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El Mazo siguió contándole que había bajado por el túnel hasta que dejó de oír ruidos y sentir calor. Después había aguardado un tiempo prudencial, que a él se le antojó un día entero, pero que al parecer no había pasado de doce horas.

– El resto ya lo sabes. Salí de aquí y vi que los gusanos habían desaparecido y la mayoría de los incendios se habían apagado ya.

Derguín imaginó que eso ocurría porque las llamas de los gusanos debían alcanzar tal temperatura que lo consumían todo y agotaban rápidamente el combustible. No era extraño que, pese a que se había hecho de noche, siguiera haciendo más calor que en un día de verano.

– Estaba que me caía de hambre, así que me puse a buscar algo de comer, pero no había nada. Entonces, cuando llegué a la playa de la Espina, poco antes del templo de Manígulat, te vi tirado junto a la pared y a ese individuo amenazándote con la espada. Y ya está.

– ¿No has encontrado a ningún otro superviviente entre las ruinas?

El Mazo negó con la cabeza.

– Supongo que, si alguien más se ha salvado, debe haber huido de la ciudad.

Derguín suspiró, desconcertado. ¿Cómo se habría salvado también Agmadán, precisamente Agmadán? No podía ser casualidad. Seguro que tenía algo que ver con el viaje hasta allí de Ziyam, Ariel y…

Un momento. Justo antes de que apareciera El Mazo, Agmadán había dicho algo que a Derguín le había llamado la atención. ¿Qué era?

«Vino con la madre de la niña. Ella parece conocerte. Se llama…»

¿Qué nombre había dicho? Juraría que empezaba como el de Tríane, o sonaba parecido. ¿Tríane? ¿Qué podía pintar Tríane con ellas en Narak?

Sacudió la cabeza para ahuyentar aquel pensamiento. Si trataba de relacionarlo y comprenderlo todo se iba a volver loco. Necesitaba proceder paso a paso, descomponer los hechos en partes manejables para analizarlos y afrontar primero lo más urgente.

– No creo que en Narak encontremos comida, a no ser que pretendamos alimentarnos de cenizas y huesos calcinados -dijo, apartándose de la pared y de la entrada a la cueva-. Con mis provisiones tenemos para comer dos veces.

– ¿Dos veces? -gruñó El Mazo, incrédulo.

– Yo últimamente como poco. Venga, marchémonos de aquí.

– ¿Adónde?

Derguín se quedó pensativo.

– Si tomamos la Costana del Norte, a unas tres horas de camino está Arubak. Es un pueblo pesquero, así que seguro que podrán darnos una cena tardía.

– Si es que los gusanos de fuego no han tomado esa dirección…

– Tengo la esperanza de que se hayan conformado con destruir Narak.

– ¿Por qué?

Derguín se encogió de hombros. Era difícil explicar su intuición. Sospechaba que esas criaturas habían surgido del barro primordial convocadas por alguien muy poderoso y muy enfadado después de largos siglos de encierro. La bahía de Narak había sido su cárcel, y como tal cárcel había recibido su castigo.

Prefería pensar que era así, y no que unos seres de inconcebible poder destructor vagaban por la isla de Narak abrasando y quemando todo a su paso.

– Si en Arubak nos alquilan una barca, podríamos ir a Nahúr -sugirió El Mazo.

Su amigo se había construido una casa en aquel lugar, una pequeña isla frente a la costa sur de Narak. Derguín asintió por no discutir. Ya hablarían después, pero sospechaba que Nahúr no sería su destino.

¿Y cuál era su destino ahora mismo? Estaban ocurriendo muchas cosas y todas escapaban a su control. No sabía nada de Mikha. Tampoco tenía la menor idea de dónde buscarlo, así que era mejor no preocuparse por él de momento.

Ariel y la Espada. Eso le urgía más. Si la niña se había salvado, y esperaba de todo corazón que sí, seguramente habría huido de Narak. Puesto que el pueblo más cercano era Arubak, parecía también el lugar más apropiado para empezar a buscarla.

Mientras bajaban hacia los restos del puerto de la Seda para tomar la calzada del norte, El Mazo le dijo:

– Creo que ahora te toca hablar a ti, Derguín. ¿Qué demonios está pasando en el mundo? ¿Por qué hay una cara en la luna? ¿Por qué no llevas encima la Espada de Fuego?

Derguín se preguntó si era posible que ambos hechos guardaran relación. Pero, como no lo sabía, se limitó a narrar por orden todo lo que había sucedido desde la aparente muerte del Mazo. Al fin y al cabo, tres horas de camino daban para un largo relato.

JUNTO A LAS RUINAS DE MÍGRANZ

Los dioses no me doblegarán, se repitió Togul Barok. ¡No a mí, que llevo su sangre!

Casi tres años antes, la diosa Himíe se le había aparecido en sueños para revelarle que era su madre.

La mayoría de los sueños salen a través de una gran puerta de marfil y son engañosos. Algunos, en cambio, provienen de una estrecha puerta de cuerno tallado y cuentan la verdad. Togul Barok se convenció de que el ensueño que le mandó Himíe era veraz, porque en él vio una imagen que luego se cumplió: la torre en forma de huso donde había luchado con Derguín Gorión por Zemal.

Si por sus venas corría sangre de los Yúgaroi, eso explicaría sus pupilas dobles y su sobrehumana fuerza física. En la torre de Arak había recibido una confirmación más dramática. Derguín lo había atravesado de parte a parte con su espada. En aquel momento, Togul Barok sintió cómo todo se volvía frío y oscuro, cerró los ojos y pensó: Conque es así como acaba todo.

Pero luego los abrió y se tocó bajo el esternón, donde se había clavado el acero de Derguín. Bajo sus propios dedos, la herida se estaba cerrando. Notó bajo la piel una vibración que lo recorría de lado a lado, como si un ejército de diminutos cirujanos estuvieran remendando su herida por dentro. La milagrosa curación fue tan rápida que todavía pudo perseguir a Derguín, y si no lo alcanzó antes de que cogiera la Espada de Fuego fue por una fracción de segundo.

Después de la lucha tuvo tiempo de sobra para pensar, cuando se hundió en las profundidades de la torre y empezó una peregrinación de varios meses por las entrañas de la tierra.

Y cuanto más reflexionaba, más dificultades encontraba para aceptar la revelación de Himíe. Sí, sus ojos tenían pupilas dobles y sus heridas se curaban por arte de magia. Pero ¿cómo compaginar la historia de su concepción con lo que sabía de su nacimiento? Su madre, la segunda esposa del emperador Mihir Barok, había muerto días después de dar a luz. Había un médico y tres comadronas para testificarlo. Todos ellos le habían confirmado a Togul Barok que, incluso antes de cortarle el cordón umbilical, descubrieron que en cada uno de sus ojos había dos pupilas.

Por supuesto, era posible que le mintieran. Pero ¿de qué otra manera podrían haber ocurrido las cosas? ¿Se había quedado la diosa Himíe encinta de Mihir Barok? ¿Dónde había pasado su embarazo, en el Bardaliut? ¿Había llevado al bebé luego al palacio imperial para dar el cambiazo? Tanto disimulo y ocultación no parecían propios de una divinidad.

Empezó a obtener algunas respuestas mucho más tarde. Antes, conoció al extraño pueblo que se hacía llamar simplemente la Tribu. Su caída por el pozo interior de la torre de Arak había durado una eternidad, entre tinieblas en las que ni siquiera él alcanzaba a atisbar más que vagas sombras. Esperaba aplastarse contra el suelo en cualquier momento y se preguntaba si su poder de curación recién descubierto podría salvarlo cuando se convirtiera en una

pulpa de carne macerada y huesos rotos.

Por suerte, el fondo del pozo contenía un vasto lago subterráneo. Togul Barok se hundió en sus aguas gélidas como una bola de plomo, pero su cuerpo resistió el impacto y sus pulmones la larga ascensión hasta la superficie.