luz verde. Supo que era Mikhon Tiq y que el resplandor procedía de las esmeraldas de su bastón, y sospechó que el otro debía de ser Derguín. Ya no le podría pedir perdón. Para cuando se vieran de nuevo, si es que volvían a encontrarse, tal vez ya sería demasiado tarde.

BAJO LA BAHÍA DE NARAK

Ahora que se hallaba delante de la presencia que la había invocado a más de mil kilómetros de distancia, la máscara ya no era necesaria. Ziyam la soltó. La careta resbaló por su pierna y se quedó de pie, equilibrada de una forma imposible sobre el vértice que formaba la barbilla, como si en lugar de aire la rodeara una espesa jalea.

En el centro había un cilindro de basalto negro de seis metros de altura. De él provenía la voz, una voz que al salir se quebraba como la luz al atravesar un prisma y se convertía en un coro discordante. Pero Ziyam sabía que sólo había una voluntad detrás. La voluntad que podía dárselo todo, deseos que anhelaba y otros que ni siquiera había concebido hasta entonces.

– Vengo a ti, señor -susurró-. Vengo a ti para cobrar mi recompensa.

llega sueño largos señor despiértame a ti eterna años ah reparación ha sido la hora mi pesadilla mi recomcomcompensa

Las palabras le llegaban en oleadas confusas, y las de la propia Ziyam se mezclaban con las que provenían del cilindro negro. Oyó un desagradable gorgoteo. Al volverse vio que Irundhil, una de las Teburashi, había caído de rodillas para vomitar. Las demás mujeres estaban tan pálidas como ella y algunas se llevaban las manos a la boca para contener las arcadas.

Todo ondulaba a su alrededor. En el barco que las llevó a Narak varias de ellas se habían mareado, y Ziyam misma había sentido naúseas cuando la mar se picaba y la nave empezaba a zarandearse.

Ahora era la cúpula entera la que oscilaba. No como el barco, que se movía como un solo bloque rígido siguiendo el compás de las olas. Aquí era el propio suelo el que parecía formar olas que se contagiaban al aire, como espejismos de calor en la llanura de Malabashi. Se veían y no se veían, pero sobre todo se sentían en el estómago y en los oídos.

– Pídeme lo que quieras, majestad, menos eso.

Ziyam se volvió hacia la jefa de sus Teburashi.

– Acompáñame, Antea.

Reparó entonces en que había oído la respuesta antes de expresar la orden. ¿Y si no lo hubiera hecho, qué habría pasado, si la respuesta ya se la había ofrecido Antea con cara de pavor? Ahora fue Ziyam quien sufrió una arcada, víctima del vértigo temporal. Se tapó la boca para retener en ella aquel flujo ácido y lo volvió a tragar, quemándose la garganta.

– ¿Quién está hablando? -preguntó Ariel. ¿Por qué lo preguntaba, si nadie había dicho…

Se cuenta que Tubilok fue encerrado de la siguiente manera: Tarimán lo arrojó a un pozo de roca fundida, y después ordenó a Belistar, el viento del Norte, que enfriara la lava con su aliento. La lava se solidificó alrededor de Tubilok, que quedó apresado en el corazón de la roca.

… nada?

Ziyam se volvió a los lados, desconcertada por aquella voz de hombre que no había escuchado en su vida. Los radios de luz que convergían hacia el centro de la cúpula eran líneas rectas y a la vez curvas que sin cruzarse se

anudaban.

No pudo aguantar más y se inclinó para vomitar. Hacía tantas horas que no probaba bocado que sólo devolvió una agüilla amarga mezclada con gotas de sangre.

– ¿Quién está hablando?

La pregunta ya la había oído antes. Había sido la niña, pero cuando la escuchó Ziyam pensó: No está hablando nadie.

– Linar. Fue Linar quien dijo eso.

Ahora era Tríane, la maldita Tríane, la maldita madre de la maldita niña, la que había hablado. ¿Linar? ¿Quién era Linar?

– La roca. La roca.

Ziyam estaba caminando hacia el cilindro negro, pero cada vez parecía alejarse más.

– ¡La roca!

Ziyam dio un respingo. Hacía un instante Tríane se encontraba unos metros detrás de ella, junto a Ariel, pero de pronto estaba agarrándola por la cintura y gritándole algo al oído. Y ella todavía no había empezado a caminar.

– ¡El cilindro negro es la roca fundida! ¡Hay que sacarlo de ahí para acabar con esta locura!

Ziyam se encontró caminando otra vez, en el mismo punto en que se hallaba cuando Tríane le gritó: «¡La roca!»

El cilindro no era lo único que había en el centro de la cripta. Algo había aparecido a su alrededor, o tal vez estaba ya antes, si es que «antes» y «después» significaban algo en aquel lugar. Ziyam ya no lo sabía, sólo sentía que dentro de su cabeza tenía un trapo mojado que no dejaba de hincharse y apretarle contra los huesos del cráneo.

Ese «algo» eran unas extrañas cintas que se revolvían en círculos alrededor del cilindro, unas bandas violetas, o de un tono que recordaba al violeta sin serlo. Un color que no era de este mundo y que proyectaba luces fantasmagóricas, del mismo modo que tampoco era de este mundo la geometría de aquellas cintas que se anudaban y desanudaban en lazos y planos imposibles. ¿Cómo podía una cosa estar delante y detrás al mismo tiempo?

Olía a carne quemada. Las cintas formaron un dibujo en cruz y se lanzaron al rostro de Ziyam. De pronto sintió un dolor lacerante en la mejilla y chilló. Se tocó la cara. Allí estaba de nuevo la cicatriz, con sus bordes rugosos y purulentos.

– ¡No, no! -sollozó-. ¿Por qué me haces esto?

Siguió avanzando, dejando detrás o delante el recuerdo del hierro candente, con el rostro intacto un segundo y quemado al segundo siguiente.

Miró atrás. Las demás mujeres estaban a unos quince pasos, que se le habían hecho largos y eternos como un sueño. Ya le quedaba menos para llegar al centro.

sueño ¿sueño? sueño tendrás despiértame

Cada vez le costaba más mover las piernas. En las montañas de Atagaira había experimentado algo similar, cuando soplaban ventiscas tan fuertes que por más que intentaba avanzar prácticamente se quedaba clavada en el sitio. Pero aquí era distinto. No sentía aire soplando en su cara. Era más bien como si el suelo se empinara ante ella, aunque sus ojos le decían que era llano.

De niña, su hermana Tylse le regaló dos piedras negras que poseían magia, dos imanes que se atraían cuando los acercaba. Pero si ponía uno de ellos al revés y trataba de juntarlos notaba una extraña fuerza que los repelía, como si el aire entre las piedras se volviera sólido.

Era lo mismo que le ocurría ahora. Ella era uno de los imanes. El otro se encontraba en el centro del remolino de cintas violetas y no violetas. Cuanto más se acercaba, más fuerte era la repulsión.

Debo llegar, debo llegar…

Tenía el cuerpo empapado en sudor y sentía calambres en las piernas. Los últimos dos pasos habían sido como escalar un acantilado.

– No lo intentes. No podrás hacerlo.

Se volvió a su derecha. Allí estaba Tríane, a su lado, y también las demás mujeres. El cilindro volvía a encontrarse muy lejos, en el mismo lugar donde había estado o iba a estar.

– Ya lo he intentado y no he podido -respondió.

Tríane la miró con gesto de perplejidad.