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Ella no está muerta. Ariel tampoco, se dijo, testarudo. Tenía que tratarse de un engaño de Agmadán, a quien no le bastaba con matarle, sino que también quería que muriera sumido en la desesperación. Ellas no podían estar muertas.

Pero al mirar en derredor y contemplar toda la bahía de Narak convertida en una escombrera humeante, pensó que, si no a manos de Agmadán, sí era más que probable que Neerya hubiese perecido abrasada. Ariel quizá contaba con más posibilidades de haber sobrevivido gracias a Zemal.

¿Y qué había pasado con Mikhon Tiq? ¿Habría luchado contra el gigante de la armadura negra? ¿Con qué resultado? ¿O había decidido huir a lomos del terón, dejándolo a él abandonado a su suerte?

Eran demasiadas preguntas, demasiadas dudas. Debía intentar responderlas poco a poco.

– Toma, Derguín -le dijo El Mazo, tendiéndole el zurrón-. A ti también te vendrá bien comer. Te estás quedando tan flaco como un galgo.

Derguín se negó, pero luego pensó que le convenía meter algo de alimento en el cuerpo. Los imprevistos se sucedían a la velocidad del rayo. Ahora que no tenía a Zemal para enfrentarse a ellos al menos necesitaba reponer fuerzas.

Mientras Derguín comía algo de pan y queso, la cuarta parte de la ración que había devorado El Mazo, éste le sujetó a Brauna. El gigante deslizó los dedos por el filo y, como era de esperar, se hizo una herida en la yema del índice. Ya le había ocurrido en las Kremnas, la agreste comarca de Áinar donde se habían conocido. En aquel momento, Derguín estaba atado a un poste, prisionero de los Gaudabas. El joven recordó que entonces también tenía el pelo pegajoso de sangre por culpa de la pedrada que le había asestado un forajido.

Parece que la historia se imita a sí misma. Aquel pensamiento lo reconfortó un poco. Si el pasado servía como ejemplo, si los acontecimientos tendían a repetirse en círculos, él debía encontrarse de nuevo en el momento más bajo del ciclo. A partir de ahora sólo podía remontar el vuelo.

– Ésta es tu vieja espada, ¿no? La que te regaló tu padre.

– Sí -contestó Derguín, con la boca llena.

Dio un trago de vino, guardó la bota en el zurrón y dejó éste en el suelo. Después examinó la espada que había traído de Pasonorte, una hoja recta que había encargado a un herrero de la Horda y por la que le había pagado dos imbriales. La empuñadura era oscura y el pomo estaba rematado por una cabeza tallada sin orejas ni pelo. Sus rasgos no eran tan finos ni delicados como los de Zemal. Se suponía que la había encargado para dar el pego de lejos, no en un examen cercano.

Para lo que me ha servido, pensó. El robo de la Espada de Fuego debía de ser la comidilla de toda la Horda Roja.

– Si no te importa, te voy a cambiar el arma -le dijo al Mazo, tendiéndole la espada de los dos imbriales.

– Estás más contento de recuperar a Brauna que de verme a mí resucitado, ¿eh?

Mientras intercambiaban armas, Derguín pensó en hacer algún comentario jocoso, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si era por su amigo, por la espada o porque después del golpe se sentía débil, y más aún sin Zemal. Para disimular, se dio la vuelta como si quisiera examinar mejor las líneas de templado bajo la luz de la luna. Aunque el cielo estaba cada vez más oscuro, Rimom brillaba con el doble o el triple de su intensidad habitual y desde su superficie seguía observándolos el rostro ceñudo de Manígulat.

Derguín no tenía vaina para Brauna. La de la imitación de Zemal no servía para acomodar una hoja curva. Si no se acababa el mundo entre hoy y mañana, ya encontraría algún talabartero que le confeccionase una funda. Por el momento, debía pergeñar alguna solución para no llevar desnuda una espada que cortaba casi con mirarla.

Se acercó al cadáver de Agmadán, lo volteó con la punta del pie para no tener que verle la cara y le rasgó la parte de atrás de la túnica. Usando aquellos harapos rodeó la hoja con varias vueltas de tela y utilizó los cordones de las botas de Agmadán para atar y apretar bien la improvisada funda. Envuelta así, no podría hacer una Yagartéi, pero al menos no se cortaría con el filo. Al final de tu vida has sido útil para algo, señor politarca, pensó.

Arreglada de momento la cuestión de la espada, decidió volver a ponerse la armadura. El Mazo tuvo que ayudarle, porque Derguín se encontraba tan dolorido como un nonagenario reumático.

Para su sorpresa, cuando se cubrió todo el cuerpo sintió que la temperatura de su piel bajaba de forma perceptible. Se preguntó qué ocurriría si se ponía también el casco, pero prefirió seguir llevándolo levantado a la espalda, colgado de las bisagras que lo sostenían. No quería hablar con El Mazo desde detrás de la visera de cristal.

– Deberíamos lavarte esa herida -comentó su amigo cuando terminó de ajustarle los cierres de la coraza.

– Creo recordar que por allí había una fuente -contestó Derguín, señalando hacia su izquierda y poniéndose en camino.

Por allí, la larga pared del acantilado describía un entrante, una C menor dentro de la enorme C de la caldera de Narak. En aquella zona estaba el barrio del Nidal, donde residían los ciudadanos más humildes. Si Derguín no andaba muy desorientado, algo muy probable teniendo en cuenta que la ciudad que conoció se había convertido en un montón de ruinas, por esa zona se encontraba el templo de Rimom, el santuario que había vislumbrado en la visión que los había traído a él y a Mikha desde Pasonorte.

Había recibido una segunda visión mientras sobrevolaban el borde de la meseta de Malabashi. Pero ésta era mucho más confusa y no pertenecía a ningún sitio que reconociera. En ella aparecía también Ziyam, con el rostro sudoroso y enrojecido de calor, y un cilindro de basalto que se fundía bajo el fuego de Zemal.

Sus pulsaciones se aceleraron al recordarlo. Cuando Mikha y él contemplaron la devastación que había sufrido Narak, el primer pensamiento que se pasó por su cabeza fue: El dios loco ha despertado. Según el mito que les había contado Linar, Tarimán encerró a Tubilok en roca fundida y después lo arrojó a la fosa más profunda del mar. Tal vez la bahía de Narak no se correspondiese con esa descripción de forma literal, pero sus aguas eran ciertamente hondas.

Los acontecimientos se habían sucedido a demasiada velocidad: la hermosa Narak arrasada, el rostro de Manígulat dibujado en la luna, la lluvia de estrellas. Y cuando aún no había tenido tiempo de asimilar aquellos desastres y portentos, un gigante blindado de tres metros había estado a punto de reventarlo de una patada. Derguín intuía de quién se trataba, pero ni en voz baja quería expresar su sospecha.

Has sobrevivido a tu encuentro con Tubilok…

¡Cállate!, se ordenó a sí mismo. Si esa especie de demonio era Tubilok, ¿qué destino habría corrido Mikha? ¿Había salvado a su amigo de las acechanzas de Ulma Tor tan sólo para dejar que cayera en manos de una criatura más maligna y poderosa?

Paso a paso, se repitió. No era cuestión de atormentarse pensando a la vez en las personas que podía haber perdido ni en el cúmulo de errores que había cometido. No todo eran desastres. Allí estaba El Mazo, milagrosamente resucitado.

O no. Un principio de los Numeristas que le había enseñado Ahri era: «Si tienes dos explicaciones para un hecho, una natural y otra sobrenatural, no lo dudes». ¿Y si El Mazo no había resucitado porque en realidad no había muerto?

La inspiración lo asaltó como un fogonazo.

– ¡Veneno de inhumano!

El Mazo se frenó en seco y se volvió hacia él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque a veces me sorprende mi propia sagacidad.

– Y tu modestia, sin duda.

– ¿Qué tal si me cuentas la historia de tu muerte y resurrección? Debe ser un relato apasionante.

– ¿Y si tú me cuentas por qué demonios me he despertado en Narak justo el día de su destrucción?

– Vayamos por partes. Aunque seas Ainari, seguro que eres capaz de hablar y andar a la vez -Derguín tomó del brazo a su amigo y tiró un poco de él. Quería llegar cuanto antes al santuario de Rimom, o a lo que quedase de él. Explícame qué pasó en Atagaira, o al menos qué recuerdas tú.