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Aquel hombre sabía lo que decía. Los jinetes de las estepas norteñas no buscaron el choque directo. Cuando se hallaban a unos veinte metros de las líneas Ainari, giraron hacia la derecha y, en medio de una batahola de gritos, dispararon sus flechas. Cada uno de los seis escuadrones pasó así por delante de un sector del frente Ainari, cabalgando durante unos cien metros en paralelo a las primeras líneas. Los Trisios soltaban proyectiles a toda velocidad, mientras controlaban a sus monturas usando sólo sus rodillas. Después de un rato, dejaban de disparar, se volvían de nuevo a la derecha y se retiraban.

Pero se trataba de una falsa retirada. Cuando llegaban cerca de la empalizada descansaban unos momentos, se surtían de flechas si habían agotado las de sus aljabas y emprendían de nuevo el ataque. Vistos desde arriba, los escuadrones Trisios dibujaban seis grandes bucles que giraban a dextrórsum y que nunca llegaban a tocar la formación enemiga.

Al principio, el centro de los Ainari siguió avanzando, pero después se quedó clavado en el sitio ante el acoso enemigo. Desde los huecos que había entre sus batallones también volaban andanadas de flechas, pero resultaba difícil alcanzar a los ágiles jinetes Trisios. Aunque algunos caían, la mayoría salían indemnes de sus arremetidas contra el enemigo.

– ¿Qué está pasando, general? ¿Están cayendo muchos Ainari? – preguntaban los oficiales, ya que no resultaba fácil distinguir los detalles desde el parapeto.

Por el momento, los escudos de roble de los Ainari y sus petos reforzados con placas de metal parecían resistir. Pero después de varias cargas, aquellos escudos empezaban a parecer alfileteros erizados de flechas. Algún soldado intentaba darle la vuelta al suyo para arrancarle los dardos enemigos, pero en la maniobra sólo conseguía ofrecer un blanco fácil, y más de uno cayó con un proyectil Trisio clavado en la boca o entre los ojos.

– ¿Por qué no mandan a su caballería para poner en fuga a los Trisios? – dijo Trekos, cuya sonrisa empezaba a borrarse.

Los flancos del ejército Ainari ni siquiera habían entrado en liza. Era el centro adelantado el que soportaba la presión de los enemigos, y ni avanzaba ni retrocedía. Así transcurrió tal vez media hora. Los defensores de Mígranz se desesperaban viendo que los aliados que habían acudido a su rescate no ganaban ni un palmo de terreno, y que en su frente se estaban abriendo algunos huecos que tenían que rellenar las filas posteriores.

– Los Trisios son unos cobardes -dijo Trekos-. No tienen redaños para luchar hombre a hombre.

– No es su forma de combatir -replicó el oficial de sangre Trisia-. Pero eso no quiere decir que no tengan redaños. ¿Para qué van a chocar cuerpo a cuerpo con tropas blindadas, si saben que perderían? Les basta con contener a los Ainari y desgastarlos poco a poco.

El heraldo inclinó la cabeza junto a él y le susurró:

– Yo que tú me callaría, amigo. Como mensajero, sé que quienes cuentan lo que la gente no quiere oír acaban mal.

El Trisio levantó el cuello para mirarlo e hizo un rictus con la boca, pero siguió su consejo.

El sol empezaba a bajar hacia el oeste. Durante un rato, los testigos de la batalla tuvieron que ponerse las manos encima de las cejas a modo de visera. El resol impedía ver bien y las galopadas de los Trisios habían levantado una polvareda que convertía la mayor parte del frente de batalla en una nube blanquecina de la que apenas destacaban algunas siluetas.

Pero, pasado un rato, se produjo una breve pausa en el combate. El polvo se asentó y unas nubecillas oportunas que venían del oeste taparon el sol. Durante unos minutos, los jinetes Trisios permanecieron junto a la empalizada, aunque algunos se habían vuelto tan audaces que cabalgaban en solitario contra las filas enemigas, disparaban sus flechas y regresaban casi siempre ilesos para recibir las felicitaciones de sus compañeros.

– Eso mina la moral de cualquiera -dijo un oficial.

– La moral de los Ainari es de hierro -contestó Trekos-. Si aguantan así, es porque su general reserva alguna táctica.

– Pues ya va siendo hora de que la utilice.

Como si las palabras de aquel hombre fueran proféticas, la punta de la cuña Ainari se abrió y de ella salió una formación, una unidad desplegada en cuadro que no podía constar de más de doscientos hombres, todos uniformados de negro.

– ¡Están locos! -exclamó Trekos, y le pasó el catalejo a sus oficiales-. ¿Lo veis? ¿Qué pretenden? ¿Desafiar en duelo singular a todos los Trisios?

Aunque los estandartes de cada batallón se distinguían por sus colores y por enseñas particulares, en todos ellos aparecía el tigre de dientes de sable rampante, símbolo de Áinar. Pero en la compañía que se había desgajado del frente ondeaba una bandera amarilla que representaba a un terón bordado en negro.

– ¿Lo habéis visto? -preguntó Trekos, arrebatando el catalejo a un capitán que no había llegado a pegárselo al ojo-. ¡Es el emblema personal de Togul Barok!

El rumor corrió por la muralla: el mismísimo emperador de Áinar había acudido en su auxilio.

– Los hombres de la primera fila llevan escudos enormes que les llegan hasta la barbilla -explicó Trekos-. Casi los arrastran por el suelo.

Tarjas, pensó el heraldo. Normalmente se usaban en formaciones estáticas para proteger a filas enteras de arqueros que disparaban a buen resguardo desde detrás. Pero los hombres que iban en las filas siguientes no eran arqueros, sino soldados de infantería armados con lanzas en la diestra y pequeños broqueles en la izquierda.

Y, si su ojo no lo engañaba, las armas que llevaban a la cintura eran espadas de Tahedo.

El estandarte lo portaba un soldado de la segunda fila que debía medir dos metros. A su lado había un hombre que lo aventajaba en más de media cabeza. Aunque la vista del heraldo no alcanzaba a distinguir si tenía dos pupilas en cada ojo, se habría jugado mil imbriales a que así era.

Mientras la compañía negra seguía avanzando, los soldados del frente Ainari los animaban con cantos rítmicos, marcando las pisadas de aquellos doscientos intrépidos o insensatos.

Era un desafío difícil de resistir, un guante arrojado directamente a la cara del caudillo de los Trisios. El estandarte de Ilam-Jayn, una yegua blanca sobre campo rojo, ondeó entre los jinetes bárbaros y se abrió paso hacia la primera fila. En cuestión de minutos se formó un escuadrón de ataque que cabalgó contra la compañía aislada.

– ¡Son por lo menos mil! -exclamó una mujer-. ¡Los van a aplastar!

No tantos, pensó el heraldo. Cien soldados de caballería cubrían tanto terreno como quinientos de infantería. Aunque la tropa de Ilam-Jayn parecía superar abrumadoramente en número a la unidad de Togul Barok, no debían de ser más de trescientos o cuatrocientos jinetes.

Suficientes, no obstante. Porque los Ainari se encontraban ya a cien metros de sus líneas, formados en un cuadrado que ofrecía un frente protegido por escudos. Pero ¿qué ocurriría cuando los Trisios los rodearan y atacaran a la vez por los flancos y la retaguardia? Quien hubiera concebido aquella maniobra, aquel absurdo reto, fuera Togul Barok o alguno de sus asesores militares, había quebrantado todos los preceptos del arte militar.

Entre ululatos, el escuadrón Trisio cargó contra la compañía negra. El heraldo, que había pasado muchas horas en la tienda de Ilam-Jayn, sabía que los guerreros que cabalgaban a su lado eran sus tres hermanos, dos de sus hijos, sus sobrinos, sus cuñados y decenas de familiares y allegados. ¡Qué gloria iba a suponer para el caudillo de los Trisios cobrarse una presa como el emperador de Áinar, ya que éste había enloquecido hasta el punto de arriesgarse en persona!

Como era de esperar, los jinetes de Ilam-Jayn no llegaron a chocar contra la tupida formación Ainari. Cuando estaban a unos veinte metros, variaron hacia la derecha y empezaron a disparar sus saetas. Pero esta vez no se retiraron, sino que cabalgaron formando un círculo que no tardó en rodear a los Ainari. Dentro de aquel remolino, la unidad del terón parecía patéticamente pequeña y solitaria.