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MÍGRANZ

El ejército Ainari se precipitó contra los enemigos, dos kilómetros de incontenible marea de bronce y de hierro erizada de banderas rojas, azules, verdes y amarillas, y acompañada de una batahola de trompetas, tambores y gritos. La compañía Urtahitéi, tal como la había bautizado mentalmente el heraldo, retrocedió lentamente hasta dejarse sobrepasar por la primera línea de su propia infantería. Mientras, la caballería imperial había conseguido llegar a la empalizada por el norte y el sur, terminando de embolsar a diez mil Trisios. Más allá de los límites del campo de batalla, grupos de jinetes que habían dejado de ser tropas para convertirse en hordas huían de la matanza sin ninguna intención de auxiliar a sus compañeros encerrados.

El heraldo no tenía mayor interés por contemplar la masacre. Sin despedirse del general Trekos, que se abrazaba a sus oficiales como si la victoria fuese suya y no de Togul Barok y su ejército, se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.

El parapeto estaba abarrotado. La gente seguía pugnando por acercarse a las almenas y presenciar con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. De modo que atravesar los cuatro metros de anchura del adarve y llegar hasta la siguiente escalera se antojaba una misión imposible.

Pero no para él. Alzó su báculo y, bien fuera por la visión de los ojos de rubí de la serpiente tallada, por la propia estatura del heraldo o por alguna otra razón, logró abrirse paso como el tajamar de una nave entre las olas.

Mientras bajaba la escalera, quienes intentaban en vano subir al parapeto le preguntaron cómo iba la batalla. El heraldo se limitó a levantar un pulgar, como diciéndoles Todo va bien, pero en realidad no habría sido necesario, pues era evidente que los gritos que llegaban desde el adarve eran de alivio y júbilo, y no de consternación.

Atravesó la calle que rodeaba la muralla, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Por fin se quedó solo. Se detuvo unos segundos e inhaló una larga bocanada de aire. Puro, o casi puro, por fin. Entre la multitud olía a establo y revoloteaban tantas moscas como en un muladar.

Suspiró de cansancio. No era agotamiento físico: para sentirlo habría tenido que someter su cuerpo a pruebas mucho más duras que aguantar a pie firme durante horas contemplando una batalla. Era la fatiga de la edad, del viaje que había hecho, de los viajes que todavía lo aguardaban, de moverse entre los hombres, hablar sus lenguas y seguir sus costumbres.

Después de muchos años de retiro, el heraldo había abandonado su morada para dirigirse al oeste y recorrer más de mil quinientos kilómetros hasta las orillas del mar Ignoto. Llegado a aquel confín del mundo, visiones y sucesos variados hicieron que se despertara su afán de conocer qué ocurría en el otro extremo de Tramórea. Por ello, abandonó a quienes hasta entonces habían sido sus compañeros de viaje y emprendió una larguísima y solitaria peregrinación.

Su ruta lo había llevado a las vastas estepas de Maitmah. Estaba atravesándolas cuando una luz cegadora surcó el cielo y un fragmento del

Cinturón de Zenort se estrelló a quinientos kilómetros al oeste de donde se hallaba, lo bastante cerca para que notara la sacudida del suelo y atisbara en el horizonte una columna de humo negro.

Que aquello hubiera ocurrido era extraño, una señal de que tal vez los hechos que temía se estuvieran adelantando. Pero decidió que ya indagaría más adelante: las montañas de Halpiam se intuían al este y las respuestas que quería encontrar se hallaban al otro lado. O eso creía.

Incluso para un viajero tan experimentado como él, aquella barrera resultó infranqueable. En el mapa del geógrafo Tarondas, el macizo de Halpiam, que en su parte central medía mil kilómetros de oeste a este, se estrechaba al norte hasta convertirse en una cordillera de tan sólo -era un decir- cien kilómetros de anchura.

Pero la cartografía de Tarondas solía ofrecer errores cuando representaba los confines más alejados y despoblados de Tramórea. El heraldo empezó a subir montañas que se sucedían en líneas inacabables. Conforme viajaba, cada vez ascendía más. Llegó un momento en que incluso los desfiladeros que separaban los picos estaban cubiertos de nieves perpetuas. Desde que se acercó a las estribaciones de Halpiam no había vuelto a encontrar huellas de habitación humana, y conforme se internó en las montañas también dejó de ver animales. Ni siquiera los terones, poco amantes de climas tan fríos, sobrevolaban esos picos. Comprendió que la única forma de vida en aquel reino de hielo y nieve era él. Entre las cumbres, el aire estaba tan enrarecido que para dar un solo paso tenía que respirar quince veces.

O habría tenido que hacerlo de ser alguien como los demás. Ciertamente, se le podía definir como «forma de vida», pero distinta y peculiar, pues antes de alcanzar su actual naturaleza había tenido que morir.

Mas incluso a alguien como él, que había sufrido la muerte y regresado de ella, le acabó embargando el desánimo. Detrás de cada línea de montañas había otra todavía más alta. ¿Quién podría atravesar mil kilómetros de cordilleras? ¿Y si eran más? ¿Y si los picos seguían subiendo y subiendo, hasta llegar a un punto donde el aire fuera tan tenue que el cielo dejara de ser azul?

¿Quién conocía aquella parte del mundo? En la esquina superior derecha del mapa de Tramórea, al norte de Zenorta -cuyo nombre aparecía escrito entre signos de interrogación-, se veía una vasta región anónima. En otras versiones espurias del mapa la habían bautizado como «Desierto sin nombre», aunque en realidad nadie sabía si allí había un desierto, una vasta extensión de bosques, más montañas o simplemente nada.

El heraldo había emprendido el viaje persiguiendo una oscura intuición, un rincón oculto en lo más profundo del bosque que formaban sus largas memorias. No osaba internarse en aquel escondrijo, ya que mil señales de aviso le advertían de que no lo hiciera. Pero a veces se había atrevido a asomarse ligeramente entre la espesura, apenas una ojeada de soslayo. Y entre los recuerdos sepultados y prohibidos había vislumbrado una imagen.

Una ciudad flotando en el vacío.

Se hallaba al este, más allá de las montañas de Halpiam. El heraldo intuía que allí había respuestas sobre el pasado y tal vez sobre el futuro. Y sabía que allí había poder.

¿Sería esa ciudad el mítico Bardaliut? Casi todos los autores lo situaban en los confines orientales de Tramórea, de modo que era posible. Pero, si en verdad era el Bardaliut lo que buscaba, ¿qué haría al llegar allí? ¿Presentarse ante los poderosos Yúgaroi y pedirles las respuestas que buscaba? Difícil lo veía, puesto que por naturaleza era su enemigo.

Durante cientos de jornadas de camino había eludido contestar sus propias preguntas. Una ventaja de viajar. Mientras los pies se mueven y el horizonte va cambiando, nos invade una vaga sensación de finalidad y destino que nos impulsa adelante sin necesidad de concretarla. Sólo debemos pensar seriamente en el futuro cuando nos plantamos demasiado tiempo en el mismo lugar.

Pero llegó el momento en que él tuvo que plantarse. A quién sabe qué altura -¿siete, ocho, nueve mil metros?- lo detuvo una salvaje ventisca que soplaba a más de doscientos kilómetros por hora. Ni siquiera alguien como él podía seguir avanzando. Agazapado entre unos enormes peñascos, rodeado por el aullido de una tormenta que tras tanto tiempo de soledad se le antojaba la voz inarticulada de un espíritu, pasó cuatro días abismado contemplando los ojos de la serpiente tallada en su bastón.

Y se rindió.

En su largo regreso, visitó la región donde se había estrellado la roca del cielo. En decenas de kilómetros a la redonda observó que los árboles de los bosquecillos que moteaban la vasta estepa estaban tirados en el suelo, unos tronchados por la base y otros desgajados de raíz. Todos los troncos se hallaban alineados, apuntando como flechas a un lugar que, conjeturó el heraldo, debía ser donde se había producido el impacto.