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Sólo que los más dotados de entre los humanos conocen tres aceleraciones. Los dioses dominan cinco.

Todo esto lo sabe y no lo olvida Tarimán. Pero de momento se limita a guardar silencio mientras observa a los demás. Antes de que empiece la propia asamblea, los dioses forman parejas y grupitos, y conversan entre sí de viva voz o recurriendo a la telepatía, sea ésta compartida o privada.

Una de las creencias humanas es que entre los Yúgaroi existen parejas eternas e indisolubles. Poetas y sacerdotes afirman que el rey Manígulat está casado con su hermana Himíe, señora de la luz del cielo, del mismo modo que la delicada Anurie es esposa inseparable del belicoso Anfiún, o que Rimom, el dios que trae el manto de la noche, es marido fiel de la amorosa y sensual Pothine.

Paparruchas.

Los dioses llevan tantos milenios viviendo, tantos evos, eones o como quieran llamarlos, que han tenido tiempo de aburrirse de sus parejas y de sí mismos, y no una sino varias veces. En algunos momentos, por pura probabilidad, se han formado vínculos como los que les atribuyen los humanos. Pero en otros Manígulat se ha acostado con Vanth, o con Ashine, o con Iyal, o con otros dioses varones, sea manteniendo su sexo o convirtiéndose él mismo en diosa, y también ha habido tríos, cuartetos y otras combinaciones que han durado más o menos tiempo.

Menos es lo habitual. Porque los dioses, en realidad, son seres solitarios. La mayor parte del tiempo lo pasan encerrados en sus estancias privadas, a veces reviviendo recuerdos, más a menudo recombinándolos con fantasías creadas por ellos en escenarios imaginarios pero más convincentes que la propia realidad, o simplemente mirando a las estrellas con la mente en blanco. Pues la eternidad es muy larga.

En el fondo, estos dioses fueron creados como hombres y por los hombres, a imagen y semejanza de los humanos. Como tales, no están preparados para la inmortalidad, para contemplar ante sí un futuro inacabable en el que apenas quedan planes que trazar ni novedades que experimentar, pues todo ha sido probado ya mil veces.

Y por eso estamos tan locos, piensa Tarimán, el dios que no renuncia a recordar.

– Ejem.

Un ronco carraspeo de Manígulat sirve para anunciar a todos que ha empezado la asamblea. No hay asiento ni trono. El rey de los dioses está de pie sobre un suelo de mármol blanco. Sus tres metros de estatura no proyectan sombra sobre las baldosas. Éstas emiten un suave resplandor que se combina con el de las paredes y el techo -que en realidad forma parte del suelo-, inundando la estancia con un baño de luz homogénea.

Los demás dioses forman un semicírculo a una distancia prudencial de Manígulat. Por propia decisión, no hay nadie entre ellos que supere en estatura al señor del fuego celeste. O casi nadie. Es una muestra de respeto, como lo es guardar silencio ante una señal tan leve y tan breve como una simple tos.

¿Por qué los dioses sienten, si no reverencia ni devoción, sí un sano temor por Manígulat? Sin duda es un ser poderoso. Sus huesos están hechos de una fibra de carbono más dura que el diamante y más resistente que el acero. Sus uñas pueden convertirse en garras de un palmo, capaces de rayar la piedra más dura o atravesar un blindaje de bronce. La pupila exterior de cada uno de sus ojos puede proyectar un rayo de luz roja que abrasa la carne y corta el metal como mantequilla. En lugar de nervios que transmiten las órdenes a los músculos mediante lentas sinapsis químicas, posee fibras superconductoras por las que los impulsos y la información viajan a la velocidad de la luz. Dentro de su pecho, en lugar de corazón y pulmones, alberga una batería de microfusión que suministra energía a su cuerpo y, entre otros refinamientos, un anillo de materia híbrida que, con los estímulos adecuados, puede convertirse parcialmente en materia exótica y crear campos de repulsión que le permiten volar.

Pero todo eso, al fin y al cabo, lo poseen los demás dioses.

Sin embargo, Manígulat monopoliza secretos que, a cambio de ciertos privilegios, le brindó Tarimán hace mucho tiempo. En el universo que habitan los Yúgaroi existen cinco fuerzas fundamentales -afirmación que no sería correcta si nos internáramos en otras Branas o en la vastedad del Onkos-. Gracias a lo que Tarimán denomina sus «artilugios», en esencia una configuración especial de los superconductores que recorren su cuerpo, el rey de los dioses puede dominar o más bien trampear una de dichas fuerzas.

Pronto se comprobará cuál de ellas es, pues a no mucho tardar alguien desafiará a Manígulat. Pero por el momento, los demás lo escuchan.

– Mirad, hermanos -dice el rey de los Yúgaroi-. Lo que no podíamos ver y ahora vuelve a estar ante nuestros ojos.

El suelo desaparece debajo de Manígulat y el resto de los dioses. Muchos son los prodigios que pueden obrar. Uno de ellos el de levitar. Pero en este preciso momento no flotan sobre la nada: siguen pisando el mismo suelo que unos segundos antes parecía de mármol y que ahora se ha convertido en un purísimo cristal. Como tantas otras construcciones de los dioses, prácticamente todo el Bardaliut es de materia transmutable. No se trata de magia alquímica, sino de una técnica que manipula las capas exteriores de la sustancia base y hace que parezca y se comporte como lo que no es: hierro, oro, titanio, cuarzo, jaspe, carbono, porcelana, diamante. Una materia transmutable puede ser opaca o transparente, lisa o rugosa, cálida o gélida, tan sólida y estable como una roca o tan líquida y huidiza como el mercurio. Sólo necesita una inyección de energía y las instrucciones pertinentes.

Como los demás, el divinal herrero mira hacia abajo. En el centro de aquella negrura cuajada de estrellas se extiende el mundo de los hombres. Algunos autores mortales lo llaman Kthoma, que en la lengua arcana significa «Tierra». Pero para los dioses siempre ha recibido el nombre de su continente principal.

Tramórea.

Para Tarimán se trata de algo más, algo muy personal. El proyecto Tramórea. Del que él fue artífice principal.

Sólo hay dos grandes masas de tierra. Al norte Tramórea, que da nombre a todo el mundo, y al sur Aifu. Desde las alturas del Bardaliut, en Tramórea se mezclan muchos colores, pero prevalece el verde de los bosques, los prados y los campos cultivados. En cambio, Aifu es mucho más seco y en su mayor parte se ve ocre o rojizo como el ladrillo.

Ambos continentes están rodeados por las que sus habitantes consideran masas de agua separadas, el mar Ignoto y el mar de los Sueños. En realidad, forman un único e inmenso océano. Ahora, el Sol empieza a alumbrar el extremo occidental de Tramórea y el mar Ignoto sigue envuelto en sombras. Pero cuando pasen las horas, desde el Bardaliut se podrá comprobar que miles de kilómetros mar adentro hay tinieblas aún más profundas que ni los rayos del sol pueden iluminar.

Los marinos suelen ser gente supersticiosa y cuentan que si un barco navega lo bastante lejos hacia poniente, acabará llegando al fin del mundo y topándose con una inmensa catarata donde las aguas se vierten hacia la nada entre rugidos de espuma. Es una creencia que se remonta a mucho tiempo atrás, antes de que Tramórea y los propios dioses existieran.

En su momento era una noción absurda -si las aguas se vierten, ¿cómo es que los mares no se han vaciado ya?-, pero en el presente no se halla tan alejada de la realidad. Sin embargo, los pocos navegantes que, arrastrados por alguna tempestad, han llegado hasta tan lejos y han descubierto el borde de aquel abismo insondable no han tenido alimentos ni agua potable suficiente para regresar y contar la razón por la que el océano no se derrama.

– Tramórea -murmura Tarimán. El orgullo de los dioses, ya que fueron ellos quienes la crearon. El reino por el que combatieron contra los mortales que son al mismo tiempo sus antepasados y sus sucesores. El mundo del que se retiraron después de varias guerras y que les ha estado vedado por la ciencia de un enemigo poderoso.