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– Esto es un suicidio -sentenció entre dientes el oficial medio Trisio.

Los soldados que formaban a los lados y en la última fila se volvieron hacia el enemigo. El heraldo observó que también llevaban tarjas. En cuestión de segundos, el cuadrado se convirtió en un círculo. Era como si lo tuvieran ensayado, pero ¿por qué? El círculo defensivo era una maniobra desesperada que se reservaba para momentos en que una unidad se veía rodeada por otra más numerosa. ¿Por qué razón los Ainari se habían llevado a sí mismos a una situación extrema?

Los Trisios seguían cabalgando alrededor del círculo, lanzando andanadas de flechas contra los Ainari y siempre lejos del alcance de sus lanzas y sus espadas. Animados por la aparente pasividad de los enemigos, algunos jinetes se acercaban y hacían cabriolas con sus monturas para burlarse de ellos. Llegó un momento en que el mismo Ilam-Jayn le arrebató el estandarte a su abanderado y se separó del escuadrón para hacer una corveta a apenas quince metros del emperador y desafiarlo.

Aquí hay gato encerrado, pensó el heraldo; pero no alcanzaba a imaginar qué maniobra podía sacarse de la manga Togul Barok. Sus soldados estaban recibiendo un diluvio de flechas de todas partes, y aunque interponían los escudos algunos empezaban a caer.

Entonces ocurrió. El heraldo comprendió y se dijo: En la guerra siempre vencen los que se atreven a saltarse las normas.

Rodeados de enemigos, los hombres de la compañía Noche apretaron los dientes y se concentraron en colocar los broqueles sobre sus cabezas para protegerse de las flechas de los Trisios. No se oían voces, ni susurros, ni gemidos de dolor aunque algunos proyectiles se clavaran en su objetivo. La disciplina era absoluta.

Doscientos veinticuatro elegidos formaban la compañía. Nunca en la historia militar de Tramórea esa palabra, «elegidos», había cobrado tanto significado. Para reclutar aquella unidad sagrada Togul Barok había probado a casi dos mil hombres. En el proceso, cien habían sufrido una muerte horrible y casi todos los demás se habían revelado inútiles para lo que el emperador quería de ellos.

Pero doscientos veinticuatro habían demostrado que servían. Tras pasar varios días postrados en el lecho, sufriendo tales accesos de fiebre que muchos perdieron más de cinco kilos de peso, habían despertado convertidos en hombres de la compañía Noche. La unidad militar más mortífera que jamás había existido en Tramórea.

Para crearla, Togul Barok se había saltado todas las normas, violando los precintos del templo de Anfiún y torturando a sus sacerdotes. Ni el Gran Maestre de Uhdanfiún se había salvado del suplicio.

Con suerte, pronto tendría cinco, diez, veinte compañías como ésa. De momento, se veía obligado a racionar la fórmula de su poder: pese al tormento, no había conseguido arrancar a los sacerdotes todos sus secretos. Cuando parecía que iban a ceder, algo se rompía en sus mentes y sus ojos se quedaban en blanco, algunos se mordían y tragaban la lengua y otros simplemente morían, sangrando por la nariz y los oídos.

Todo llegaría. De momento, disponía de su compañía de elegidos. Con estos hombres puedo ir al fin del mundo, pensó.

Togul Barok no cargaba con escudo, ni grande ni pequeño. Atada a la espalda llevaba la vara negra que le había arrebatado al Sabio Cantor de la Tribu en su peregrinación por los túneles subterráneos que se extendían bajo la isla de Arak. En la mano derecha llevaba una lanza arrojadiza de dos metros de longitud, y ceñida a la cintura una espada de Tahedo. Era obra del espadero Jalkeos, la segunda Midrangor o «Justiciera», cuya antecesora se había quebrado al chocar contra Zemal.

No era un recuerdo que lo obsesionara ahora. Zemal ya caería en sus manos como fruta madura, así como la cabeza de su medio hermano Derguín Gorión. Todo llegaría a su tiempo.

De momento, su mundo se reducía a dos círculos. Uno inmóvil, el de sus guerreros. El otro, formado por hombres y caballos, fluía como un río a su alrededor.

Una flecha voló hacia él. Togul Barok no se molestó en apartar la cabeza, aunque el proyectil iba tan cerca del blanco que le rozó el yelmo con un áspero rechinar.

Envalentonado, un jinete con un estandarte se separó de los demás y se plantó a lo que debía creer una distancia segura. Después hizo encabritarse a su caballo y levantó el pendón bien alto sobre su cabeza.

– ¡Soy Ilam-Jayn, perro Ainari! -gritó, mirándolo directamente-. ¡Voy a cortarte la cabeza y a ponerla en la pica delante de mi yurta!

Era el momento esperado. Togul Barok levantó la lanza en la mano derecha y gritó:

– ¡Urtahitéi!

Cuando notaba el fuego que corría por sus venas y entraba en la tercera aceleración, Togul Barok siempre sentía que todo el mundo a su alrededor se frenaba, que el flujo del tiempo se convertía en resina. Esta vez fue distinto.

Esta vez otros doscientos veinticuatro hombres entraron en Urtahitéi con

él.

Los soldados que estaban en el exterior del círculo desembrazaron los enormes escudos y los empujaron al suelo. Después, arrancaron a correr, y los demás los siguieron. A ojos de Togul Barok, sus piernas se movían a velocidad normal, pero los banderines que algunos llevaban cosidos a la espalda ondeaban de repente mucho más despacio, como si el viento hubiera amainado. Y así era para ellos.

Al mismo tiempo que corrían hacia los Trisios, los hombres de la compañía Noche arrojaron sus jabalinas con la energía acrecentada que les prestaba la Urtahitéi.

Los jinetes bárbaros apenas tuvieron tiempo de oír el agudo silbido del aire cuando las jabalinas los alcanzaron a más de trescientos kilómetros por hora. Incluso a esa velocidad casi inconcebible, cada uno de esos proyectiles iba cuidadosamente dirigido, y casi todos ellos acertaron en el blanco. Pues el blanco en cuestión era grande: los Ainari no habían apuntado a los jinetes, sino a sus monturas.

Al menos la mitad de los caballos cayeron en aquella andanada. En algún caso, la lanza impactó con tanta fuerza que atravesó la pierna izquierda del jinete, se abrió paso por el cuerpo del animal, asomó por el costado y su punta llegó a clavarse en la otra pierna humana.

Ciento cincuenta caballos derribados en una formación de trescientos suponían el caos. Los corceles que salieron ilesos tropezaron con los que habían caído, o al intentar esquivarlos chocaron con los que galopaban a su lado.

En cualquier caso, los Trisios no tuvieron tiempo de reorganizarse. Tras disparar las lanzas, los Ainari soltaron los escudos, desenvainaron sus espadas y cargaron contra los Trisios a tal velocidad que ni el más rápido de los caballos habría logrado escapar de ellos.

Togul Barok lanzó su jabalina contra el abanderado y lo atravesó de parte a parte. Pero no era su objetivo principal. Empuñando a Midrangor, corrió hacia Ilam-Jayn y rugió:

– ¡El jefe es mío!

No había disparado contra su caballo porque quería abatir al caudillo Trisio mientras éste aún seguía montado. El corcel de Ilam-Jayn se había quedado congelado en pose rampante, como si lo hubieran bordado en un escudo de armas.

Antes de que volviera a posar en el suelo los cascos delanteros, la espada del emperador le cortó limpiamente las dos patas de apoyo. El caballo cayó con una lentitud que a Togul Barok, en su estado, le pareció casi sobrenatural. Ilam-Jayn saltó de su lomo para evitar que el peso de su montura le cayera encima. Pero al hacerlo se precipitó sobre Togul Barok, que lo interceptó en el aire con la mano izquierda y detuvo su caída.

Los ojos del Trisio se abrieron como platos, sus mandíbulas se separaron en un grito que a Togul Barok le llegó como un lento bramido lleno de úes. Ilam-Jayn intentó desenvainar su propia espada, pero su mano ni siquiera llegó a rozar la empuñadura. Sujetándolo en alto con un brazo, Togul Barok lo decapitó con el otro. Después arrojó el cuerpo al suelo y se agachó para recoger la cabeza.