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– Es la misma fuerza que nos protege -afirmó él, con una seguridad que estaba lejos de sentir-. Permaneced en el sitio y esperad.

Procuró quedarse quieto. Cualquier movimiento provocaba reacciones extrañas, sobre todo en las vísceras, que parecían flotar a su antojo dentro del cuerpo. Era como navegar en una mar picada, pero sin ver las olas ni poder anticipar las sacudidas del barco. Pronto empezaron a oírse arcadas y la cúpula se llenó de olor a vómitos.

A cambio de salvar la vida, aquel inconveniente no era más que una fruslería. Al cabo de unos minutos, dejaron de ver lo que había más allá de la fluctuante pared de la cúpula: todo era polvo y un humo negro impenetrable.

– ¿Cuándo acabará esto? -preguntó alguien.

– Paciencia, soldado -respondió el oficial al mando-. Confía en nuestro emperador. Nos ha mantenido vivos hasta ahora, y nos llevará vivos hasta el final.

Capitán. Así se llamaba el oficial. Como los demás miembros de la compañía, había renunciado a su familia, amigos y propiedades por convertirse en uno de los elegidos del emperador. Incluso de sus nombres se habían despojado. Ahora cada uno de ellos tenía un apodo. El portaestandarte era Atalaya, por su altura. El jefe, Capitán. El más menudo y rápido de los Noctívagos, Colibrí. El más duro y musculoso, Roquedal. El más callado, simplemente Silencio.

Era un experimento de Togul Barok para crear espíritu de cuerpo, y de momento parecía ir bien. Encerrados en aquella cúpula, aislados del ruido exterior, sabedores de que tal vez serían los únicos supervivientes de su ejército, con el estómago revuelto por las extrañas sensaciones producidas por la magia que a la vez los protegía, se mantuvieron en formación, silenciosos y disciplinados.

Cuando la cúpula desapareció por sí sola, el sol rozaba las cumbres de las montañas. Pero sólo los ojos de doble pupila de Togul Barok pudieron localizar dónde se hallaba. Estaban rodeados por una nube de polvo que no dejaba ver a apenas diez pasos.

– Todos detrás de mí -le dijo a Capitán.

– ¡Agrupaos todos! -ordenó el oficial-. ¡Formad por orden de lista, y que cada hombre tenga localizado al anterior y al siguiente! ¡No quiero que nadie se pierda!

Descubrieron que habían sobrevivido ciento veinte, aparte del propio emperador. Tan sólo la mitad de la compañía, pensó Togul Barok. Pero eso no era nada comparado con el resto de lo que sospechaba que había perdido.

El paisaje resultaba irreconocible. Antes de la catástrofe, era una llanura de pastos ya agostados que esperaban las lluvias de otoño, sembrada de pequeñas arboledas dispersas.

Ahora el llano se había convertido en un terreno sembrado de cráteres y socavones de todos los tamaños, a veces unos dentro de otros. Intentaron caminar rodeándolos, pero en ocasiones no les quedaba más remedio que bajar al fondo de aquellos agujeros. Algunos estaban todavía tan calientes que humeaban, y los hombres procuraban apartarse de ellos. El suelo estaba sembrado de cenizas, polvo y fragmentos de roca. Muchas piedras se habían fundido, convirtiéndose en bloques de vidrio que aún quemaban. Como a su vez habían recibido nuevos impactos, se habían roto en esquirlas aguzadas, de modo que había que pisar con cuidado para que no les atravesaran las botas y se clavaran en sus pies como puñales.

El aire estaba muy caliente, mucho más que unas horas antes, cuando luchaban bajo el sol del mediodía. Era peor que un día de canícula; hacía un calor seco que irritaba la nariz y la garganta. Caminaban entre toses y escupitajos, atragantados por el polvo que flotaba en el ambiente. Togul Barok sospechaba que parte de lo que estaban respirando eran cenizas humanas y animales.

En los socavones más pequeños encontraron restos de carne, algunos chamuscados como si los hubieran asado en una parrilla. En los bordes se veían tripas y músculos desgarrados. De sangre no quedaba resto: el fuego del cielo parecía haber evaporado todo líquido. Por otra parte, en los cráteres mayores no había más que polvo y cenizas: si hubo seres humanos allí, habían quedado reducidos a nada. En el fondo de uno de aquellos agujeros la temperatura seguía siendo tan alta que vieron un charco de roca borboteando al rojo vivo.

Había algunos supervivientes. Unos cuantos se sumaron a los restos de la compañía Noche en su deprimente exploración, pero la mayoría estaban tan malheridos o se hallaban en tal estado de estupor que se quedaron en el sitio. Lo más extravagante que vio Togul Barok, y que casi le resultó onírico, fue a un hombre que caminaba a duras penas sobre los nudillos y los muñones de las piernas, al parecer, cauterizados en el acto. Aquel tipo estaba examinando dos pantorrillas de distintos cadáveres tiradas en el suelo, como si dudara cuál elegir. ¿Acaso pensaba que se las podía coser a su cuerpo? ¿Quería quedarse con las botas?

Incluso el guía más experimentado se habría desorientado sorteando cráteres, hoyos, cuerpos, peñascos, terrones arrancados del suelo, para colmo en medio de un manto de polvo y ceniza y columnas de humo. Pero cuanto más caía la oscuridad más se activaba la doble visión de Togul Barok; un rasgo que durante muchos años creyó compartir con el resto de la humanidad y que ahora le permitía saber por dónde se acababa de poner el sol y dónde se hallaba la masa rocosa de la Espuela.

Tú no eres humano, le recordó su gemelo colérico, que después de un rato de silencio -la lluvia de fuego debía haberlo asustado- había vuelto a llamar con su martillito dentro del hueso temporal, toc, toc, toc. El humano soy yo, tú eres el monstruo.

Por el momento, Togul Barok estaba demasiado concentrado explorando el terreno como para hacerle caso. Llegaron a las inmediaciones de la empalizada, o más bien de sus restos: apenas quedaban en pie algunos troncos solitarios y carbonizados. En un incendio normal, todavía estarían ardiendo.

Pero aquello no había sido un incendio normal, evidentemente.

En esa zona había más cadáveres de caballos. Entre cuerpos y restos irreconocibles se movían los heridos, y también los supervivientes que habían resultado ilesos, con las ropas y las armaduras grises de polvo. Ainari y Trisios se mezclaban, pero ya había pasado el tiempo de combatir. Todos estaban tan superados por lo ocurrido que vagaban sin hablar, como almas en pena, cabizbajos buscando no se sabía qué entre los restos.

Es lo que ocurre cuando el cielo se desploma sobre tu cabeza, pensó Togul Barok.

– Ya sé de quién es la faz que apareció en la luna -dijo un soldado de la compañía apodado Dardo.

– Será de Rimom, ¿de quién si no? -preguntó otro al que llamaban Castor por el tamaño de sus incisivos.

– No. Tiene que ser Manígulat. Esto sólo puede habérnoslo mandado el señor del fuego celeste. En algo debemos haberle ofendido.

Togul Barok se volvió. A los primeros hombres que le seguían los veía con su visión normal, pero los que se hallaban más alejados aparecían entre el polvo como perfiles y superficies de colores que revelaban la temperatura de sus cuerpos.

– ¿Tenéis miedo de los dioses? -les preguntó. Poseía una voz en consonancia con el tamaño de su cuerpo y no le hacía falta esforzarse demasiado para que sus palabras llegaran a las últimas filas.

Nadie contestó. ¿Qué podían decirle? Responder «no» sería una impiedad, y lo contrario sería reconocer una emoción desterrada de la compañía Noche: el miedo.

Pero cuando los dioses deciden aniquilarte derrumbando el cielo sobre tu cabeza, es el momento de elegir entre ser impío o valiente. Y Togul Barok tenía clara su respuesta.

– ¡Os he hecho una pregunta! ¿Os dan miedo los dioses?

Unas cuantas voces contestaron que no, pero en tono timorato y vacilante.

– No lo decís en voz alta, y menos delante de mí, pero sé que muchos pensáis que mis pupilas dobles significan que comparto la sangre de los dioses. ¿Es así?