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– Es cierto, ya lo has intentado -reconoció.

Siguió un diálogo absurdo que aún le provocó más náuseas temporales. Las guerreras rogaron a su reina que no les ordenara acercarse a aquel cilindro custodiado por demonios flotantes, pero ella no se lo había pedido todavía. Tríane le dijo que ella tampoco podía hacerlo, que había poderosos encantamientos que le impedían traspasar las cintas de color alienígena.

– Debe hacerlo mi hija.

– Antea, lleva a tus guerreras al centro. -Ahora sí se lo he pedido.

– Ella tiene la Espada de Fuego. Sólo Zemal puede…

– Es cierto, ya lo has intentado.

– Tríane, inténtalo tú entonces.

Las preguntas y las respuestas se mezclaban como cartas barajadas. Olía a vómito, y luego a más vómito, y a carne quemada y a hierro al rojo vivo.

– ¡Me va a estallar la cabeza! -gritó Neerya, de rodillas y apretándose las sienes. Irundhil estaba tumbada en el suelo, expulsando una repugnante baba verde por la boca y agitando las piernas como si sufriera un ataque del mal sagrado.

– ¡BASTA!

El aire olía a ozono ahora. Ariel había desenvainado la Espada de Fuego y la sostenía ante sí, aferrándola con ambas manos y rechinando los dientes.

Ariel ya no resistía esa locura. Era como si le hubieran levantado la tapa del cráneo y un cocinero loco removiera sus sesos con una cucharilla.

Pero al empuñar a Zemal todo pareció calmarse. Las imágenes dejaron de vibrar y mezclarse, y los sonidos se centraron alrededor del zumbido de la hoja.

– Debes ser tú, hija -le estaba diciendo Tríane.

– No quiero, madre. Tengo miedo.

– No va a pasar nada. Cuando esto termine, le devolverás a Derguín Gorión su arma, y le enseñarás a su amigo con vida.

– ¿Cómo lo sabes? No hemos traído al Mazo. ¿Y si esa mujer nos está engañando?

– Ya has visto que en este lugar actúan extraños poderes. Nada es imposible cuando el mismo tiempo puede cambiar de dirección y volver atrás. ¡Ve, hija!

Ariel cerró los ojos y respiró hondo. Cuando su padre practicaba las Inimyas, las series que debe dominar un maestro de la espada, ella lo observaba a hurtadillas e imitaba sus maniobras con el palo de una escoba. Ahora, para darse valor, recitó la invocación a Taniar con la que se empezaba la primera serie de maestría.

– ¡Oh, diosa roja de la sangre, hermosa llama de los cielos, revélame tus secretos movimientos para que el aire silbe y ensordezca a mis enemigos y para que mi kisha sea cegadora como el relámpago de…!

Unas uñas pellizcaron su hombro. Era su madre, con gesto de terror.

– ¡No menciones ese nombre aquí delante de él! Ahora, ve hacia allá – añadió, señalando al cilindro de basalto-. ¡Ánimo!

Con mucha cautela, poniendo un pie delante de otro como una funambulista, Ariel empezó a caminar hacia el centro de la cúpula.

No había avanzado muchos metros cuando notó una extraña resistencia, como si el aire se hubiera vuelto sólido o estuviera lleno de minúsculas manos que la empujaran hacia atrás. Pero levantó con más decisión la Espada de Fuego y apretó la empuñadura.

– ¡Zemal, concédeme tu poder! ¡En nombre de mi padre, el legítimo Zemalnit, ábreme paso!

La luz de la hoja se hizo más intensa. Las chispas azuladas adquirieron un tono violeta tan extraño como el de las cintas que ondulaban alrededor del cilindro negro. A ambos lados de la Espada de Fuego se formó un ángulo de paredes brillantes, más allá de las cuales el aire chisporroteaba y espumeaba como agua hirviendo. Ariel apretó los dientes y siguió caminando, ahora sin encontrar resistencia. Zemal era la quilla de un barco abriendo las olas y ella la timonel.

– En verdad te digo que eres valiente, niña.

Se volvió a su izquierda. Caminando casi pegada a su espalda venía Ziyam, incapaz de resistir la llamada del cilindro negro. Todas las demás se habían quedado atrás, acurrucadas unas contra otras, como si la cercanía física les brindara algún consuelo. Irundhil había dejado de moverse. ¿Se habría dormido de pura fatiga o estaría muerta?

– Mira adelante, Ariel -le dijo Ziyam-. Él está impaciente.

– Ya no le oigo. Qué dice.

– Que vayamos a liberarle.

Ya habían llegado ante las cintas que giraban y se revolvían en el aire. A ratos parecían planas y un instante después adquirían volumen, como enormes gusanos flotantes que se devoraban y engendraban constantemente a partir de bocas y orificios por los que durante fracciones de segundo se entreveían lugares que no podían estar allí, ventanas abiertas a firmamentos de colores imposibles.

Ariel volvió a mirar a Ziyam. Los dientes y las córneas de la Atagaira resplandecían con una fantasmal luz blanca.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Ariel-. ¿Qué nos van a hacer esas cintas?

– Él dice que no ocurrirá nada. ¡Ten valor!

Algo no estaba bien, algo no funcionaba como debía. Ariel notaba que en su interior se removían órganos de los que nunca había sido consciente. Sus pies habían dejado de tocar el suelo. Aun así, siguió avanzando, empujando contra un vacío sólido, y giró un poco las muñecas para proyectar la punta de la espada lo más lejos posible de su cuerpo.

La empuñadura de Zemal se iluminó y por un instante la diminuta cabeza del pomo cobró vida y movió los labios, aunque la vocecilla que brotó de ellos era tan aguda que Ariel sólo la percibió como un zumbido ininteligible. Ya se hallaban a un paso del círculo de cintas, o tal vez dentro. Era complicado saberlo, pues las distancias cambiaban y ondulaban sin cesar.

La hoja de Zemal vibró con tal violencia que Ariel se sobresaltó y estuvo a punto de soltar el arma. Pero no habría podido, porque esa misma corriente contrajo sus dedos, agarrotándolos sobre la empuñadura, y después se transmitió hasta sus dientes, de los que saltaron unas chispas que le quemaron los labios y dejaron un extraño sabor salado en su lengua.

Las cintas que giraban a toda velocidad se quedaron congeladas en el aire durante unos segundos. Después empezaron a moverse en sentido inverso, a absorberse unas a otras de una manera imposible, hasta que al final sólo quedó una, tan larga y gruesa como Lorbográn, el dragón de río que a veces la visitaba en su cueva. Y aquella serpiente abrió una boca de una geometría imposible y en un santiamén se devoró a sí misma y desapareció.

– ¡Hemos acabado con el embrujo! -dijo Ziyam-. ¡El arma de Tarimán ha vencido a los encantamientos de Tarimán!

Ante ellas sólo se alzaba el cilindro de basalto. Ahora que la barrera de las cintas había desaparecido, Ariel percibió con claridad algo que emanaba de la piedra. No podía definir qué era, pero no le gustaba. Era como un olor que no se llega a captar, o como un sonido en el umbral de la percepción. Pero dejaba el inquietante eco de un hedor a podrido y un chirrido ensordecedor.

– ¿Qué debo hacer ahora?

– Acerca la espada a la piedra.

– ¿Resucitarás al Mazo?

– ¡Te lo juro por el Durmiente! ¡Haz como te digo!

Al posar la punta de Zemal en el cilindro, su hoja se convirtió en una fuente de fuego líquido. Llamas y chispas cegadoras fluían desde la empuñadura hasta la punta y se hundían en la piedra negra. El basalto empezó a calentarse y se formó un círculo rojo que se extendió paulatinamente. Ariel volvió a sentir la vibración en la empuñadura, ahora con una frecuencia más lenta, pero las sacudidas eran tan fuertes que apenas las podía controlar con sus pequeños músculos. Los antebrazos se le agarrotaron y los dedos le dolían de soportar aquel temblor.

El calor empezaba a ser insoportable. Ariel estiró los brazos todo lo posible y apartó el rostro a un lado. Ziyam tenía la cara roja, o tal vez era el reflejo de la piedra fundiéndose, y sus cejas humeaban. Ariel sospechó que a ella le estaba pasando lo mismo, lo que explicaba el olor a pelo quemado que se mezclaba con el ozono de la hoja ardiente.