Выбрать главу

– El porqué y el cómo sí importan -responde Anfiún-. Porque del porqué y del cómo depende quién debe ser nuestro jefe a partir de ahora.

– ¿Cuestionas mi autoridad? -pregunta Manígulat.

– Sólo digo que es hora de que pensemos en cómo actuar, pero todos juntos, no obedeciendo los caprichos de uno solo que se cree el más poderoso, cuando sabe de sobra que hay alguien que le supera tanto como…

– ¡CÁLLATE! -ruge Manígulat.

El rey de los dioses levanta una mano con la que señala a Anfiún. En realidad, no le sería necesario hacerlo, pero los gestos siempre cuentan cuando se trata de exhibir el poder.

Un campo de chispas rodea a Anfiún. Sus enormes dedos se crispan y todo su cuerpo se sacude en convulsiones que lo derriban de espaldas. Sus brazos y sus piernas empiezan a aporrear el suelo -un suelo que, para que la lección de modales sea más evidente y eficaz, ha vuelto a transformarse en mármol-. Son golpes frenéticos, veinticinco por segundo según el cálculo de Tarimán.

Los demás se apartan un poco, asustados. Con su dominio de una de las cinco fuerzas, la electromagnética, Manígulat está manipulando las conexiones internas de Anfiún entre su cerebro, sus nervios superconductores y sus huesos y músculos acrecentados. Si insiste, puede sobrecargarlo tanto que se desgarrará y quemará por dentro más allá de toda posible reparación. Así aniquiló en el pasado a varios dioses, como la hermosa Kurui o el soberbio Fiatam.

– ¿Quién es el señor de los dioses?

– ¡Tú, Manígulat! -contestan todos a coro. Son poderosos comparados con los hombres, pero cuando se trata de enfrentarse a alguien que los supera se convierten en tímidos corderos.

Es algo relacionado con la inmortalidad. Los humanos naturales, que pueden aspirar a vivir ochenta, noventa, cien años a lo sumo, le otorgan a su vida un valor que podríamos llamar x, y aunque se aferran a ella, en algunas circunstancias están dispuestos a sacrificarla en nombre de principios como el amor, la dignidad, la ambición, incluso la curiosidad.

Los dioses, que miden su existencia pasada en milenios y la futura en magnitudes inabarcables, multiplican por esas mismas magnitudes el valor de la x. No hay principios que justifiquen arriesgar una inversión tan grande, un tesoro prácticamente infinito. Harán lo que sea por conservar su vida.

En suma, recapitula Tarimán con cierta melancolía, los dioses son unos cobardes. Al hacerlo se toca la pierna coja, siempre dolorida, un pequeño recordatorio de que él no renuncia del todo a su antigua naturaleza y conserva al menos un ápice de valor.

Y de curiosidad.

Anfiún sigue aporreando con manos y piernas el suelo, girando sobre sí como un trompo. A esa velocidad parece más bien una araña, pues sus brazos y sus piernas se mueven tan rápido que dejan imágenes fantasmales en el aire.

– ¿Quién es el dueño del rayo y el amo del trueno?

– ¡Tú, Manígulat!

– ¿Quién es el soberano del fuego celeste?

– ¡Tú, Manígulat!

– ¡Vais a comprobarlo!

Otra vez el suelo se hace transparente, salvo un círculo blanco que rodea a Anfiún y en el que éste sigue prisionero de aquel ataque de epilepsia que podría llamarse con justicia «mal sagrado», ya que afecta a todo un dios.

Bajo ellos vuelve a verse Tramórea, moviéndose lentamente, pues toda la sala de control gira para proporcionar gravedad artificial a los dioses. Pero Manígulat no se conforma con aquel panorama, y ordena que las paredes también se conviertan en cristal.

Es como si flotaran en el espacio.

Desentendiéndose de Anfiún, que sigue sufriendo convulsiones, Manígulat hace otro gesto. Un sector del suelo se convierte en una gran lupa, centrada en la parte noroeste del continente de Tramórea. La imagen lejana muestra ahora un plano más cercano. Una fortaleza aislada en una llanura. Y bajo ella, como hormigas, combaten dos ejércitos de humanos. Un espectáculo que solía entretener mucho a los Yúgaroi y del que se han visto privados durante mil años.

Salvo Tarimán. Por eso él conoce el nombre de aquella fortaleza.

Mígranz.

10 DE BILDANIL

MÍGRANZ

Durante una semana no se produjeron grandes cambios en el asedio de Mígranz, salvo que las provisiones de ambos bandos menguaban con cada jornada.

En aquellos días, el heraldo subió y bajó varias veces entre el campamento de los Trisios y la fortaleza de la Horda. Las amenazas de Ilam- Jayn sonaban más aterradoras en cada ocasión -violar a todas las mujeres, después también a los niños, obligar a las madres a comerse los intestinos de sus hijos, cocer en agua hirviendo a los prisioneros, verterles metal fundido por todos los orificios del cuerpo-. A cambio, el general Trekos respondía con baladronadas cada vez menos creíbles.

Uno de los mensajes que el heraldo llevó a Ilam-Jayn de parte de la Horda sonaba más o menos así:

«Temblad, Trisios. Nuestros hermanos Invictos, después de aniquilar a un ejército mucho más numeroso que el vuestro y conquistar un fabuloso botín, retornan a su hogar de Mígranz, y su general, el grandísimo Tahedorán Kratos May, no se tomará a bien que hayáis asediado su fortaleza. Retiraos ahora que aún estáis a tiempo o pagad las consecuencias. Ni el nombre del pueblo Trisio quedará para el recuerdo.»

Los Trisios ignoraban refinamientos tales como la cartografía. Las regiones que pudiera haber al sur de Mígranz eran para ellos algo tan ignoto como el mar de los Sueños o la superficie de las tres lunas, de modo que bien podían creer que Kratos y los Invictos eran capaces de regresar en unos pocos días. Cuando el heraldo transmitió aquel mensaje en la yurta de Ilam-Jayn, expurgándolo de referencias a la halitosis provocada por beber leche de yegua fermentada y de epítetos como «piojoso», «inculto» o «sanguinario», observó que el caudillo de los Trisios fruncía el ceño con cierta preocupación.

– Kratos May es un gran guerrero. Cuando vino a las llanuras de Trisia, cazamos uros juntos. No quisiera hacer la guerra contra él.

El heraldo había esperado pacientemente. Aunque era obvio que la última frase de Ilam-Jayn pedía a gritos un «pero», el heraldo esperó con paciencia. No era apropiado que un simple intermediario como él completara las frases de un caudillo.

– Pero -prosiguió el Trisio, jugueteando con el collar confeccionado con muelas de enemigos-, mi pueblo sufre necesidad. Aunque bebí la sangre del uro y la leche de la yegua con Kratos como si fuera mi hermano, él gobierna un pueblo de carneros. Si llega aquí y nos guerrea, que así sea.

El heraldo asintió. Sabía que, en el harto improbable caso de que Kratos hubiera accedido a la petición de auxilio, habría tardado meses en llegar. Mucho más tiempo del que les quedaba a los defensores de Mígranz.

Para convencer a los Trisios de lo contrario, los asediados habían arrojado por las murallas veinte sacos de harina y cinco toneles de cerveza, y también habían volcado un carro entero cargado de manzanas. Pretendían demostrar así que les quedaban víveres suficientes para resistir hasta que les llegara la ayuda del grueso de la Horda. Con un poco de suerte, razonaban, los Trisios, que eran de natural inquieto, se aburrirían del cerco y seguirían camino hacia el sur en busca de presas más fáciles.

El problema era que así, aparte de malgastar alimentos, no conseguían sino despertar la codicia de los bárbaros.

– Mejor será confesar que apenas nos queda comida -sugirió un capitán en una de las reuniones del reducido estado mayor de la Horda-. Así comprenderán que no merece la pena el esfuerzo de asediar esta ciudad.

– O, por el contrario, pensarán que pronto nos rendiremos por falta de fuerzas, y que al menos pueden apoderarse de nuestros tesoros -dijo Trekos-. No, nuestra única posibilidad es que abandonen ahora mismo. Al menos, si se marchan podremos recoger las provisiones que nos quedan y dirigirnos al oeste para pedir refugio en Áinar.