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Morir a los diecinueve años estrangulado por una soga de cáñamo no era una experiencia agradable. Pero aquel recuerdo había resultado fácil de olvidar o al menos de arrinconar, ya que Mikhon Tiq estaba embriagado por el descubrimiento de la syfron que había heredado de Yatom y de los poderes que se escondían en ella.

Mas esos poderes se le habían concedido con una limitación. Era como si a Derguín le hubieran entregado la Espada de Fuego añadiendo una cláusula: «Jamás debes sacarla de su funda». Cuando Mikhon Tiq realizaba algún conjuro simple, un hechizo que podría haber realizado cualquier encantador de feria, todo iba bien. Pero si empleaba más poder, si la emisión de energía de su syfron superaba cierto punto, el suelo empezaba a temblar bajo sus pies y una colosal criatura subterránea despertaba y acudía a su llamado, tan voraz como un tiburón al olor de la sangre.

Una cruel iniciación como Kalagorinor. El destino le había entregado la llave de un poder cuyo alcance apenas empezaba a concebir, y se la había arrebatado un segundo después. Mikhon Tiq se sentía como un eunuco vigilando un harén poblado por las mujeres más bellas del mundo.

A la postre, aquella maldición se había revelado útil. Siete eran los Kalagorinor, «los que esperan a los dioses». De uno de ellos, Kalitres, no se había sabido nada durante siglos. Otros cuatro habían sido corrompidos por el nigromante Ulma Tor, de modo que en el certamen por la Espada de Fuego habían decidido apoyar al príncipe Togul Barok, pese a que sus ojos de dobles pupilas proclamaban que pertenecía al linaje de los dioses.

Contra esos cuatro combatieron Mikhon Tiq y Linar en los pantanos de Purk, y si consiguieron derrotarlos fue precisamente gracias a la maldición: el poder desatado de Mikhon Tiq invocó al leviatán subterráneo, que devoró en sus inmensas fauces a los Kalagorinór renegados. Cuando los cuatro magos perecieron, sus syfrones colapsaron, provocando una explosión que se elevó a los cielos como un monstruoso hongo de vapor coronado por un sol en miniatura.

¿Había destruido aquella catástrofe a la criatura subterránea? Al principio, Mikhon Tiq quiso creer que sí, que a partir de aquel momento era libre para utilizar su poder. Cuando en aquella selva insalubre se enfrentó contra Ulma Tor, el joven mago desató todas sus energías, y sin embargo no llegó a sentir en el suelo la trepidación que anunciaba la llegada de la bestia.

Pero aquel combate había sido muy breve, tal vez demasiado para alertar al monstruo de la tierra. Apenas llevaban unos minutos peleando cuando Ulma Tor se había abrazado a Mikhon Tiq y le había besado en la boca. Durante aquel beso, el joven Kalagorinor sintió cómo algo inmaterial penetraba en él, una especie de garfio formado por una cinta que se enrollaba sobre sí misma en más dimensiones de las que podía definir la geometría convencional. Aquel anzuelo enganchó el túnel que unía el cuerpo de Mikhon Tiq con su syfron, y al engancharlo se convirtió en un lazo, apretó y cerró el pasillo.

Era como si un ratero hubiese usado ese lazo para robarle una bolsa con un tesoro dentro. El tesoro era su syfron, el castillo que había heredado de Yatom, donde moraba su espíritu y de donde obtenía su poder. De repente, Mikhon Tiq se había encontrado atrapado dentro de sí mismo, desterrado en un mundo fuera del mundo.

De este modo había empezado su encierro. Su inacabable encierro. En su nuevo universo no existía nada más que el castillo, rodeado por una nada oscura y cubierto por un firmamento negro en el que no brillaban lunas ni estrellas. El único ritmo que medía el paso de las jornadas lo marcaba el reloj interno del propio Mikhon Tiq.

Y gracias a ese reloj había llevado la larga cuenta de los días. Veintiséis mil trescientos. Más de setenta años.

Convertirse en Kalagorinor significaba dejar de ser mortal y apartarse del resto de la humanidad, un destino para almas solitarias. Pero la soledad dentro del mundo no podía compararse con la que había sufrido Mikhon Tiq confinado entre los muros de su syfron. Desesperado, no había tardado en crear compañeros, sirvientes del castillo con los que al menos podía conversar: el chambelán Kuraufur, el bibliotecario Panuque o el más fiel de todos, el alcaide Subiluntar. Sin embargo, cuando hablaba con ellos no conseguía olvidar que estaba conversando consigo mismo, con efluvios emanados de su propio ser.

A la larga, la única distracción que alivió el tedio de aquellos años consistió en explorar el castillo. En su primer viaje por la syfron, cuando Linar lo despertó/mató, encontró una reja de hierro con un cartel y una advertencia: NO PASES DE AQUÍ, MIKHON TIQ. Pero la desobedeció, descendió a las mazmorras del castillo y allí despertó a la criatura subterránea. Desde entonces, no se había atrevido a trasponer de nuevo la reja.

Pero después de miles de jornadas encerrado en su syfron, había decidido que no tenía nada que perder. Y cruzó de nuevo la reja, bajó hasta los mismísimos cimientos del castillo y se asomó a un pozo mucho más hondo y negro que aquel en que despertara al leviatán.

No debes asomarte aquí, Mikha, le alertó la voz de su maestro Yatom. Es demasiado pronto. Sólo cuando sea el momento, cuando lleguen los dioses…

¿Demasiado pronto?, se preguntó Mikhon Tiq. Llevaba una eternidad dentro del castillo e ignoraba cuánto tiempo le quedaba aún, o si alguna vez saldría de aquel encierro. En los límites de su syfron había sentido los embates del enemigo, arietes de energías oscuras embistiendo contra los muros que lo protegían, y sabía que era Ulma Tor, intentando penetrar en aquel reducto fuera del espacio y el tiempo normales. Para luchar contra aquella criatura maligna, que no era un Kalagorinor ni un dios ni ningún poder de este mundo, sino una entidad surgida de las entrañas del infernal Prates, necesitaba todo conjuro y todo conocimiento que pudiera invocar.

De modo que se asomó al pozo negro, subió al brocal… y se dejó caer al abismo. Al insondable abismo que él mismo llevaba dentro.

Y, como dijo un filósofo en una era tan remota que ni siquiera los cielos eran los mismos, el abismo le devolvió la mirada.

Mikhon Tiq sacudió la cabeza. Sus recuerdos tomaban la forma de volúmenes perfectamente organizados en una enorme biblioteca dividida en salas. Ahora cerró el libro en el que guardaba la memoria de la lucha en los sótanos del castillo y lo colocó en su anaquel. Ya llegaría el momento de rememorar aquello.

Abrió los ojos. Casi había olvidado dónde estaba. A su alrededor continuaban los sonidos de la batalla, o más bien de la matanza. Algunas tiendas de campaña ardían mientras otras, las más lujosas, eran saqueadas y se convertían en botín de los vencedores. Mikhon Tiq alzó la cabeza y observó las estrellas, el cinturón de Zenort y la luna azul. ¡Qué placer contemplar un firmamento con luces después de una vida entera bajo una cúpula de negra nada!

Aunque ese mismo firmamento escondía una amenaza que Mikhon Tiq intuía cada vez más cercana. Comprendía ahora que el Mito de las Edades que les contó Linar no era más que una burda simplificación narrada desde una época que ya no podía comprender la ciencia y el conocimiento del pasado, y que las luchas entre dioses, humanos y otras criaturas indefinibles habían sido mucho más complicadas.

¿Lo sabría también Linar? La syfron del mago tuerto era un bosque, no una fortaleza. ¿Escondería en el corazón de la espesura algún rincón prohibido, el equivalente vegetal de las mazmorras de su castillo? ¿Se habría atrevido a visitarlo para consultar los recuerdos más profundos? Mikhon Tiq sospechaba que no, pues en caso contrario Linar también habría despertado a la bestia subterránea.