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– ¡Ya es suficiente! -dijo Ziyam, tirando de sus hombros para apartarla.

Ariel no se resistió. Si seguía allí unos segundos más, su cabellera se convertiría en una tea encendida. Retrocedieron las dos, con pequeños pasos, sin atreverse a dar la espalda al cilindro.

Toda la piedra estaba al rojo y por su superficie empezaban a caer enormes goterones fundidos. El chirrido que había intuido Ariel se hizo audible, tan penetrante como un berbiquí taladrando sus oídos. Oyó un plop dentro de su cabeza y notó cómo algo cálido le goteaba por el oído derecho.

– ¡Más atrás, más atrás! -dijo Ziyam. Borradas sus cejas, los ojos de la Atagaira parecían aún más grandes. Siguieron apartándose del centro de la cúpula, hasta llegar de vuelta con las demás mujeres.

En el cilindro ahora rojo se abrió una red de grietas por las que brotaron haces de luz mucho más intensa que la que alumbraba la cúpula.

– Protégeme, Zemal -rezó Ariel. Sus dedos estaban tan agarrotados sobre la empuñadura que parecían haber echado raíces en ella-. Soy la hija de tu dueño. ¡No me dejes morir!

Las grietas se ensancharon, los haces de luz dibujaron un laberinto de líneas quebradas en la cúpula.

Y el cilindro estalló.

Fue una explosión extraña, tan ajena a cualquier comportamiento lógico como todo lo que había ocurrido en aquella cripta milenaria. El cilindro se abrió en varios fragmentos que volaron disparados en todas direcciones, pero apenas una fracción de segundo después quedaron congelados en el aire, dejando a la vista un óvalo de resplandor tan cegador como un sol en miniatura.

Se hizo un silencio sobrecogedor, innatural, como si un pozo de vacío hubiera absorbido todo silencio, como si unas ventosas invisibles tiraran de los tímpanos hacia fuera.

– Creo que es mejor tirarse al suelo -dijo Tríane.

Su susurro fue una piedra rompiendo la quietud del estanque. Un segundo después, Antea rugió:

– ¡Cuerpo a tierra!

La imagen congelada se animó de repente. Con un ensordecedor estallido, los trozos de roca ardiente suspendidos en el aire salieron disparados hacia el exterior de la cúpula a una velocidad inconcebible, entre chispas y silbidos de aire.

Ariel no reaccionó a tiempo. Una piedra incandescente del tamaño de una sandía, suficiente para arrancarle la cabeza de cuajo, voló directa hacia su rostro cinco veces más rápida que la flecha de una ballesta.

Zemal debió haber escuchado su plegaria. Por sí misma o porque la niña la levantó por instinto, su hoja se interpuso en la trayectoria del proyectil. La roca se partió limpiamente al chocar con el filo y los dos fragmentos se abrieron en trayectorias divergentes. Ariel, que había cerrado los ojos, notó un zumbido caliente junto a sus oídos.

Pero sobrevivió.

Cuando abrió los párpados, comprobó que no todo el mundo había tenido tanta suerte. Había dos cuerpos boca arriba inmóviles, uno de ellos decapitado y el otro partido en dos. ¿Quiénes serían?

Que no sean Neerya ni mi madre, rezó, y al momento se arrepintió de haber puesto por delante a la cortesana. Pero aquel ruego le había brotado del corazón.

– Guarda la Espada de Fuego.

¡Neerya! Era ella quien le había susurrado al oído. Ariel se volvió para abrazarla, pero la joven la agarró por los hombros, la apartó y dijo con voz apresurada:

– Escóndela bien si quieres salir de aquí con vida. ¡Vamos!

Sin pensárselo, Ariel obedeció la orden de Neerya y volvió a colgarse a Zemal a la espalda. Mientras, la cortesana se puso delante de ella, tapándola con su cuerpo.

– No mires siquiera.

Su madre, Ziyam y Antea ya se habían levantado. Los cadáveres pertenecían a dos de las Teburashi. Una de ellas era Irundhil. O bien una roca la había destrozado cuando seguía tumbada en el suelo, o había tenido la mala suerte de recobrarse de su ataque y levantarse en el momento más inoportuno.

Pese a la orden de Neerya, Ariel se asomó por detrás de su espalda y miró hacia el centro de la cúpula. Donde antes se hallaba el cilindro ahora se alzaba una estatua metálica de tres metros de altura, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ariel, que había visto los restos de Gankru, el demonio al que destruyó Derguín, pensó que aquella escultura era similar.

No era ninguna escultura. Ni tampoco un demonio como Gankru. Cuando abrió los brazos, Ariel pudo ver que eran dos y no cuatro, rematados en manos que habrían podido parecer humanas de no ser metálicas y de dedos aguzados como garras.

– El Durmiente ha despertado -musitó Tríane, cayendo de rodillas.

Todos imitaron a su madre, por propia iniciativa o por no llamar la atención. Ariel también clavó las rodillas en el suelo, siempre detrás de Neerya.

El ser de metal abandonó el centro de la cúpula y se dirigió hacia ellas. Sus pisadas hacían retemblar el suelo y abrían grietas en la piedra, como si caminara sobre un charco helado.

– Dioses del Bardaliut, protegedme -murmuró Neerya. El cuerpo le temblaba como las hojas de un álamo.

La estatua viviente se detuvo a unos pasos de las mujeres arrodilladas. Llevaba una armadura entre plateada y oscura, plagada de crestas y pinchos. O tal vez no era un blindaje sino su cuerpo; resultaba difícil saberlo. En su rostro, si es que era en verdad un rostro, no se apreciaban más rasgos que tres huecos negros, dos donde habrían estado los ojos y otro en el centro de la frente. Coronaban su cabeza tres cuernos que reflejaban la luz con destellos metálicos y se movían como las antenas de un insecto.

Pero eso no era todo. La armadura vibraba y se borraba de la vista como un reflejo inestable en el agua, y dejaba adivinar lo que había debajo. O, sospechó Ariel, lo que una vez hubo.

Dentro de la armadura se entreveía una figura que parecía humana, un hombre muy alto, vestido de blanco, con largos cabellos de plata que le caían sobre los hombros, iluminado por una purísima luz interior. En lugar de tres órbitas vacías tenía dos ojos, azules como el cielo a mediodía, limpios y tranquilizadores.

El hombre les sonrió. Todas ellas sonrieron en respuesta, incluso Ariel.

Pero al mismo tiempo seguía viendo la armadura de metal alternándose en fugaces imágenes con la figura resplandeciente, y notaba el estómago contraído de miedo, como si se hubiera tragado una bola de sal mojada.

– Siete mujeres.

Hablaban dos voces al unísono. Una era dulce y empastada, la otra metálica y plagada de aristas. «Siete mujeres», había dicho. Ariel, agazapada tras Neerya, miró a su alrededor y contó. Su madre, Neerya, Ziyam, Antea y tres guerreras Teburashi. Con ella misma sumaban ocho, no siete. Nunca se le habían dado bien los números, pero no llegaba a ser tan torpe.

A mí no me ha visto, pensó. Pero Neerya no podía taparla tanto, y menos ocultarla de unos ojos que las estaban contemplando desde tres metros de altura.

– Cuantas menos mujeres, mayor la parte de honor. Alguien dijo eso…

El rostro que se transparentaba a ráfagas dentro del casco dudó, tratando de evocar un recuerdo muy lejano.

– Has dormido un largo sueño, mi señor -dijo Tríane.

– Morir, dormir. Dormir, tal vez soñar. Yo soñé que estuve aquí de aquellas cadenas cargado. ¿Quién despertó a Tubilok el Pionero, hermosas damas?

Ariel se agazapó aún más. No pensaba reclamar ningún premio.

Quien sí se incorporó fue Ziyam, que se acercó al que se había denominado a sí mismo «Pionero» con paso cauteloso, casi tímido. Tubilok, que se había estabilizado en su aspecto más humano y reconfortante, se arrodilló junto a ella y le puso ambas manos en la cara, acariciando sus mejillas.

– ¿Quieres compartir el saber y el poder de Tubilok? ¿Quieres comer del fruto de los dioses para que tus ojos se abran y conozcas el bien y el mal?

– ¡Sí, mi señor! -dijo ella con gesto arrobado.

De pronto, Tubilok miró hacia las alturas, como si hubiera escuchado un ruido que a las demás se les escapaba.