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O más bien divino. Sólo un dios podía obrar tamaño portento. Togul Barok sintió un estremecimiento de temor. Un poder capaz de dibujar su rostro en una luna era capaz de cualquier cosa.

Como no tardó en demostrarse.

Por debajo de Rimom se encendieron puntos de luz, decenas de estrellas que un instante después cayeron del cielo.

Hubo unos segundos de silencio sobrecogido. Después se oyó un potente batir de alas y miles de aves echaron a volar a la vez y cubrieron el cielo.

Enseguida desaparecieron de la vista, huyendo hacia el sur. Sus graznidos se perdieron en la distancia, sustituidos por un gemido de consternación colectiva. Todos habían presenciado lluvias de meteoritos en ciertas épocas del año. Pero esas estrellas fugaces eran débiles, caían espaciadas y enseguida desaparecían de la vista.

En cambio, las luces que veían ahora se habían encendido simultáneamente, y en lugar de esfumarse brillaban cada vez más intensas. Si las estrellas fugaces solían atravesar el firmamento de lado a lado, éstas se abrieron en un enorme abanico que cada vez cubría mayor parte del cielo.

Togul Barok había estudiado suficiente geometría para saber lo que significaba esa forma aparente de desplegarse: los meteoritos se dirigían justo hacia ellos.

Como heraldo adelantado de los demás, un bólido se acercó a Mígranz dejando un reguero de humo detrás, en un silencio tan extraño que Togul Barok comprendió que debía viajar más rápido que el propio sonido.

El proyectil celeste chocó contra el pináculo del torreón, reventando en cientos de bolas de fuego que salieron disparadas en todas direcciones. Un pavoroso estampido resonó en el aire, como si un gigante hubiera hecho restallar un látigo de un extremo a otro de la bóveda del cielo. Muchos testigos se agacharon tapándose los oídos con los tímpanos rotos. Aquel estallido ensordecedor se mezcló con el estrépito del chapitel derrumbándose y enviando por los aires miles de fragmentos de pizarra y de granito.

Luego se desató la locura.

La siguiente explosión sonó a la izquierda de Togul Barok. Cuando miró para allá vio el rastro de humo oscuro flotando en el aire, y una bola de fuego que se elevaba del suelo a unos quinientos metros de donde se encontraba.

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Visualizó los números de Urtahitéi casi por instinto. El mundo se volvió tres veces más lento a su alrededor. Sobre la bola de fuego vio volar cuerpos mezclados con rocas, árboles, trozos de suelo, caballos enteros o desmembrados. Una ráfaga de calor azotó su costado, la atalaya se movió a los lados como si la zarandeara un gigante y Togul Barok cayó desde arriba. Se revolvió en el aire y cuando chocó con el suelo lo hizo rodando sobre sí como un trompo.

– ¡Compañía Noche! -gritó-. ¡Noctívagos, reuníos a mi alrededor!

Parecía imposible que alguien pudiera oírlo en medio del estrépito y los gritos de pavor. Pero muchos de sus hombres, aunque no estaban recuperados del todo de la Urtahitéi, se aceleraron también y corrieron a formar una piña alrededor de su emperador y general.

Las luces y los regueros de humo ocupaban ya todo el cielo. Varios bólidos más impactaron en las murallas de Mígranz, destrozándolas como si fuera un castillo de arena. Había cuerpos saltando por todas partes, con tal violencia que una mujer con los cabellos ardiendo se estrelló a apenas quince metros de Togul Barok, tras volar casi dos kilómetros desde las almenas.

Togul Barok comprendió que las estrellas no eran otra cosa que rocas incandescentes, como aquel fragmento del Cinturón de Zenort que se había estrellado en Trisia y había provocado esta guerra. Algunas se volatilizaban antes de llegar al suelo; otras, del tamaño de puños, caían sobre las tropas como proyectiles de asedio, sólo que a una velocidad infinitamente superior, tanto que ni siquiera se veían venir. A apenas unos pasos de Togul Barok, hubo un destello blanco y la cabeza de un hombre desapareció, salpicando de sangre y sesos a todos los que estaban alrededor.

Por sí solos, esos meteoritos podrían haber diezmado al ejército de Áinar como una letal descarga de arqueros celestiales. Pero entre aquellos miles de proyectiles volaban otras rocas más pesadas, algunas tan grandes como carromatos, que al estrellarse se fundían en cegadoras llamaradas y abrían enormes boquetes que devoraban a compañías enteras.

Y había fragmentos aún mayores. Uno de ellos, del tamaño de una casa de tres pisos, impactó en el centro de Mígranz con tal violencia que convirtió toda la fortaleza en una bola de fuego. Una monstruosa bofetada de aire caliente derribó a los hombres de la compañía Noche. Togul Barok aguantó de pie a duras penas, pero un instante después el suelo se sacudió a los lados y arriba y abajo, y ya le fue imposible mantener el equilibrio.

No veía nada. A su alrededor todo eran llamaradas, nubes de humo y de polvo, lluvia de tierra, de pavesas y de jirones de ropa ardiendo. Pero ahora estaba deslumbrado, el centro de su visión lo ocupaba la bola de luz que había terminado de destruir Mígranz y un zumbido en sus oídos amortiguaba el rugido de las explosiones.

Comprendió que era cuestión de segundos que lo alcanzara un proyectil de piedra, o que uno de los meteoritos mayores lo vaporizara junto con su compañía y lo convirtiera en menos que un recuerdo.

Pese a las sacudidas del suelo, logró ponerse de rodillas. Trató de agarrar la lanza por el asta para tirar de ella y sacarla de las anillas que la unían al espaldar de su coraza, pero estaba tan nervioso que las manos no le respondían y se hizo un corte en la palma con el filo.

– Sodse hemás! -gritó, aferrándola en ambas manos y levantándola sobre su cabeza.

Una fina línea negra brotó de la moharra. Tras subir unos cuatro metros, se abrió en el aire como un surtidor y empezó a formar una cúpula de cristal.

Togul Barok contuvo el aliento. La cúpula se había cerrado sobre ellos, llegando hasta el suelo. Muchos de los miembros de la compañía quedaron encerrados en su interior, pero a algunos, los que estaban más cerca del perímetro exterior, la caída de aquella pantalla de cristal les mutiló un brazo o un pie, y hubo varios a los que partió por la mitad.

El estrépito ensordecedor de la catástrofe había desaparecido. Dentro de la cúpula, junto al zumbido de sus tímpanos, Togul Barok pudo oír los jadeos de sus hombres e incluso los latidos de su corazón. Comprendiendo que no era necesario seguir en Tahitéi, se desaceleró y ordenó a sus hombres que hicieran lo mismo.

Pensó que la bóveda no debía ser de vidrio, sino de algún otro material mágico. Era en cierto modo como cristal, pero un cristal bañado en ondas de luz que partían desde el centro, como si estuviera cayendo sobre la cúpula un intenso chaparrón que barriera su superficie con oleadas de agua. El color era azul, entreverado de brillos rojizos y bandas más oscuras que se movían a una velocidad desconcertante. Aunque la cúpula no dejaba pasar ningún sonido del exterior, permitía que se filtrara luz suficiente para comprobar que a su alrededor seguían cayendo meteoritos.

Uno de ellos, tan grande como una vaca, golpeó el techo de la bóveda. O más bien no llegó a golpearla: simplemente se desvió antes de chocar y se estrelló contra el suelo unos metros más allá, convirtiendo en cenizas a decenas de hombres.

El suelo debería haber temblado, pero no lo notaron. A cambio, experimentaban la desconcertante sensación de no tener peso. Uno de los soldados dio un respingo al ver que aquel meteorito caía sobre ellos. Al hacerlo se levantó del suelo y empezó a flotar hacia el techo de la cúpula. Sin embargo, no llegó a tocarlo, porque al acercarse a medio metro de ella algo lo detuvo y lo envió de nuevo hacia abajo.

Mientras el infierno seguía desatado allá fuera, algunos de los soldados intentaron tocar la pantalla que los protegía, e informaron a Togul Barok de que era imposible acercarse. Una fuerza invisible los repelía.