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Pero esto era distinto. Ahora se trataba de la guerra de verdad, contra bárbaros y no contra compatriotas Ainari. Además, habían derrotado a arqueros montados a caballo. Para un soldado de infantería, se trataba de la peor de las especies, el paradigma de la cobardía: el caballo para huir, el arco para herir de lejos.

Tras compartir un rato de camaradería con sus hombres, Togul Barok se encaramó a una atalaya de madera de cuatro metros que había hecho construir en la retaguardia para observar el transcurso de la batalla.

Uno de los problemas de un general era que, situado a la misma altura que sus hombres, resultaba muy difícil enterarse de nada. Según el Táctico de Bolyenos, todo general debe mantener un equilibrio muy difícil. Si lucha en el frente da ejemplo a sus hombres y acicatea su moral; los soldados siempre están más dispuestos a morir por un comandante que comparte sus peligros, se salpica con su sangre y su sudor y se roza los hombros con ellos. Por otra parte, el general que se aparta de la primera línea puede gozar de mejor perspectiva, observar lo que pasa en todo el campo de liza y maniobrar sus unidades para enviarlas allí donde son más necesarias.

Togul Barok se sentía satisfecho. En la primera batalla que dirigía como general había conseguido ese equilibrio. Había combatido con la compañía Noche y él en persona se había cobrado como trofeo la cabeza del jefe enemigo. ¿Qué más podía hacer para levantar la moral de sus tropas? Ahora ya podía alejarse del combate y estudiarlo desde cierta altura. Empero, sospechaba que no iba a necesitar grandes refinamientos tácticos para poner en fuga a esos bárbaros y exterminar a todos los que no consiguieran huir a tiempo.

Cuando subió la escalerilla que llevaba a la plataforma de madera se sintió decepcionado. El frente de lucha estaba tapado por nubes de polvo en las que apenas se distinguían sus unidades como bultos oscuros de los que destacaban algunos estandartes. Ni siquiera sus dobles pupilas podían atravesar las polvaredas. Al cabo de un rato, se aburrió de no distinguir nada y levantó la mirada.

Por detrás de la empalizada Trisia se alzaba la Espuela, aquella peña solitaria de la que tanto había oído hablar. Era más alta que la Mesa, el otero rocoso que dominaba la ciudad de Koras. Puesto que también había estudiado fortificación y poliorcética, Togul Barok estudió con ojo de entendido el castillo de Mígranz. Sus murallas le recordaron otra fortaleza construida sobre paredes rocosas: Grios, cerca del límite occidental de Áinar. Allí había conseguido encerrar a todos sus rivales en el certamen por la Espada de Fuego.

Salvo a Derguín Gorión.

Olvídate de él, pensó. Al acordarse del joven Ritión sintió una dolorosa presión en la sien derecha, un minúsculo martillo que le golpeaba el cráneo por dentro. Era la presencia oscura de su gemelo colérico, una voz que susurraba dentro de sus oídos. Aunque hablaba en voz baja, siempre le incitaba a la furia y le pedía que le dejara tomar el control.

Dame las riendas a mí, le dijo ahora. La batalla ya está ganada. ¡Yo también tengo derecho a disfrutar! Deja que cabalgue contra esos perros Trisios y siembre el pavor y la destrucción. ¡Que nadie olvide este día!

La imagen era tentadora. Su prestigio entre los hombres se acrecentaría aún más. Como en Tramórea las noticias volaban literalmente, atadas a las patas de los cayanes mensajeros, en Áinar ya corrían relatos admirativos sobre la carga del Zemalnit contra una horda de bárbaros que montaban en pájaros del terror; bestias bien conocidas en Koras, ya que había dos especímenes en el zoológico de la ciudad.

Carga tú ahora solo contra los bárbaros Trisios, demuestra que no necesitas una espada flamígera para sembrar la destrucción.

Sabía que si cedía el control a su gemelo, el dolor de cabeza desaparecería. Pero se resistió. He venido aquí como general y emperador. Mi gloria consiste en que otros campeones luchen por mí. Además, ¿y si quedaba aislado entre cientos de jinetes Trisios?

Somos invulnerables a sus heridas. Ya lo comprobaste cuando Derguín Gorión te atravesó con su acero de parte a parte.

Pero ¿y si recibo muchas heridas a la vez? ¿ Y si despedazan mi cuerpo?

Eso es imposible. Somos demasiado poderosos. Tú déjame.

Eres imprudente, lo sé.

Tenemos la lanza de la muerte. Si las cosas se ponen muy feas…

¡Cállate ya! Éste es mi momento y quiero recordarlo bien. Cuando te dejo controlar, es como si los ojos se me llenaran de sangre y luego los recuerdos son confusos. ¡Lárgate!

Todo le había ocurrido por pensar en su medio hermano Derguín. ¡Maldito fuera!

YO soy tu hermano, no él.

Togul Barok volvió a levantar los ojos hacia la fortaleza. Sobre las almenas, miles de personas observaban el transcurso de la batalla.

¿Lo ves? Una multitud de espectadores, como cuando vencí en los juegos de Taniar. ¡Nos aclamarán!

Los juegos en honor de Taniar…

Por aquel entonces Togul Barok sólo poseía siete marcas de maestría. Había ido eliminando rivales sin grandes problemas hasta llegar al último combate. En éste, su adversario era un Ainari llamado Yamhir. Lo apodaban Comadreja porque era sumamente escurridizo, y tan rápido que algunos lo acusaban de hacer trampas y entrar en Tahitéi, un truco prohibido en las competiciones. El Comadreja había llegado a la final economizando recursos, tocando a sus adversarios las veces justas y, sobre todo, impidiendo que lo tocaran a él gracias a su velocísimo juego de piernas.

Aquel día había diez mil personas sentadas en el anfiteatro de madera montado para la ocasión. El público estaba en contra de Yamhir; su forma de combatir, si bien resultaba harto eficaz, aburría incluso a las ovejas, por lo que lo motejaban de cobarde.

Unos minutos antes de empezar, el Gran Maestre de Uhdanfiún, que jamás había disimulado su predilección por Togul Barok, le aconsejó que tuviera paciencia.

– Con esos brazos tan largos, tarde o temprano lo alcanzarás. No te dejes llevar por las prisas.

Sin embargo, en cuanto el árbitro pronunció la señal de inicio del combate, ¡Tahedo-hin!, el gemelo colérico se apoderó de él. Togul Barok no recordaba más que vagas sensaciones. Griterío, mucho griterío, diez mil personas puestas en pie rugiendo y pidiendo sangre, aunque las espadas estaban embotadas y cubiertas por un baño de resina y ambos rivales se protegían con petos y yelmos de cuero acolchado.

Cuando se quiso dar cuenta, Togul Barok tenía un pie plantado sobre el pecho de Yamhir el Comadreja y levantaba la espada sobre su cabeza recibiendo los vítores entusiastas del público. Después, él mismo tendió la mano a su rival para ayudarle a incorporarse. Pero lo único que levantó fue un guiñapo, un títere roto. Su último golpe había sido un mandoble aterrador de derecha que, pese a las protecciones reforzadas del cuello, había partido las vértebras de su rival.

¿ Ves cómo no es un mal recuerdo? Deja que vuelvan a aclamarme. ¡Tengo derecho! ¡Llevo toda la vida encerrado aquí, hermano!

– Cállate -le ordenó Togul Barok en voz alta. Algo sobre las murallas le había llamado la atención.

Por encima de las almenas se alzaba el pináculo del torreón, donde ondeaba el estandarte de la Horda Roja. A su derecha se vislumbraba la sombra de Rimom, un círculo borroso de un azul apenas más vivo que el del cielo.

Pero aquel círculo se estaba perfilando cada vez con más nitidez, como si en su interior se hubiera prendido un gran fuego. Nunca había visto Togul Barok resplandecer así una luna en pleno día.

De la nube de polvo llegaba el fragor de la batalla: relinchos, gritos, entrechocar de aceros, tamborear de atabales marcando el ritmo del avance. Pero entre los mismos combatientes debió correr la voz de que algo extraño sucedía en el cielo. Los ruidos se fueron acallando, y al tiempo que se hacía el silencio la nube de polvo se asentó.

La refriega se había detenido. Todos los ojos estaban clavados en las alturas para contemplar el prodigio. No sólo Rimom brillaba en pleno día como si no compartiera el firmamento con el Sol, sino que en su superficie se había dibujado un rostro humano.