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Cuando el segundo gusano gigante asomó la cabeza a menos de doscientos metros del Mazo, éste comprendió que la playa no era lugar seguro. Pese a que el suelo seguía sacudiéndose, se dio la vuelta y decidió que lo mejor que podía hacer era regresar a las ruinas de la pagoda. Si un cascote o una piedra le partían en dos la crisma, sería un fin más rápido que quemarse vivo.

De nuevo su corpulencia le sirvió para abrirse paso, ahora en sentido contrario. La multitud gritaba de pánico y cada uno pugnaba y empujaba por huir a un sitio distinto, ya que era imposible adivinar por dónde iba a surgir la siguiente amenaza. De la isla seguían saliendo gusanos incandescentes. El fragor de los chorros de fuego que vomitaban se mezclaba con el grave runrún del trepidar que agitaba el suelo, el estrépito de las rocas que se derrumbaban, el siseo del agua hirviente e incontables chillidos de pavor.

Mientras nadaba casi literalmente entre el gentío, procurando alejarse del mar, El Mazo sintió un intenso calor en la nuca. Desobedeciendo a su instinto, giró el cuello y vio que otra de esas monstruosas lombrices había salido de las aguas en la zona donde él mismo se encontraba unos minutos antes. La bestia abrió aquella obscena boca estrellada y arrojó un surtidor de fuego que cayó sobre la gente. Cientos de personas se convirtieron en antorchas humanas que aullaban de dolor apenas unos segundos antes de desplomarse convertidos en montones de cenizas.

El Mazo braceó con más fuerza, apartando y pisoteando sin contemplaciones, mirando hacia atrás constantemente para ver a qué distancia se hallaba el gusano. La bestia giró la cabeza hacia la izquierda, y su siguiente chorro de fuego trazó un arco de más de cien metros en el aire para caer sobre los barcos mercantes anclados en el puerto de la Seda. El incendio se transmitió de vela en vela y de maderamen en maderamen a una velocidad imposible, hasta que todo el puerto, mil metros de lado a lado, fue pasto de las llamas.

El Mazo siguió empujando, sin hacer caso de los puñetazos y patadas que le propinaban a él. A su derecha, los gusanos más pequeños trepaban por las escaleras que llevaban a los distritos altos de la ciudad. Uno de ellos, pese a su tamaño, subía pegado al frontispicio del templo de Manígulat como una monstruosa oruga que trepara por el tronco de un árbol, lanzando chorros de fuego que fundían la roca y borraban el relieve que representaba al dios.

Volvió a sentir el calor en la nuca y le llegó un nauseabundo hedor a carne y pelo achicharrados. Esta vez El Mazo ni siquiera miró atrás, sólo aceleró más, juntando los brazos ante su cuerpo como una cuña y corriendo a través de la gente.

– No sé cómo, pero logré llegar a esa zona de allí -dijo, señalando hacia las cuestas que los habían conducido hasta las ruinas de la pagoda.

Unos días antes eran calles estrechas y tortuosas en las que se sucedían rampas y escaleras. Cuando El Mazo las atravesó, resultaba aún más difícil avanzar, pues estaban llenas de escombros derrumbados durante el temblor.

– Pero luego llegaron los gusanos. Como ves, dejaron el terreno mucho más despejado.

Derguín asintió. Cuando acudió a consultar a la oniromante, desde aquel lugar no se veía el mar, tapado por los edificios. Sin embargo, ahora podía contemplar la bahía y el vivo reflejo azul de Rimom en sus aguas. El paso de aquellos monstruos ígneos había abierto nuevas calles y aplastado y fundido los escombros.

Varum Mahal, autor de la célebre Historia de las islas de Ritión, había escrito hacía casi doscientos años un opúsculo titulado Sobre las entrañas de Tramórea en el que aseguraba que la capa exterior del suelo se sustentaba sobre un gran lecho de barro primordial. Dicho barro podía ser frío o ardiente y surgir a la superficie en forma de arcilla, cieno o lava. Pero Mahal también sostenía que en esa capa subterránea moraban criaturas mucho mayores que las que habitaban la superficie. «Si el aire, las aguas y la tierra bullen de todo tipo de animales, ¿por qué el lodo primigenio va a estar muerto y desprovisto de vida?»

Derguín pensó que a Varum Mahal le habría gustado comprobar que su hipótesis era cierta. Por desgracia, no habría sobrevivido para escribir un apéndice a su opúsculo.

– Cuando llegué a las ruinas del templo, decidí que la única escapatoria era meterme aquí -dijo El Mazo, señalando al agujero circular que daba acceso a la cueva donde moraba la oniromante.

– ¿Encerrarte? En vez de achicharrarte al aire libre, ¿preferías abrasarte dentro de esta ratonera?

– ¿Y qué habrías hecho tú? Las llamas estaban cada vez más cerca de

mí.

El Mazo se volvió hacia la bahía y trazó un arco con el brazo para indicar por dónde se movían los incendios. Después señaló a la derecha, por encima del puerto de la Seda. Allí, a unos quinientos metros del santuario de Rimom, estaba la Costana del Norte, una calle muy empinada que salía de Narak. Tampoco deberían haberla visto desde donde se hallaban, pero ya no había nada que les ocultara el panorama.

– Ésa habría sido la única escapatoria. Pero por allí no podía ir. Un gusano que no sé de dónde demonios saldría había llegado ya a ese camino y estaba convirtiendo en cenizas a todos los pobres diablos que trataban de huir de la ciudad.

Derguín había recorrido esa calzada más de una vez para pasear por los acantilados que rodeaban el norte de la isla y llegar hasta la hermosa y tranquila playa de Arubak. La costana estaba festoneada de álamos que brindaban una agradable sombra. Ahora no quedaba ni un árbol y, pese a que no alcanzaba a verlo desde allí, sospechaba que los adoquines de la calzada se habrían convertido en asfalto fundido por el paso del gusano de fuego.

Se volvió hacia el agujero en la pared.

– Así que entraste por este hueco. No debió ser fácil con tu tamaño.

– No, no lo fue. Pero acerté.

Derguín asomó la cabeza. Recordaba que la cueva tenía forma de pequeña cúpula, pero ahora su interior estaba sumido en sombras.

– Eso es evidente. Estás vivo.

– La cueva de dentro era muy pequeña, y me di cuenta de que si un gusano se acercaba y soplaba su chorro de llamas me cocería como en un horno. Pero resulta que en la pared de enfrente había otro agujero así -explicó El Mazo, trazando un dibujo en el aire.

– Un óvalo.

– Eso es.

– No recuerdo la existencia de esa puerta.

El Mazo se encogió de hombros.

– Supongo que la abrieron hace poco cortando la pared. La losa que habían arrancado estaba tirada en el suelo, ni se habían molestado en quitarla.

– ¿Y dices que habían cortado la pared?

– Limpiamente. Pasé la mano por los bordes y ni siquiera raspaban.

¡Zemal! Sólo la Espada de Fuego podía practicar un corte así. De modo que aquella puerta la había abierto Ariel. ¿Para escapar de los gusanos de fuego… o para despertar a alguien que yacía en las profundidades?

El Mazo le contó que en el interior de la cámara había visto otro cadáver.

Por su descripción, debía de ser la oniromante. No encontró cascotes caídos que explicaran su muerte; pero no le sobraba precisamente tiempo para indagar, así que se adentró en el túnel que se abría al otro lado del agujero.

Y lo hizo justo a tiempo. A sus espaldas oyó el rugir de las llamas, y en el suelo del túnel vio su propia sombra recortada contra una intensa luz y sintió el calor en la espalda.

Derguín tocó la pared que rodeaba al agujero circular. Estaba negra, pero no había llegado a fundirse. Tal vez el gusano de fuego no se había acercado mucho, o sus llamas habían perdido fuerza. Pero de no ser por el túnel que penetraba en el acantilado, estaba seguro de que su amigo habría muerto achicharrado o asfixiado en la cueva de la oniromante.