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En aquella caverna había encontrado a la Tribu. Un pueblo formado por ciento diecisiete miembros, número que para ellos era importante mantener. Sus grandes ojos, todo pupilas, eran capaces de penetrar en las tinieblas. Gracias a ellos se orientaban en su peregrinación por un laberinto de túneles. Buscaban una luz primordial que habían perdido y que no se encontraba en la superficie de Tramórea, sino en las más remotas profundidades.

Con ellos viajó durante meses. Finalmente, le robó al Sabio Cantor la lanza negra, escapó de la Tribu y salió al aire libre en una de las islas de la Barrera, al norte de Malirie. En un mapa comprobó que había recorrido a vuelo de pájaro, o más bien a horadar de topo, novecientos kilómetros. Pero caracoleando por aquellos inacabables túneles que subían, bajaban y se revolvían sobre sí mismos, la distancia debía de haber sido el doble o el triple.

En aquella isla se enteró de que todos lo daban por muerto. Prefirió que así siguiera siendo y regresó a Áinar de incógnito. No resultó tarea fácil. Primero tuvo que conseguir dinero, para lo cual el príncipe actuó como un vulgar ladrón, ayudado por el poder asesino de la lanza negra. Después, permaneció oculto en su camarote durante toda la travesía hasta Simas, en la costa sur de Áinar, y también durante el viaje río arriba en una chalana.

Llegado a Koras, se disfrazó con un manto harapiento, un bastón y una gasa gris que tapaba sus ojos pero le dejaba ver lo suficiente, y recorrió las calles encorvado y haciéndose pasar por ciego. Las estrictas ordenanzas instauradas por consejo de su maestro Brauntas impedían pasar de un distrito a otro sin salvoconducto, de modo que había tenido que abrirse paso hasta la ciudadela central escalando tapias como un gato noctámbulo.

Una vez que subió a la Mesa, el monte sobre el que se asentaba la ciudadela, decidió que era el momento de dejar de ocultarse y pasar a la acción. En esa noche, se dijo, moriría -si eran capaces de matarlo- o se convertiría en emperador. Para alguien que conocía la Urtahitéi y se cansaba mucho menos con ella que cualquier otro Tahedorán, no fue complicado llegar hasta el palacio y entrar en él desembarazándose de cuantos guardias le salieron al paso, recurriendo a veces a la espada y a veces a la lanza negra.

Su sorpresa vino cuando llegó a los aposentos privados de Mihir Barok, en el corazón del palacio imperial. Nunca había penetrado más allá de la sala de audiencias, donde su padre le hacía arrodillarse en el centro de un círculo de antorchas mientras él le hablaba desde fuera, de tal manera que el calor de las llamas ofuscaba su visión doble.

Al irrumpir en la alcoba del emperador, vio a Mendile tumbada en la cama. Desnuda y con las piernas abiertas, la tercera esposa de Mihir Barok se dejaba cabalgar por un hombre de espalda y nalgas velludas. Sólo cuando se dio la vuelta para mirar al intruso reconoció Togul Barok que aquel trasero tan hirsuto pertenecía a su severo preceptor, Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas.

Muchos adúlteros sorprendidos en pleno fornicio arguyen «Esto no es lo que parece». En el caso de Brauntas y Mendile era cierto. Antes de matarlos, Togul Barok les sonsacó abundante información. Así averiguó la razón de que el emperador llevara tanto tiempo ocultándose de sus súbditos: lupus. Había contraído la enfermedad hacía doce años y, cuando los síntomas resultaron muy evidentes, se escondió en el corazón del palacio.

La enfermedad había acabado matándolo en el 997, dos años antes del certamen por Zemal. Como Mihir Barok llevaba tanto tiempo recluido, a la camarilla que lo rodeaba le resultó sencillo fingir que seguía vivo y gobernar en su nombre sin tener que entregar el trono a Togul Barok.

Al príncipe le resultó muy satisfactorio torturar a Brauntas hasta la muerte. El Numerista era un hombre que jamás se reía y condenaba todos los placeres ajenos, y cuando Togul Barok era niño le había aplicado generosamente la vieja receta de la verdasca de olivo. Ahora le tocó a Brauntas sufrir los refinamientos de la lanza negra, un instrumento muy dúctil que podía herir como el hierro, quemar como el fuego o enviar por el cuerpo atroces corrientes de dolor que hacían que los dientes castañetearan hasta astillarse y los miembros se convulsionaran hasta que los huesos terminaban quebrándose.

Con Mendile no se empleó tan a fondo. No por respeto a su sexo, sino porque apenas conocía a la tercera esposa del emperador y no guardaba cuentas pendientes con ella. Además, Mendile no necesitó ver la punta de la lanza negra demasiado cerca de sus ojos para desembuchar toda la información que le solicitó el príncipe. Así descubrió detalles sobre su concepción y nacimiento que hasta entonces le habían ocultado. En agradecimiento concedió a Mendile una muerte rápida.

La historia que reconstruyó fue la siguiente: en el año 960, su padre se había casado con Rhiom, una hermosa aristócrata natural de Pashkri de la que, al parecer, Mihir estaba muy enamorado. Durante seis años intentó en vano dejarla embarazada. Por fin lo consiguió, pero Rhiom murió desangrada en el parto y el bebé nació muerto. Afortunadamente, según las comadronas, pues sufría malformaciones que lo habrían convertido en un monstruo incapacitado para el trono.

Tras un tiempo de luto, Mihir Barok volvió a casarse, esta vez con una noble Ainari. Su nueva esposa Ilizia no tardó en quedar encinta, pero la carcomía la obsesión por la muerte de Rhiom y las deformidades de su bebé. ¿Le ocurriría lo mismo a ella? En el tercer mes de gravidez, soñó que una mujer muy alta y de piel fosforescente se aparecía a los pies de su cama. Ilizia comprendió que se trataba de Himíe, la diosa que concede los hijos y protege a las mujeres en los partos.

– Conozco y comprendo tus temores -dijo la diosa-. Para que tu embarazo llegue a buen puerto, debes acudir mañana al templo de Tarimán, entrar sola en la cella donde se encuentra su estatua, arrodillarte ante él y rogarle que te ayude.

– Mi señora -contestó la mujer-, ¿cómo es que me pides que vaya a pedir ayuda a un dios varón en lugar de ir a tu propio templo?

– Mujer de débil fe, ¿no entiendes que Tarimán es el más ingenioso de entre los dioses y también el que más entiende de medicina? Él te ayudará ahora, y yo te auxiliaré cuando llegue el momento del parto.

– Perdóname, mi señora Himíe. ¡Qué contento se pondrá mi marido el emperador cuando sepa que has venido a visitarme, pues ansía sobre todas las cosas tener un hijo varón!

– Escúchame, Ilizia. Si quieres salir con bien de este embarazo, no debes decirle nada a tu esposo. Cuando llegue el momento, sabrá lo que tenga que saber, y no antes.

Tras estas palabras, la diosa desapareció de la alcoba. Al despertar a la mañana siguiente, Ilizia obedeció sus instrucciones sin decirle nada a su esposo. Apenas había amanecido cuando ya estaba ante las puertas del templo de Tarimán. Una vez allí, ordenó a los sacerdotes que le abrieran la cella y volvieran a cerrarla cuando ella hubiera entrado.

Pero el emperador Mihir Barok, que era de sueño ligero, había seguido a su esposa a cierta distancia, acompañado por Barim, un Tahedorán con nueve marcas que con el tiempo se convertiría en Gran Maestre de Uhdanfiún. Cuando entró en el templo, los sacerdotes le dijeron que Ilizia había mandado expresamente que no dejaran pasar a nadie. Obviamente, el emperador podría haberles obligado a que le abrieran la cella, pero prefirió asomarse por el ojo de la cerradura.

Lo que vio lo dejó tan horrorizado que empalideció y vomitó en un rincón del templo, pero no les dijo nada ni a Barim ni a los sacerdotes; simplemente, se marchó de allí.

Mihir Barok decidió repudiar a su esposa. Pero esa misma noche fue él quien, a solas en el dormitorio, recibió la visita de Himíe.

– No te atrevas a hacerles ningún daño a esa mujer ni al niño que nacerá de su vientre -le advirtió la diosa-. Pues es hijo mío, aunque en verdad te digo que también lleva tu semilla.