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La espada. La hoja estaba sucia de hollín, pero Agmadán debía haber limpiado el filo usando su propia ropa y entre la roña se apreciaba un fino ondulado que recorría el acero.

Para un Tahedorán era imposible confundir aquella línea de templado. La espada que apretaba su nuez y amenazaba degollarlo era la misma que fabricó el célebre Amintas hacía más de tres siglos. Brauna, la herencia de su padre Cuiberguín Gorión, alias Kubergul Barok.

Se dio cuenta de que estaba bizqueando para estudiar mejor la afilada hasha. La kisha le era imposible verla, porque la tenía debajo de la barbilla.

Ocho. Uno. Dos. Nueve. Dos. Tres. Ocho. Dos.

Maldita sea, ¿por qué no pasaba nada? No, no. No sólo se había equivocado con los números, sino que ni siquiera había visualizado nueve. Cóncentrate, Derguín Gorión. Pero no era fácil aclarar los pensamientos con aquel dolor de cabeza y, para colmo, viendo a tan poca distancia a un enemigo mortal con el rostro abrasado, ojos de demente y una espada afilada en la mano.

– Quiero que sepas esto antes de morir. Me he acostado con Neerya hasta aburrirme de ella, le he hecho todo lo que un hombre puede hacerle a una mujer y luego se la he entregado a mis esclavos para que la posean por turnos.

Ocho. Uno. ¡Dos! Nueve. Dos. Dos. Cero. Nueve. Uno.

Nada. Entre la armadura hinchada por dentro y el dolor de su espalda y de su cabeza, Derguín sabía de sobra que no conseguiría desarmar a Agmadán. Éste tan sólo necesitaba una fracción de segundo para clavarle la espada en el cuello hasta toparse con las vértebras.

– Después la he matado. ¡La he matado hoy mismo, Derguín! Si vieras cómo lloraba cuando la degollé, cómo gorgoteaba su voz…

– Mientes.

– Y también maté a esa criada tuya. ¿Ariel? Sí, así se llamaba. A ella también le he cortado el gaznate.

– Sigues mintiendo.

– ¡Cállate!

Agmadán apretó. No demasiado, sólo lo suficiente para rasgar la piel. Derguín no vio cómo se hundía la punta, pero notó el cálido reguero de sangre gotéandole por la clavícula.

Por los dioses, ¿qué podía haberle hecho al politarca para que lo aborreciera tanto? Apenas habían conversado dos o tres veces en su vida.

– Te daré pruebas de que las maté para que sepas que no te irás al infierno solo.

– No… las tienes.

– Ariel te robó la Espada de Fuego.

Derguín dejó de parpadear un instante y Agmadán lo notó.

– ¡Ah, ahora sabes que no te miento! La niña vino con unas Atagairas y con su madre. Que, por cierto, te conoce…

Una sombra enorme apareció detrás de Agmadán. El gigante de la armadura. ¿Le había parecido poco la patada y venía a rematarlo?

– … y se llama Trí…

Una mano enorme y oscura tapó la boca de Agmadán y tiró de él hacia arriba. El politarca trató de utilizar la espada, pero otra mano le aferró la muñeca con violencia y le obligó a soltarla. Brauna tintineó al chocar contra el suelo. Que no se haya despuntado, pensó Derguín por reflejo de propietario.

Trató de mover el brazo derecho para cogerla, pero la armadura y su propio peso se lo impedían. Estiró la mano izquierda buscando la espada y al hacerlo se quedó tendido boca abajo. El contacto del pomo, aunque fuera a través del guantelete, le infundió algo de energía. Con parsimonia de anciano más que agilidad de Tahedorán, consiguió arrodillarse y después, haciendo fuerza con la mano derecha en el muslo para ayudarse, se levantó.

En todo ello empleó una eternidad.

Agmadán tenía los pies colgando en el aire y forcejeaba por zafarse de las manos que le amordazaban la boca y la nariz y le apretaban la garganta. Sus movimientos eran cada vez más débiles y sus gemidos sonaban más ahogados. No tardó en dejar de patalear, y un desagradable olor a amoníaco delató que sus esfínteres se habían relajado.

Su agresor lo arrojó a un lado como una marioneta rota. No era tan gigantesco como el desconocido de la armadura, pero medía más de dos metros. Pese a que se le veía más delgado y con la cara, la barba y el pelo perdidos de ceniza y hollín, era imposible confundir aquel rostro y, sobre todo, aquel corpachón.

Sólo había un detalle nimio, una minucia que no cuadraba.

Se suponía que estaba muerto.

– ¿Así es como me saludas, Derguín?

Esa ronca voz de oso no podía ser la de un cadáver ni un fantasma. Derguín avanzó dos pasos titubeantes y se abrazó a aquel hombre, o más bien se dejó caer contra su pecho.

– ¡Mazo! ¡Mazo!

Él lo apartó un poco agarrándolo de los hombros.

– ¡Mazo! -volvió a decir Derguín, con voz ahogada. Se dio cuenta de que estaba viendo a su amigo a través de un velo de lágrimas.

El Mazo le hizo dar la vuelta y le examinó por detrás.

– Te has dado un buen coscorrón, muchacho. Tienes la nuca llena de sangre seca.

– Mazo…

– ¿Qué pasa, que el golpe te ha entontecido tanto que sólo sabes decir una palabra?

Los dedazos del antiguo Gaudaba le revolvieron el pelo sin miramientos para despegar la costra de sangre.

– ¡Ay! -se quejó Derguín, dando un respingo.

– Vaya, por fin pronuncias otra palabra. Está bien, parece que no se te ve el hueso ni se te han salido los sesos. Ésa debe ser una buena noticia.

– Pero tú estabas muerto. ¡Yo te vi muerto! ¿Qué ha pasado? Cuéntame qué ha ocurrido.

– ¿Por qué no empiezas tú? Me gustaría que alguien me explicara qué pinto en Narak y por qué demonios esos gusanos de fuego han destruido la ciudad.

– ¿Gusanos de fuego?

Tras un minuto de intercambiar frases atropelladas e incoherentes, decidieron que lo que más urgía en aquel momento era comer algo. El Mazo confesó que, después de cómo lo habían tratado en los últimos tiempos, se sentía bastante flojo.

– ¿Flojo? -Derguín señaló el cuerpo inerte de Agmadán y añadió-: Seguro que si le preguntas por tu flojera tendrá algo que opinar.

Derguín llevaba colgado en bandolera un zurrón con comida y bebida. Por suerte, aunque el pan y el queso habían quedado algo espachurrados por el choque contra la pared, el odre de vino no había reventado y la morcilla embuchada estaba milagrosamente intacta.

Mientras El Mazo embaulaba casi sin respirar, Derguín se despojó de la armadura entre gruñidos de dolor. Cuando la tuvo extendida y abierta en el suelo, comprobó que la capa interior había cambiado. Hasta entonces era como el exterior, de aquel material verde obsidiana que resistía los golpes mejor que cualquier metal. Ahora, sin embargo, le había brotado por dentro un extraño acolchado que, examinado de cerca, parecía una espuma gris compuesta de minúsculas burbujas.

Ante sus ojos, la espuma se deshinchó entre silbidos casi inaudibles. Segundos después, el interior de la armadura volvía a ser como siempre.

Una magia poderosa. La armadura debía haber reaccionado por sí sola al recibir la patada en el pecho, creando una capa amortiguadora para proteger a su dueño. Y probablemente le había salvado la vida.

Ahora que se había quedado tan sólo con la almilla y los pantalones, Derguín comprobó que tenía mucho más calor que antes. El aire era tan sofocante y el suelo se notaba tan caliente como si estuvieran a pleno sol en la llanura de Malabashi. La ropa se le empapó de sudor y se le pegó al cuerpo casi inmediatamente.

Volvió a recoger la espada, que había dejado en el suelo. ¡Brauna! Recorrió la hoja con los dedos con tanta fruición como si acariciara la piel de Neerya.

¿Había llegado a acariciarla alguna vez, o eran imaginaciones tantas veces invocadas que las había trocado en recuerdos? Por temor a causar la muerte de la bella Bazu, prácticamente no la había tocado. Mucho se temía que ya no tendría ocasión de hacerlo.