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– Aun así, no me gusta que ande cerca de mi hijo -respondió Kratos. En

realidad, Rhumi le había parecido una muchacha muy agradable y educada, pero seguía enfadado porque entre ella y su hijo le hubiesen dejado en tan mal lugar con Derguín.

– No pienso consentir que se convierta en una «seguidora del campamento» como decís vosotros, ni voy a permitir que tenga que ganarse la vida en la taberna de Gavilán para que los clientes le den pellizcos en el culo y le cuelen las propinas en el escote.

– No me gusta que me desautorices, Aidé.

– Mira, tah Kratos, tú deja en mis manos los asuntos domésticos, no te metas en ellos y así no tendré que desautorizarte. ¿Acaso me has oído a mí opinar alguna vez sobre cómo debes gobernar la Horda Roja?

Kratos se quedó estupefacto ante la ocurrencia de Aidé. Si algo había hecho desde el primer día en que él se convirtió en jefe de los Invictos era opinar de todo. Su gesto de asombro debió ser tan cómico que incluso la joven se dio cuenta de que lo que acababa de decir se contradecía de forma palmaria con la realidad, y empezó a reír a carcajadas y se abrazó a Kratos.

Aunque habían recorrido tales distancias y sufrido tantos avatares que las últimas semanas se antojaban una eternidad, lo cierto era que sólo llevaban siendo amantes un mes. La mera cercanía física bastaba para enardecerlos. Lo que había empezado como el inicio de una posible discusión terminó entre las sábanas del lecho.

Cuando terminaron, Aidé le hizo recostar la cabeza entre sus senos. Normalmente era ella quien se apoyaba sobre el pecho de él, pero ahora se empeñó en lo contrario, como si quisiera acunarlo. Para Kratos resultaba algo incómodo; le obligaba a torcer la espalda y además le daba la impresión de que su peso debía molestar a Aidé.

– ¿No los notas más hinchados?

Kratos palpó con la mano izquierda los pechos de la joven. Ya lo había hecho antes, pero no precisamente con intenciones examinadoras.

– Yo diría que los noto iguales. Sólo estás de un mes, Aidé.

Ella suspiró y le pasó la mano por la cabeza. Al hacerlo se oyó un áspero kejjjj, kejjjj.

– Pinchas un poco. -Su rostro se iluminó como el de una niña-. ¿Me dejas que te afeite?

Kratos se resignó. Jamás había dejado que nadie que no fuera un barbero lo afeitara; ni siquiera su concubina Shayre, por más que insistía en ello.

– ¿De qué te has acordado? Se te han puesto los ojos tristes.

– ¿A mí? No, no es nada -contestó Kratos, apartando la mirada-. Estaba pensando en todo lo que tenemos que organizar mañana.

– Olvídalo ahora. La noche es el reino de las lunas, del descanso y del placer.

Al recordar a Shayre había sentido una punzada de melancolía. No es que la echara exactamente de menos ni la comparase con Aidé. Pero desde que cumplió los cuarenta, había descubierto que la mochila que llevaba a la espalda y cargaba el peso de lo vivido abultaba cada vez más. Seguía siendo hombre de proyectos y de acción, pero a ratos, sin ser invitadas, lo asaltaban imágenes del pasado. Y cuando eran de Shayre no podía evitar el dolor. No había llegado a sentir por ella la misma pasión que por Aidé, pero era tan joven y había sufrido una muerte tan injusta…

Por supuesto, no lo expresó en voz alta. Aidé era muy celosa. No dejaba de ser curioso: cuando se habían conocido, ella era la amante de otro hombre. Kratos todavía conservaba fresco el recuerdo de cómo Aidé había seducido a Forcas y lo había arrastrado a la cama para convencerlo de que le permitiera ir de cacería. Aquella noche se había acostado con el duque para conseguir hacer el amor con Kratos al día siguiente. Por desgracia, las cortinas de la tienda no eran precisamente paredes de mampostería y él lo había escuchado todo.

Ah, pero que él no mirase siquiera a otras mujeres. Un sucinto comentario sobre el atractivo de la reina de las Atagairas le había valido una larga discusión.

En fin, así era la temperamental Aidé para lo bueno y para lo malo. Si el bebé les salía tan dominante como la madre y tan testarudo como el padre, su educación iba a ser de lo más entretenida.

– ¡Padre! ¡Padre!

La silueta de Darkos se recortó al otro lado de la cortina. Kratos se incorporó en la cama, mientras Aidé tiraba de la sábana para taparse los pechos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Kratos. Se dio cuenta de que se oían gritos y voces en el terrado y también en la calle.

– ¡Tienes que venir a ver esto! ¡Corre! ¡Hay una cara en la luna!

Kratos se puso los pantalones y, descalzo y sin camisa, salió de la alcoba, cruzó la sala común y subió la escalera que llevaba a la trampilla y al terrado. Allí estaban ya Partágiro y varios soldados más.

En el oeste quedaban restos de la luz del día, unos matices cárdenos flotando sobre las arrugadas cimas de los montes Crisios. Pero al este, donde el cielo debería verse más oscuro y ya cuajado de estrellas, Rimom brillaba con mucha más intensidad que nunca. Aquel resplandor habría sido señal suficiente como para inquietar a los astrólogos, pero lo que mantenía a todo el mundo boquiabierto en el terrado y en las calles de Nikastu era el rostro barbudo y de mirada severa que los contemplaba desde la luna azul.

Y después vino la lluvia de meteoritos.

Kratos apoyó las manos en las almenas, bajó la cabeza y suspiró. Mientras todos miraban al cielo, él rumiaba pensamientos sombríos.

Cuando llegaron a Pasonorte había llegado a pensar que a partir de ahora llevaría una vida normal. Dirigir la Horda como un gobernante benévolo y a la vez estricto. Procurar que la región entera prosperara y, quién sabe, con el tiempo pudiera convertirse en una nación, mandada por reyes o por generales elegidos. Terminar de educar a su hijo adolescente y enseñarle a manejar la espada, casarse, amar a su joven esposa y sobrellevar sus cambios de humor. Envejecer despacio y contar batallas y aventuras.

Pero al ver el rostro pintado en la luna comprendió que el tiempo de los prodigios no había terminado, que las ominosas insinuaciones de Linar sobre los tiempos difíciles que los aguardaban no eran sólo paranoicos delirios de viejo.

La prueba no tardó en llegar. Pues unos minutos después de que los últimos rastros de las estrellas fugaces se borraran del cielo, empezaron los gritos de terror.

– Buena faena nos ha hecho Derguín -dijo Baoyim, frotándose la mejilla con gesto cansado.

Ambos habían vuelto a la taberna de Gavilán. En la mesa, entre Kybes y ella, descansaba la breve nota que Derguín le había entregado a un centinela de la Horda antes de desaparecer, según los escasos testigos, a lomos de una bestia alada.

He partido con Mikhon Tiq por recuperar la Espada de Fuego. No pudiera llevaros. Sólo sitio para dos. Volveré. Seguid a Kratos. Nos peleamos los dos, pero seguid donde él esté. Yo os encontraré.

La había escrito en el idioma de los Aifolu para evitar que nadie que no fuese Kybes la pudiese leer. Aunque el estilo adolecía de ciertas incorrecciones, el mensaje era claro.

– ¿Que sigamos a Kratos? -se quejó Baoyim-. ¿Adónde? No parece moverse de Pasonorte. Y éste no es nuestro sitio.

Como para corroborarlo, estaban sentados los dos solos en una mesa donde habrían cabido seis comensales más. Nadie intentaba unirse a ellos ni les invitaba a una ronda.

– En realidad -continuó Baoyim-, nunca he pertenecido a ningún sitio, ¿sabes? Siempre he sido muy rara. -Se tocó los rizos negros y los sacudió con cierto desdén, como si quisiera librarse de ellos. Se le había subido la bebida, pero la borrachera le estaba dando más mohína que eufórica-. Mírame, ni siquiera parezco una Atagaira.

– Eres una mujer muy hermosa, Baoyim.

– ¡Para ti puede que lo sea, pero en mi raza soy un bicho raro! Además… ¡si a ti ni siquiera te gustan las mujeres!

– Que me gusten los hombres no quiere decir que no sepa admirar la belleza femenina, Baoyim. Créeme, si decidiera tener una novia tú serías mi primera opción.