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Se dio cuenta de que seguía teniendo en la mano el fragmento de lanza. La lanza de Prentadurt, que perteneció al rey de los dioses, Manígulat, y que en aquel entonces, según el mito, era roja. Después, cuando Tubilok se apoderó de ella, se convirtió en negra.

Pero no tenía por qué ser negra ni roja. Mikhon Tiq se la acercó al rostro para examinarla mejor y acarició su superficie con los dedos. Aunque ahora parecía de madera, no lo era en realidad, sino que estaba fabricada en algún tipo de materia transmutable. ¡El sueño de un alquimista!

– Bronce -pronunció Mikhon Tiq en Ritión. No ocurrió nada. Pensó en recurrir al lenguaje de los Arcanos y dijo-: Khalkós.

Bajo la mano notó una corriente, un suave calambre que recorrió sus dedos, y la vara renegrida se convirtió en bronce frío y dorado. Y sin embargo, del mismo modo que no había sido madera, Mikhon Tiq percibió que no era del todo bronce, sino una especie de falso metal que tan sólo lo parecía en su superficie.

Pero lo más interesante estaba en su interior. Para verlo y sentirlo mejor, pronunció Krústallos y la vara se hizo transparente.

Dentro de ella latía un finísimo hilo de luz azulada. Mikhon Tiq cerró los ojos y recurrió a otros sentidos que no poseía cuando era un simple mortal.

Aquel tenue resplandor ocultaba, en realidad, una energía mucho mayor. Muchísimo mayor. El hilo era una especie de grieta en el espacio, una irregularidad geométrica en la que se concentraba tanta masa como en una gigantesca montaña. Si Mikhon Tiq podía levantar la vara era porque esa grieta estaba rodeada por un cilindro forjado de un material que no cumplía las leyes de este mundo, un elemento que, de haberlo soltado en el aire, en lugar de caer al suelo se habría elevado hacia las alturas huyendo de la masa de la tierra.

Tanto el hilo de luz como el cilindro de materia antinatural estaban rodeados por una delicada filigrana de hilos y pequeños relieves interiores, tan minúsculos que ni siquiera los sentidos acrecentados del Kalagorinor podían discernir sus detalles. Y dentro de esa filigrana se escondía algo más.

Almas. Eran vidas humanas, absorbidas por el poder de la vara. Diminutas luces orbitando alrededor del hilo central. Mikhon Tiq comprendió por qué los cadáveres tendidos en el suelo parecían momias. La lanza de Prentadurt había absorbido su esencia, los había drenado de aquello que los convertía en personas, algo más vital que la misma sangre.

Pero allí dentro había muchísimas más almas que cadáveres dentro de la empalizada, miles de veces más. ¿Cuántas vidas habría arrebatado aquel objeto diabólico?

– Xúlon -dijo Mikhon Tiq, y la materia transmutable del exterior se convirtió de nuevo en madera.

Aquella vara era una maravilla creada por una magia o una ciencia ya perdidas. En su interior albergaba grandes poderes en liza, fuerzas primordiales que se contraponían y anulaban. Pero Mikhon Tiq sospechaba que el equilibrio era inestable y que, si manejaba el fragmento de lanza sin precaución, podía sembrar la destrucción a su alrededor y aniquilarse a sí mismo.

Decidió abandonar aquel lugar y buscar de nuevo a Derguín. Absorto en el objeto que llevaba en la mano, casi se tropezó con una máscara de madera. Bajó la mirada y la observó unos segundos. Era triangular, casi tan grande como un escudo. Tenía tres rubíes encastrados, grandes como huevos de codorniz. Nada que pudiera interesar a un Kalagorinor, así que Mikhon Tiq la apartó con la puntera.

De haberla recogido del suelo, Mikhon Tiq tal vez habría salvado a Narak. O tal vez no, porque, como rezaba un antiguo proverbio Ritión: Lo que está por pasar tiene mucha fuerza.

TIENDA DE BINARG-ULISHA-RHAIMIL

Pese a que apenas unas semanas antes habían estado a punto de declararse la guerra -sólo la lejanía física había impedido que entraran en combate-, los Invictos de la Horda Roja y las Atagairas comprendieron que el destino los había convertido en aliados forzosos y, sin necesidad de intercambiar heraldos ni juramentos, alcanzaron el acuerdo tácito de no agredirse ni mantener conflictos hasta que llegara el momento de administrar la victoria.

Aún faltaban algunas horas para el amanecer cuando las Teburashi evacuaron a la reina del campo de batalla. La tienda de Ulisha era tan grande que las Atagairas pudieron alojar a Tanaquil en una de sus dependencias. El azar o el capricho de Kartine quisieron que ambos, el general supremo del Martal y la soberana de Atagaira, agonizaran al mismo tiempo a unos metros de distancia, separados tan sólo por compartimentos de tela y biombos de madera y papel de seda.

Tanaquil se empeñó en recibir a Derguín antes de morir. Mientras la reina y el Zemalnit hablaban, Ziyam se mantuvo alejada, descansando en un sitial de cedro con incrustaciones de marfil. Agradecía sentarse, porque la pierna derecha, que había quedado atrapada bajo el peso de su yegua, le dolía horrores. La tenía amoratada, casi negra, pero la médica la tranquilizó. Cualquier golpe en la piel albina de una Atagaira producía unos negrales que en personas de tez más oscura habrían hecho pensar en gangrena.

Derguín y su madre hablaban casi en susurros, demasiado bajo para que Ziyam captara sus palabras. El Zemalnit se había despojado de su armadura. Llevaba la almilla verde tan empapada que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando sus músculos y también sus costillas. «¿Por qué estás tan delgado, si he visto que comes como un lobo?», le había preguntado Ziyam en su alcoba de Acruria, mientras le recorría la línea de los abdominales con la uña. «Es Zemal. Su fuego me consume», le contestó él. Entonces, la princesa no supo si hablaba en serio o en broma. Ahora sospechaba que había sido sincero.

Aparte del sudor, no se apreciaba en Derguín ninguna otra señal de que hubiera combatido durante horas: ni una herida, ni un moratón, ni siquiera una escoriación de la armadura. Con ese aspecto, podría venir de una sesión de entrenamiento y no de una batalla. Como un dios, pensó Ziyam con esa amarga mezcla de admiración y rencor que le despertaba el joven Ritión.

Mírame, Zemalnit. Mírame, te estoy mirando, repitió mentalmente la princesa, entrecerrando los párpados, como si a través de ellos quisiera enviar las ondas de un hechizo.

Por fin, Derguín debió notar aquellos ojos azules clavados en la nuca, porque volvió la cabeza un segundo. Ziyam le sonrió con suficiencia, tratando de transmitirle en un gesto toda la satisfacción de la victoria. Al final he conseguido ser reina. Pero, para su propia desazón, notó cómo las pulsaciones se le aceleraban y la boca del estómago se le encogía. Era una sensación desconocida para ella: tener algo al alcance de la mano, tan cerca, y no poder cogerlo.

Derguín apartó la mirada y siguió hablando con la reina. Ziyam respiró hondo. En dos o tres días como mucho, tendría que volver a Atagaira con el ejército y quizá nunca volvería a ver al Zemalnit. Aquel pensamiento le resultaba insoportable.

Maldita estúpida, se recriminó. Derguín sólo era un hombre, un ser inferior, un pene dotado de dos piernas que lo transportaban de un lado a otro.

Nunca, se repitió. Nunca volverás a verlo. Olvídalo…

¿Nunca? Tal vez no… Ziyam tenía todavía una última carta, un dado cargado con plomo. Con ciento cincuenta kilos de plomo, de hecho. Pensando en ello, se permitió una sonrisa.

– Pronto serás reina, mi señora -le susurró al oído Tyanna, una de sus partidarias en la corte. Sin duda había malinterpretado su gesto.

Por fin, Derguín se fue de la tienda. Tanaquil estaba empeorando con rapidez y ningún varón debía ver morir a la reina. Pero antes de salir, el Zemalnit se volvió y echó una última mirada atrás.

Directamente a Ziyam.

¡Él también siente algo por mí! No puede evitarlo, siente algo por mí. La princesa notó cómo se le subía la sangre al rostro, pero poseía el suficiente dominio sobre sí misma como para controlar incluso aquel rubor.