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– Cambios -murmuró-. Han convocado una reunión. No invitaron al hada malvada al bautizo, dejaron fuera de la boda a la Discordia. Una conducta impropia de hermanos.

Una extraña sonrisa contrajo sus rasgos, que ya no parecían tan puros, y durante un segundo la imagen fantasmal de un ojo rojo se encendió en su frente.

Se había olvidado de la presencia de Ziyam. La imagen blanca desapareció, tragada de nuevo por la armadura. Los dedos que acariciaban el rostro de la Atagaira se convirtieron en guanteletes terminados en puntas metálicas. El dios se incorporó. Al apartar las manos del rostro de Ziyam dejó diez surcos sangrantes en sus mejillas. La Atagaira se desplomó entre alaridos de dolor.

– Quien dijo que Tubilok es un tirano devorador de regalos y ajeno a la justicia no era él mismo justo.

La armadura andante regresó al centro de la cúpula, haciendo estremecerse de nuevo el suelo. Pero ahora se notaba otro movimiento: toda la bóveda empezaba a subir hacia las alturas.

– Cuando llegue el reino de Tubilok y la puerta que las Moiras cierran se abra, éste no será un mundo compatible con la vida humana. Mas, por el momento, me habéis servido y os recompenso con un consejo.

Se volvió un momento hacia las ocho mujeres -siete para él-. No quedaba nada del hombre resplandeciente, sólo esa armadura que ahora absorbía toda luz, más negra que las mismas tinieblas. Tubilok levantó los brazos hacia la cúpula y sus manos se iluminaron con un fulgor rojo que no presagiaba nada bueno.

– Huid mientras podáis.

BARDALIUT

Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. Los palacios del Bardaliut son inalcanzables. Por esa razón ni tan siquiera el Rey Gris con toda su ciencia pudo llegar a ellos cuando intentó asaltar los cielos en su impía y temeraria guerra contra los dioses.

Muchos autores han elucubrado sobre la ubicación del Bardaliut. Varum Mahal lo sitúa flotando sobre las inhóspitas montañas de Halpiam; Mibiusha asegura que sus palacios proyectan sus sombras sobre las Tierras Antiguas; y Fliantro afirma que sobrevuela el mar de los Sueños. Pero nosotros creemos que buscar el emplazamiento exacto del Bardaliut es tan inútil como tratar de hallar al ebanista que talló el cofre donde Manígulat guarda encerrados a los siete vientos. Pues, por la propia naturaleza volátil del Bardaliut, no está atado a ningún lugar, sino que puede viajar a voluntad allá donde quieran los dioses, y unas veces se encuentra más cerca del suelo y en otras ocasiones se aleja tanto que va más allá incluso del Cinturón de Zenort y alcanza el reino de las tres lunas.

KENIR, Teoría de los orbes celestes, II, 4-5

Por primera vez en siglos, los dioses están reunidos.

«Siglos» no es una palabra que para los Yúgaroi signifique lo mismo que para los humanos. Cuando un ser afronta la perspectiva de la inmortalidad, de un futuro que se extiende como un horizonte plano e ilimitado, cualquier unidad de tiempo carece de significado estable. Los años pueden percibirse como días, los días como siglos, las horas como eones, y eras enteras pueden convertirse en recuerdos tan concentrados como una tarde de verano.

Pero, como sea, los dioses se han reunido. Pues algo les ha hecho percibir que la situación ha cambiado, de tal suerte que han decidido reengancharse al flujo del tiempo.

Allí se encuentran Anurie y Anfiún, Taniar, Himdewom y Eleris, Shirta, Rimom y Pothine, Diazmom, Vanth, Ashine y Dirpiom, y más dioses aún, hasta llegar a treinta. A todos ellos se les han consagrado templos en los reinos y naciones de Tramórea.

Y, por supuesto, preside aquella asamblea el soberano de todos ellos, el gran Manígulat, señor del rayo y del fuego celeste.

En el pasado los Yúgaroi fueron muchos más de treinta. Los humanos los consideran inmortales, pero no se trata del adjetivo más adecuado para ellos. «Duraderos» sería más preciso. Entre ellos mismos pueden destruirse, como así ha ocurrido en el pasado. Hubo otros que perecieron en las guerras contra los humanos, cuando éstos poseían una ciencia lo bastante avanzada como para ser enemigos dignos de tal nombre.

Como fuere, el número de los moradores del Bardaliut se reduce ahora a tres decenas. Podrían haberse reproducido por medios naturales, artificiales o mixtos -«natural» es otro de los conceptos que para ellos ha adquirido un significado brumoso con el tiempo-. Pero no han mostrado interés en ello.

Algunos pensadores, como Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas, creen que los Yúgaroi, los grandes dioses, son eternos en el sentido filosófico; es decir, que no tienen principio ni final y que siempre han existido.

Lo cual no es cierto. Pero los dioses llevan siendo dioses desde hace tanto tiempo que el recuerdo de un tiempo anterior a su apoteosis no acude con facilidad a sus mentes.

De hecho, su memoria no es como la de los mortales. Los dioses almacenan siglos, milenios de recuerdos. Si todos se presentaran sin ser convocados cada vez que un sabor, un sonido, un olor o un pensamiento despertaran una asociación mental, sus cerebros se convertirían en caóticos enjambres de imágenes del pasado.

Entre los humanos, los Numeristas son los que más se han esforzado por encontrar un modo racional de organizar los recuerdos, y gracias a sus trucos mnemotécnicos sorprenden a los profanos. Pero su sistema no deja de ser imperfecto, ya que se basa en cerrar los ojos, imaginarse dentro de una biblioteca y pasear por sus salas y recorrer sus anaqueles buscando los volúmenes que quieren consultar.

Los dioses no imaginan bibliotecas metafóricas. Los dioses poseen bibliotecas reales: minúsculas estancias de metal y otros materiales más extraños incrustadas dentro de sus cabezas y en el mismísimo corazón de sus células, donde cada libro o su equivalente -cada imagen, sonido, pensamiento, textura o sabor- se almacena en un recipiente tan pequeño que dentro de un grano de arena cabrían tantos como granos de arena caben en una playa.

Así pues, los Yúgaroi pueden recordarlo todo, siempre que haya ocurrido, lo hayan almacenado en su biblioteca y no hayan decidido borrarlo por propia voluntad.

Pero remembrar el pasado no es una ocupación que les complazca. Incluso la prodigiosa ciencia que creó sus memorias perfectas está, en cierto modo, olvidada. Las maravillas del Bardaliut funcionan por sí solas, o así lo parece. Los dioses no necesitan pensar en ellas. Si no les queda otro remedio, tan sólo han de entrecerrar los ojos y, con una orden mental, solicitar los conocimientos necesarios a los minúsculos bibliotecarios que albergan en sus cuerpos.

Para esos bibliotecarios y para el resto de los diminutos duendes que viven en simbiosis con ellos, los Yúgaroi utilizan un término antiquísimo: nanos. Hay nanos en su cabeza, en sus músculos, en sus huesos, en el icor que fluye por sus venas, en el corazón de cada una de sus células, en toda la magia que los rodea.

Sólo hay dos de los Yúgaroi que no relegan a las sombras su origen ni reniegan de él. Uno no se halla presente en esta asamblea, ni será bienvenido cuando aparezca -que pronto aparecerá-. El otro sí está, aunque de una forma un tanto peculiar que los demás desconocen, pues es maestro de astucias. Se trata de Tarimán, el herrero, el inventor, el dios cojo.

Cuando Tarimán piensa en sus compañeros de raza o en los mortales que habitan en Tramórea, suele acordarse de una frase enunciada en tiempos tan remotos que por aquel entonces sólo una luna flotaba en el cielo: Cualquier tecnología lo bastante avanzada no se distingue de la magia.

En Tramórea perduran algunos restos de la tecnología o ciencia arcana, aunque los hombres los ignoren o los consideren magia. Por ejemplo, la Mixtura que beben los candidatos a convertirse en Tahedoranes y que les permite acelerar sus cuerpos y multiplicar su fuerza no es más que una solución de metales y compuestos orgánicos, en la que nadan billones de criaturas similares a los nanos que pululan en los organismos de los dioses.