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– ¡Clávale la lanza!

– ¡¿Por qué?!

– ¡Antes de que nos vea! ¡Date prisa!

Linar se dio la vuelta y se puso en cuclillas.

Más nervioso incluso que durante la lluvia de meteoritos, Togul Barok luchó por extraer la lanza de las anillas que la sujetaban a la coraza. Por fin logró sacarla, la levantó sobre su cabeza y la clavó en el ojo con todas sus fuerzas.

Al hacerlo oyó un grito tan penetrante que le taladró los oídos, penetró en su cerebro e hizo que su gemelo parásito chillara también y rascara con desesperación en su cráneo, rrrikkk, rrrikkk.

Cuando levantó la lanza, el ojo había reventado, dejando en el suelo un charco de fluido viscoso y fosforescente en el que las pupilas nadaban como tres pequeñas cucarachas. Togul Barok examinó la punta del arma para buscar alguna mancha, pero estaba limpia.

Sin darse la vuelta ni incorporarse, Linar exclamó:

– ¡Guárdate la lanza y márchate de aquí! ¡Llévate a tus hombres ahora mismo! ¡Haz lo que te digo!

No, haz lo que te digo yo, sugirió el gemelo. Ahora que empuñas la lanza, clávasela en la espalda.

Durante unos segundos eternos, Togul Barok se quedó con el brazo en alto y la punta de la lanza negra apuntando a la espalda indefensa de Linar. Un instinto muy profundo le decía que debía matarlo, que aquel viejo era su enemigo por naturaleza.

«Será como si ni siquiera hubieras nacido.»

No le hagas caso… Con la lanza somos poderosos…

– Si tú insistes tanto, es que no es bueno para mí -dijo Togul Barok en voz alta. Volvió a encajarse la lanza en la espalda y, sin despedirse de Linar, se dirigió de vuelta al lugar donde había dejado a sus hombres.

Los primeros cien metros los recorrió andando. Luego recordó el ojo reventado en el suelo, un pánico irracional se apoderó de él y arrancó a correr.

CIUDAD DE NIKASTU, PASONORTE

Era ya casi de noche cuando las patrullas que Kratos había enviado a recorrer Pasonorte se reunieron en el punto de encuentro, al pie de la cuña rocosa sobre la que se asentaba la joven ciudad de Nikastu. Una vez reagrupados, emprendieron la subida por el serpenteante sendero que conducía hasta la entrada oriental de la ciudad. Para satisfacción de Kratos, el vano de la puerta ya estaba tapado por dos batientes de madera de cuatro metros de altura. El paso siguiente sería construir un dintel de piedra y torres de vigilancia laterales, amén de un túnel techado para añadir una segunda puerta. Por el momento, la función de las torres la cumplían dos atalayas de madera. Sobre ambas ondeaban sendos estandartes con el orgulloso narval de la Horda Roja que había derrotado a los ejércitos de la oscuridad.

Desde la atalaya derecha, un centinela hizo sonar una trompa para saludar a los recién llegados. Los batientes se abrieron hacia fuera sin emitir un solo chirrido.

– Suave, suave, sí señor. Es lo que le digo a mi chica, que tenga siempre las puertas bien engrasadas por si en cualquier momento le toca abrirlas para que yo entre.

Kratos miró de soslayo al hombre que había hablado. Oxay, mestizo de Trisio y Ainari, mandaba el batallón Narval, el mismo en el que había servido Kratos como capitán hasta convertirse en general en jefe de la Horda. Oxay era un gigantón de trenzas rubias y piel pálida, que ahora se le había enrojecido por el sol. «A ver cuándo cambia el tiempo de una maldita vez y se nubla», llevaba quejándose todo el día.

El sentido del humor de Oxay resultaba tan tosco como el resto de su persona. Un hombre sincero y vehemente, a veces demasiado. Pero a cambio era incapaz de mentir. Por eso Kratos había confiado en él y en sus hombres para la misión que habían empezado hoy: recorrer las aldeas para anotar las provisiones almacenadas en los graneros, contar rebaños y, en general, informarse de todos los recursos de su nuevo feudo. No quería dejar una tarea así en manos de Abatón y sus hombres, que aprovecharían la mínima ocasión para expoliar a los campesinos, acosar a sus hijas y esposas, robar provisiones para sí y crear una red de clientelismo basada en un diez por ciento de sobornos y un noventa por ciento de amenazas.

Cuando entraron en las calles de Nikastu, sus nuevos moradores todavía seguían trabajando. Algo de lo que se congratuló Kratos, que había ordenado que las labores no se interrumpieran hasta la puesta de sol. Aunque sólo era la tercera jornada de la Horda en Pasonorte, no quería perder el tiempo. Si bien las Atagairas y ellos habían firmado una alianza y las ciudades Abinias más cercanas no contaban con grandes ejércitos, a Kratos no le hacía ninguna gracia habitar en una ciudad que no disponía de un circuito cerrado de murallas. Por eso todos, hombres, mujeres y niños, estaban limpiando de escombros las calles y apilando las piedras en montones, clasificándolas por tamaños y formas para reutilizarlas después en paredes y muros. Otras patrullas habían partido hacia la ladera norte de la sierra, donde crecían

extensos pinares de los que podrían obtener madera para vigas, andamios, suelos, puertas y muebles de todo tipo.

Mientras él y sus hombres recorrían la calle de Malabashi, como habían bautizado a la avenida que iba de la plaza central hasta el torreón sur, las trompetas volvieron a sonar. Era el toque de descanso. El sol ya se había puesto tras los montes Crisios. Cuando volviera a salir sobre las montañas de Atagaira, el toque de diana daría la orden de reanudar el trabajo.

– Una jornada larga, tah Kratos -comentó Oxay-. Si hubiera querido estar tan atareado, me habría hecho campesino o puta en lugar de soldado.

Sus hombres le rieron la ocurrencia, y Kratos se permitió una sonrisa. Los Invictos se quejaban de cuánto les hacía trabajar su nuevo jefe, pero él consideraba que la peor infección para un ejército era la holganza. No era un puritano y comprendía que los hombres tenían que beber, jugar a los dados y refocilarse con las seguidoras del campamento; en cuanto a lo último, prefería que formaran familias y se limitaran a acostarse con sus esposas, aunque éstas fueran en muchos casos antiguas prostitutas. Así y todo, no se metía demasiado en ello, siempre que el tiempo del que dispusieran los soldados para sus placeres y diversiones fuera como mucho la quinta parte del que empleaban trabajando.

En realidad, su intención era que la Horda Roja dejara de ser un ejército que en ciertos aspectos se comportaba como un estado para convertirse en un estado que, cuando fuese necesario, pudiese actuar como un ejército. Pretendía que los infantes, jinetes y arqueros fuesen también carpinteros, herreros, talabarteros, campesinos, incluso artistas y maestros. Pero para llegar a esa situación ideal aún quedaba tiempo.

Al pie del torreón, Oxay y sus hombres se despidieron para dirigirse a sus alojamientos. Kratos se quedó allí con los soldados de su escuadrón personal.

Mientras Partágiro, el apuesto Ritión que mandaba su guardia, organizaba los turnos de vigilancia, Kratos subió por la escalera de caracol a buen paso. Era agradable usar las piernas para algo que no fuese cabalgar todo el día. Cuando abrió la cortina que daba paso a sus aposentos, Aidé ya estaba allí esperándolo.

Kratos correspondió a su abrazo, pero por encima del hombro de su amante le pareció ver que alguien salía con paso furtivo por otra puerta. Esa cabellera morena…

– ¿No era ésa Rhumi, la chica de Ilfatar? -preguntó, apartándose un poco de Aidé.

– Vaya, ¿lo era? No me había fijado.

– He prohibido que Darkos la vea, ¿lo recuerdas? No quiero volver a encontrarla por aquí.

Al momento se arrepintió de lo que había dicho. Utilizar con Aidé el modo imperativo o expresiones encabezadas por «no quiero», «te prohíbo» o incluso un sutil «preferiría que» significaba meterse en problemas. La joven puso los brazos en jarras y contestó:

– La he tomado a mi servicio personal. Es una muchacha de buena familia, que ha recibido una esmerada educación y ha tenido la mala suerte de que esos bárbaros arrasaran su ciudad.