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– Derguín ha dicho que sigamos con Kratos, pero no tengo muy claro qué papel podemos desempeñar en la Horda. -Kybes observó a su alrededor-. Nos consideran como un apéndice del Zemalnit. Y ahora él se ha ido.

– Ha prometido que volverá.

– Y sé que cumplirá… a no ser que le ocurra algo.

– No le va a pasar nada. Sabe defenderse solo. Es el Zemalnit.

– Pero no tiene la Espada de Fuego.

– Es un gran Tahedorán. Tú lo sabes mejor que yo. Ten un poco de confianza en él.

Lo que sentía Baoyim por el Zemalnit era, más que lealtad, devoción. Kybes había observado que Derguín, siempre reconcentrado en sus proyectos y visiones, no intentaba cultivar su encanto ni manipular a los demás para convencerlos de nada. Tal vez precisamente por eso despertaba admiración en los hombres, sobre todo si eran jóvenes e idealistas como los Ubsharim.

Pero esa admiración se convertía, en el caso de las mujeres, en una extraña atracción. Debía ser la mezcla de misterio y cierto desvalimiento, a pesar de ser, como se lo había descrito Kybes a Ariel, «el mejor guerrero del mundo».

Como Atagaira, Baoyim parecía sufrir esa mezcla de admiración masculina y atracción femenina por el Zemalnit. Sentimientos que Derguín no sospechaba que fuese capaz de despertar. Y también en eso, en la poca importancia que se atribuía a sí mismo, debía residir parte de su encanto.

¿No será que tú estás un poco enamorado de él?, se preguntó Kybes. La respuesta era sí. No sentía por él un intenso deseo físico como el que le habían despertado Semias o Tulbán, el imponente portaestandarte del Martal. Pero a veces, cuando veía a Derguín tan angustiado, devorado por Zemal, que era una enfermedad cuando la tenía y una maldición cuando la perdía, le daban ganas de estrecharlo entre sus brazos, besarle en la frente y decirle: «No pasa nada. No tienes que salvar tú solo al mundo, Derguín Gorión».

– ¿Se puede saber qué está pasando? -preguntó Baoyim.

Abstraído y casi adormilado en sus pensamientos, Kybes se sobresaltó. Los clientes se estaban levantando de las mesas y acudían a la parte este de la taberna. Aunque ésta seguía destechada, Gavilán había instalado toldos para dar más sensación de recogimiento. Algo debía estar ocurriendo en las alturas que aquellas carpas no dejaban ver.

Kybes y Baoyim cogieron sus jarras y se incorporaron al grupo, empujando un poco con los codos para hacerse sitio.

La luna azul resplandecía como si quisiera hacerle la competencia al sol, con tanta fuerza que a su alrededor el cielo se había teñido de un halo azul y no se veían las estrellas. Un prodigio que la mayoría de los presentes interpretaron como propicio: más luz significaba sin duda un futuro más brillante.

Pero las miradas de optimismo se trocaron en exclamaciones de desconcierto cuando en la luna apareció un rostro barbudo que no sonreía precisamente.

– Por la dragona -musitó Baoyim-. ¿Qué significa esto?

Los dedos de la Atagaira palparon el cinturón, buscando la espada que había dejado en el armero a la entrada de la taberna.

– Esto no va a traer nada bueno -añadió. Después hizo unos cuantos gestos que debían ser mágicos y salmodió algo en su idioma. Kybes sólo entendió el nombre de Iluanka, la dragona a la que rendían culto.

– ¿Qué crees que significa, Baoyim?

– No lo sé. Pero no hay que confiar en las divinidades del cielo. Ya te lo he dicho más de una vez.

«Los dioses oscuros han sido derrotados, tah Derguín.» Kybes recordó la frase que había pronunciado la víspera. El rostro que los observaba desde Rimom no era oscuro literalmente hablando. Pero su gesto no prometía nada bueno.

Luego vino la lluvia de estrellas. Cuando era niño, su madre le había contado que, cuando se ve una estrella fugaz, se puede pedir un deseo. Ahora Kybes podría haber solicitado decenas o cientos de ellos. Y, sin embargo, pensó que aquellas luces tan hermosas no iban a traer bendiciones, sino a acarrear males sin cuento.

Unos minutos después, la estatua de Anfiún despertó.

BARDALIUT

La lluvia de meteoritos sobre Mígranz ha debido durar unos diez minutos. Después de los primeros impactos, las nubes de polvo y ceniza que se levantan cubren el terreno hasta miles de metros de altura. Pero el Bardaliut posee ojos que pueden penetrar en esas nubes, visores que captan radiaciones en toda la anchura del espectro y reconstruyen las imágenes con colores virtuales. De este modo, los dioses siguen disfrutando del espectáculo sin interrupciones. Los miles de mortales que un minuto antes combatían entre ellos ahora saltan por los aires en grupos de diez, de cien, de quinientos, o directamente se volatilizan por las altas temperaturas de los impactos más potentes. Los que sobreviven corren despavoridos; sin embargo, es sólo cuestión de probabilidades y, por tanto, de tiempo que sean alcanzados por algún fragmento. Las imágenes, ampliadas y divididas en pantallas para que los dioses puedan centrarse en disfrutar en cada momento la sección más interesante de aquel drama en vivo, son mudas. Aun así, resulta fácil imaginar los gritos de terror de los que huyen, los relinchos histéricos de los caballos que no saben adónde escapar, los zumbidos supersónicos de los meteoritos al penetrar en la atmósfera, las ensordecedoras explosiones cuando las rocas celestes chocan contra el suelo y su energía cinética se convierte en un estallido de calor.

Cuando todo termina, la fortaleza ha desaparecido y el peñasco que la sustentaba ha quedado irreconocible. La llanura donde han combatido ambos ejércitos es ahora una superficie torturada, plagada de cráteres de distintos tamaños, algunos que se abren en el interior de otros mayores. A Tarimán le sugiere una representación a pequeña escala de cómo era el antiguo satélite que, destruido en el mismo cataclismo que creó el Prates, se convirtió en el anillo de fragmentos rocosos conocido por los mortales como el Cinturón de Zenort.

Al terminar el espectáculo, los dioses aplauden. Tarimán también; no quiere llamar la atención sobre su persona, aunque en su fuero interno sabe que esto ha sido como dar una paliza a un anciano borracho. Es de suponer que a sus hermanos les ha evocado recuerdos de otras guerras, pero aquella parodia de batalla sólo ha sido un pálido reflejo del pasado.

En la primera gran guerra entre ambas razas, los acrecentados, que todavía no se hacían llamar dioses, utilizaron los vastos recursos de la región exterior del sistema solar. Los naturales dominaban por aquel entonces la zona interior hasta la órbita del cuarto planeta y también poseían armas poderosas. Si a veces los acrecentados conseguían eludir la vigilancia de la red de satélites y aniquilaban ciudades de millones de habitantes, por su parte los naturales contraatacaban con sus propios proyectiles y destruían hábitats espaciales tan grandes como el Bardaliut.

Pero ¿qué pueden hacer los mortales de ahora, confinados a la superficie de Tramórea? ¿Arrojar piedras contra las alturas mientras insultan a los dioses?

Eso, al menos, es lo que deben creer el resto de los Yúgaroi. Tarimán

sabe más, pero se guarda bien sus pensamientos.

Manígulat agradece los aplausos de sus hermanos. Con otro gesto, las paredes del Bardaliut vuelven a convertirse en mármol, que ahora aparece salpicado con un jaspeado verde muy agradable a la vista. El rey de los dioses se acerca a Anfiún y con un gesto desdeñoso, como al desgaire, le levanta el castigo.

Por fin, el señor de la guerra deja de sacudirse. Un cuerpo normal que golpeara el suelo con tanta violencia como ha hecho él se habría roto los huesos de pies y manos, y se habría descoyuntado todas las articulaciones en las convulsiones de aquella mezcla de pataleta y ataque de epilepsia que le ha provocado el poder de Manígulat.

Pero el cuerpo de Anfíun, como ya quedó dicho, no es normal.