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De modo que asediados y asediadores se hallaban en un callejón sin salida, y conforme transcurrían los días la situación empeoraba para ambos bandos. El heraldo, como mensajero imparcial, intentaba observarlo todo con una distante ecuanimidad. Le desagradaban la destrucción y la barbarie, los estragos del hambre y la enfermedad. Pero desde hacía mucho tiempo se había fabricado una coraza interior, una malla de anillos tan finos que no dejaba pasar ningún sentimiento. Cuando podía, hacía lo posible por evitar el sufrimiento ajeno. Pero muchas veces no estaba en su mano aliviar los males de los demás, y en otras ocasiones había comprobado que una acción bienintencionada acarreaba consecuencias imprevistas y negativas. Era mejor limitarse a transmitir los mensajes, puesto que las soluciones que él podía proponer a cualquier de ambos bandos se basaban en su propia lógica. Y había comprobado para su pesar que ni la lógica ni la inteligencia eran los principales motores de la conducta humana.

Pero el 10 de Bildanil todo cambió. Al amanecer los sitiados recibieron señales esperanzadoras que se confirmaron durante el día, y por la tarde sus ilusiones empezaron a desmoronarse para de nuevo remontar el vuelo en un momento glorioso y fulgurante.

Y, con la misma rapidez, todo terminó en un desastre inconcebible.

De los cayanes que el general Trekos había enviado pidiendo ayuda a Áinar no se había sabido nada. Pero al amanecer del día 10, se oyeron primero trompetas y luego campanas por todo Mígranz. Sin desayunar, pues magro desayuno habrían tomado en cualquier caso, los defensores de la fortaleza acudieron a las murallas pensando que los Trisios se habían decidido a atacar con las primeras luces.

Fueron los que hacían guardia en el sector occidental quienes descubrieron que las campanas no tocaban a rebato, sino que tañían en señal de júbilo. A lo lejos, pero a este lado del río Trekos, se divisaban tres grandes polvaredas y otras tantas líneas oscuras y muy alargadas que sólo podían significar una cosa: un ejército Ainari avanzando en su habitual triple línea de marcha.

Quiso la suerte que el heraldo estuviera aquella mañana en la fortaleza y

no en el campamento Trisio, al que pensaba regresar por la tarde. Como los demás, acudió al adarve oeste y observó cómo las polvaredas se acercaban a Mígranz. El parapeto se fue llenando de gente durante toda la mañana, hasta que a mediodía el heraldo calculó que no debía quedar nadie en la fortaleza que no estuviera allí. Eso hizo que se formaran varias filas de espectadores que se empujaban y se ponían de puntillas para atisbar algo. Había hombres y mujeres mezclados, algunos con armas, otros con palos y piedras y otros, la mayoría, con las manos desnudas, ya que al enterarse de que llegaba un ejército del oeste se había extendido la convicción de que el destino de Mígranz ya no estaba en manos de sus defensores. La aglomeración llegó hasta tal punto que algunas personas se precipitaron al vacío por los huecos entre almena y almena. A la derecha del heraldo, un padre se empeñó en encaramar al parapeto a su hijo. El crío, un rabo de lagartija que no debía tener más de cinco años, no hacía más que moverse entre los brazos de su padre y al final se escurrió hacia el abismo.

Se oyó una mezcla de gritos: el ¡Nooooo! del padre, el agudo ¡Yiiiiii! de terror del niño y el ¡Ooooh! espantado de la multitud. Pero apenas duró una fracción de segundo. El heraldo, sin tan siquiera pensarlo, inclinó sobre la almena sus dos metros de estatura, extendió su largo brazo y pescó literalmente por los pelos al rapaz. Después lo levantó en vilo y, todavía agarrado de la cabellera, que por suerte era lo bastante rizada y espesa para no resbalar, se lo devolvió al padre.

– G-gracias -tartamudeó éste.

– ¿Cómo un tipo tan viejo se ha podido mover tan rápido? -preguntó una mujer en susurros.

– No sé, yo ni siquiera lo he visto -contestó otra.

El heraldo iba a sugerirle al irresponsable progenitor que se largase lo más lejos posible del borde de la muralla, pero no fue necesario. Anunciado por el tintineo de lorigas metálicas y golpes de conteras de bronce sobre el suelo, el general Trekos apareció en el adarve rodeado de oficiales y de soldados que despejaron la zona sin contemplaciones.

– Tú quédate aquí -le dijo Trekos al heraldo cuando vio que hacía ademán de marcharse.

– Te lo agradezco -respondió el emisario con una leve inclinación de cabeza.

Era raro que el general se asomara a la muralla. En los últimos días apenas salía del torreón. Sabedor de que no estaba a la altura de las circunstancias como gobernante, prefería eludir la compañía de sus gobernados. Pero sus aposentos, los mismos que había ocupado el gran Hairón, se hallaban orientados al este, y desde allí no podía ver lo que pasaba.

– ¡Han contestado a mi llamada de auxilio! -exclamó al divisar la triple columna que se acercaba desde el Trekos.

Pasado el mediodía, el ejército Ainari ya había llegado a unos tres kilómetros de Mígranz y a poco más de dos mil metros de las líneas de Ilam- Jayn. Sin perder el tiempo en montar un campamento, empezó a desplegarse en orden de batalla, mientras un pequeño escuadrón de jinetes galopaba hacia la empalizada de los Trisios.

A esas alturas, un asistente le había traído un catalejo a Trekos. Habían tenido que requisárselo a un oficial que servía en el adarve norte y que hasta ahora lo había mantenido escondido. Aquellos artefactos, que normalmente se importaban desde Pashkri, valían más de lo que ganaba un capitán en dos o tres meses.

– Van a parlamentar -dijo Trekos-. Van a parlamentar, ¿verdad? -repitió, apartando el catalejo y volviéndose para buscar la mirada del heraldo, al que parecía considerar una especie de asesor.

– Algo me dice que no.

– ¿Por qué? Es la costumbre. Hay que ofrecer batalla para que el enemigo la acepte.

– A veces las costumbres se saltan. Observa, general.

Los jinetes Ainari frenaron sus caballos a unos doscientos metros de la empalizada. Desde allí debieron decir algo a los Trisios que los observaban desde la valla, pero el sonido de sus voces no llegó a la fortaleza. Después, descabalgaron y arrojaron sus lanzas contra la estacada enemiga. Los proyectiles se clavaron en tierra de nadie sin haber recorrido ni la cuarta parte de la distancia que los separaba de la empalizada, pero el gesto debió de satisfacer a los Ainari, ya que montaron de nuevo, volvieron grupas y regresaron a la seguridad de sus propias líneas.

Era una declaración unilateral de guerra.

– Entonces es que no hay nada que parlamentar -dijo Trekos-. No piden condiciones ni exigen a los Trisios que se retiren. Quieren batalla.

El heraldo asintió con gesto grave. Batalla era lo que deseaba el general Ainari, sin duda. Lo cual suscitaba algunas preguntas.

El puesto Ainari más cercano era la ciudad de Tigras, en la frontera occidental del imperio. Se hallaba a unos cinco días de marcha, por lo que parecía razonable que les hubiera dado tiempo a recibir las peticiones de auxilio de Mígranz, organizarse rápidamente y ponerse en camino.

Ahora bien, incluso sumando la guarnición de Tigras a las de los fuertes de Amkrit y del Este no podían reunirse más de diez mil hombres. Allí había muchos más, probablemente el triple. La única explicación era que estuvieran acantonados ya en la frontera cuando llegó la petición de auxilio de la Horda.

En cuestión de minutos, los Ainari formaron un frente de unos dos kilómetros, desplegado de norte a sur y compuesto por rectángulos nítidamente separados. En el centro de cada uno de aquellos batallones ondeaban grandes estandartes, pero además la aguzada vista del heraldo vio que uno de cada cinco soldados llevaba a la espalda, cosida o enganchada a la armadura, una banderola del mismo color que el pendón de su unidad. En los huecos entre los batallones se habían apostado tropas de arqueros y ballesteros y en ambos flancos escuadrones de caballería, más diez batallones de infantería de reserva que permanecían en segunda línea.