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Era la primera batalla de Ziyam, que hasta entonces sólo había combatido en escaramuzas. Una veterana guerrera que había sido amante suya le había dicho:

– Al final del combate, cuando parece que ya todo está resuelto, es cuando debes tener más cuidado si quieres conservar la vida.

Sus palabras debían de ser proféticas: fue en ese momento cuando Ziyam se encontró ante las fauces de la muerte. Decenas de Glabros montados rompieron su propio frente, pisoteando a sus compañeros, y embistieron contra las Atagairas. En medio del caos, la yegua de Ziyam se encabritó y giró de lado, ofreciendo el costado izquierdo a los enemigos. Un pájaro del terror se lanzó sobre Cellisca, le clavó el pico en la ijada y abrió una herida por la que sacó una ristra de intestinos ensangrentados.

La yegua se desplomó y Ziyam, fatigada tras varias horas de cabalgar y luchar, no fue lo bastante ágil para sacar la pierna a tiempo y su pantorrilla derecha quedó atrapada bajo el peso de Cellisca. Ni siquiera sintió el dolor. Tan sólo vio cómo una enorme garra de tres dedos se posaba sobre el pecho de la yegua y un cuello alargado bajaba desde las alturas. El pico naranja de la bestia, del que colgaba un trozo de carne hedionda, se acercó a su cara, y unos ojos que parecían de vidrio la miraron sin parpadear.

Un salpicón de sangre le cayó sobre la mejilla. El pico del ave golpeó contra la loriga que cubría su pecho, no contra su cabeza. Con un grito de miedo y rabia, Ziyam consiguió sacar la pierna de debajo de la yegua.

Mientras se apartaba y se ponía de pie, usando la espada a modo de bastón, vio cómo el cuerpo del pájaro del terror caía junto al de Cellisca. Su madre, que había decapitado a la bestia de un tajo, estaba levantando el brazo sobre la cabeza para acabar con el jinete Glabro, que había perdido el equilibrio al caer su montura.

Mi madre me ha salvado la vida, pensó Ziyam, con una mezcla de alivio y rencor, pues no quería deberle nada. Un instante después, ella misma atacó al Glabro por el lado izquierdo y le clavó una estocada entre las costillas.

Sobre el gorgoteo ahogado de aquel demonio se oyó un alarido de dolor. Ziyam levantó la mirada. La reina se había quedado con el brazo en alto, congelada en el gesto de descargar el tajo. El arma resbaló de su mano y ella trató de agarrarse al arzón de la silla para no caer.

El Glabro que la había alanceado por detrás profirió un alarido salvaje: ¡Kashúuuuk! Su triunfo fue fugaz. Las Teburashi que rodeaban a la reina lo hirieron desde tres puntos a la vez, y una vez abatido los hicieron picadillo a él y a su montura a golpe de espada.

Ziyam se acercó a su madre y le puso una mano en el costado para evitar que resbalara de la silla.

– ¡Estoy bien! -exclamó Tanaquil-. ¡No necesito tu ayuda!

Cuando Tanaquil hizo girar a la yegua que montaba, Ziyam vio que una mancha oscura se extendía poco a poco por su espalda. Aprovechando que la lucha se alejaba de ella, recogió del suelo la lanza que había herido a su madre. La sangre fresca manchaba casi un palmo de la moharra de hierro. La herida había sido profunda. De haber recibido un tajo de machete, los anillos de la loriga la habrían detenido y, aunque se habrían hundido en la carne produciendo una fea contusión, la herida no habría pasado más allá del hueso. Pero una punta tan aguzada… Tras abrir los anillos, debía haber penetrado entre las costillas e interesado el pulmón. Ahora mismo su madre debía estar respirando sangre, con el pecho cada vez más encharcado.

Para Ziyam, la conclusión estaba clara.

Vas a ser reina.

Sabía que la acusarían a ella, que en la corte más de una pensaría que alguna de sus partidarias había herido a traición a su propia soberana.

Le daba igual. Ya reprimiría esas calumnias con mano dura.

– ¡Alteza, toma mi montura!

Ziyam levantó la mirada. Una guerrera de la marca de Acruria acababa de desmontar y le tendía las riendas de su yegua. Ziyam le agradeció el gesto, pisó el estribo y se encaramó a la silla. Pero una vez montada, se cuidó mucho de acercarse a ningún otro Glabro. La suerte le había sonreído esa noche, y no era cuestión de tentarla más.

CAMPAMENTO DEL MARTAL

Tras encabezar la carga de las Atagairas y romper las filas de los Glabros, Derguín había destruido al demonio Gankru, salvando así a su maestro Kratos. Después se había enfrentado al nigromante Ulma Tor, y durante ese combate Mikhon Tiq consiguió por fin salir del encierro de su syfron y unirse a su cuerpo petrificado. Entre ambos, y con la irrupción del mago Kalitres, habían derrotado a Ulma Tor.

Demasiadas emociones seguidas. Cuando se quedó a solas con Mikhon Tiq, Derguín no pudo resistir más, se quitó la coraza y se abrazó a su amigo.

– Te he echado de menos, Mikha. Me sentía solo sin ti.

Mikhon Tiq estaba tan aturdido que durante un rato se quedó con las manos caídas a los costados, sin saber qué hacer. Por fin, devolvió el abrazo a su amigo.

– No puedes hacerte idea de lo solo que me he sentido yo, Derguín.

Los dos rieron y lloraron un rato, apartándose para mirarse incrédulos.

– Ahora eres un Kalagorinor -dijo Derguín.

– Y tú eres el Zemalnit -respondió Mikha.

Por fin, Derguín volvió a ponerse la coraza y el yelmo.

– Qué curiosa armadura -dijo su amigo.

– Con ella parezco una criatura de otro mundo, ¿verdad?

No sabes hasta qué punto, pensó Mikhon Tiq, rozando la coraza con los dedos. Tenía algo de metálico, pero no era de auténtico metal. Eso despertó recuerdos de conocimientos adquiridos, o más bien recuperados, dentro de su syfron. Pero por el momento no le dijo nada a Derguín. Recién regresado al mundo «real», era preferible esperar, observar y comprender antes de ofrecer información alegremente.

Estoy haciendo justo lo que no soportaba en el viejo Linar, pensó.

– ¿Adónde vas ahora, mi señor Zemalnit? -preguntó con una sonrisa un tanto forzada.

– La batalla no ha terminado, Mikha. Y quiero ver qué tal está Kratos. Ha pasado demasiado rato en Urtahitéi. ¿Me acompañas?

– Quiero saludar a ese calvo gruñón. Pero no ahora. Tengo que pensar algunas cosas.

– ¿No has tenido tiempo más que de sobra para pensar?

Escondido detrás del visor de cristal, era difícil saber si Derguín pretendía ser irónico. Mikha le hizo un gesto con la mano.

– Tranquilo. Me reuniré contigo luego.

– Estamos en un campo de batalla. ¿No crees que deberías…?

– Estaré a salvo, Derguín. No te preocupes por mí.

Cuando su amigo se fue, Mikha observó a su alrededor. La tienda en la que él y Derguín habían combatido contra Ulma Tor había volado por los aires, arrastrada por el vendaval sobrenatural conjurado por Kalitres. A unos cuantos metros se veían otros dos pabellones negros, con las lonas desgarradas.

Por lo demás, se hallaba solo dentro de aquella empalizada. Dejando aparte los cadáveres, claro está. Cuerpos retorcidos, contraídos en extrañas

posturas, con la piel grisácea y quebradiza y las mejillas encogidas, cual si llevaran años muertos y embalsamados.

Más allá se veían pasar grupos de soldados, algunos organizados y otros más anárquicos. Había hombres armados y otros que llevaban las manos atadas, y los primeros conducían a los segundos en reatas como si fueran ganado. También había mujeres guerreras; sin duda, Atagairas. Mikhon Tiq no sabía quién había combatido contra quién ni por qué. Ya tendría tiempo de enterarse.

Tiempo.

Tiempo.

Ahora el tiempo significaba algo muy distinto para él. Durante diecinueve años había llevado una vida más o menos normaclass="underline" su infancia en Malirie, sus estudios frustrados en la Academia de la Guerra de Koras, después su aprendizaje con Yatom…

Pero todo eso había terminado junto a un pino. El pino del que lo había ahorcado Linar. El pino junto al que había muerto. Para después despertar, o más bien resucitar, como un Kalagorinor. Un hombre sin corazón, o al menos con un corazón inútil, parado. Su sangre seguía corriendo por arterias y venas, pero ya no lo hacía a empujones partiendo desde aquel músculo encerrado entre costillas y pulmones. Ahora lo hacía en un flujo suave y constante, un río interno que parecía fluir siempre cuesta abajo, movido por la energía que formaba el núcleo de su syfron.