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– ¡Ya decía yo que pesaba demasiado para ser de madera! -comentó Gavilán. Para transportar el Xóanos habían tenido que unir dos carretones, y lo habían levantado improvisando una grúa con vigas y poleas.

Estaban a unos treinta metros cuando Anfiún reveló una nueva arma. Mientras parecía una estatua, todos pensaban que la espada que llevaba al cinto formaba una única pieza de madera junto con la vaina. Pero el coloso la extrajo con un agudo rechinar y la blandió sobre su cabeza. Era una hoja de más de tres metros, tan brillante como la armadura que recubría a su dueño.

Se oyeron algunos murmullos de desánimo entre la formación. Para empeorar las cosas, los ojos inexpresivos de la estatua se iluminaron y dos haces de luz tan pegados que parecían uno solo cayeron sobre la cabeza de Oxay. El general aulló de dolor mientras su melena rubia crepitaba como una antorcha. El rayo rojo se apagó, pero unos segundos después pasó por encima de la cabeza de Abatón y prendió fuego a la ropa del soldado que marchaba dos filas por detrás.

Con sólo girar el cuello, el dios viviente empezó a sembrar la destrucción y el pavor entre las filas de la falange. Siete, ocho, diez hombres más cayeron al suelo entre alaridos, mientras sus compañeros trataban de apagar las llamas de sus cuerpos a manotazos e incluso a pisotones.

Kratos comprendió que si seguían a esa distancia del gigante, el rayo incendiario los aniquilaría. Era preferible luchar cuerpo a cuerpo y arriesgarse a ser aplastados por sus pies y sus puños.

– ¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!

Y aunque las piernas les temblaban de miedo, aunque escudos, ropas y cabelleras ardían en llamas, los hombres de la Horda emprendieron una frenética carrera cuesta arriba cantando Como el viento aplasta la hierba.

No era la primera vez en su vida que Darkos se daba cuenta de que dejarse llevar por sus impulsos era una pésima idea.

Su padre estaba muy enfadado con él por haberse ido de la lengua, y con razón. Era Darkos quien debía haber guardado el secreto del robo de Zemal. En el momento en que se lo había contado a Rhumi, aquel rumor escapó de su control. Y todo el mundo sabía que las mujeres son más indiscretas que los hombres -curiosamente, a Darkos no se le ocurrió confrontar ese tópico con el hecho de que el primer culpable de indiscreción había sido él.

Si quería congraciarse con su padre, tenía que demostrar que merecía su respeto. Cuando vio desde el terrado cómo aquella estatua cobraba vida y caminaba por las calles destrozándolo todo a su paso, pensó que no había mejor ocasión de probar su valor.

Al fin y al cabo, ¿no había subido a la Torre de la Sangre de Nidra para salvar a Aidé y se había enfrentado al demonio Molgru? ¡Era un héroe, uno de los pocos supervivientes de Ilfatar, el hijo del gran tah Kratos May!

Eso había pensado en aquel momento. Pero ahora era muy distinto. Ahora avanzaba hacia la muerte apretujado entre hombres sudorosos de miedo, aguantando con el antebrazo izquierdo un escudo de roble que pesaba más de ocho kilos y aferrando con ambas manos una lanza de fresno de casi cuatro metros que tenía que llevar lo más alta posible para no ensartar con la punta al soldado que marchaba delante ni pinchar con la contera al que le seguía.

Además, para ser sincero, era el Gran Barantán quien había derrotado a Molgru, no él. Y esta vez no tenían al mago para ayudarlos.

Pensando en magia estaba cuando empezaron los fuegos. Las luces rojas destellaban en el aire y de pronto brotaban llamas de la nada. Al ver que el coloso volvía la mirada hacia su zona, Darkos se agachó por instinto. Dos haces paralelos pasaron sobre su cabeza y alguien gritó atrás. Un segundo después, las luces saltaron a un lado, y el soldado que estaba al junto a Darkos aulló de dolor.

Ante la horrorizada mirada del muchacho, el rostro de aquel hombre se arrugó y ennegreció en segundos, mientras unas llamaradas amarillas crepitaban en su barba y un olor espantoso impregnaba el aire. Cuando el soldado cayó de rodillas arrancándose la piel entre alaridos, el rayo letal siguió su camino, prendió fuego al escudo del hombre que marchaba detrás, lo atravesó e incendió su casaca. Por suerte, la luz roja se apagó unos segundos antes de buscar una nueva víctima. El soldado consiguió salir del trance soltando el escudo y apagando a manotadas las llamas de su ropa.

Soltar el escudo, pensó Darkos: eso era lo mejor que podía hacer. Al advertir miradas de pánico a su alrededor comprendió que, aunque los hombres que lo rodeaban fueran guerreros curtidos, esta amenaza demoníaca y sobrehumana los aterrorizaba tanto como a él. Estaban a punto de arrojar las armas al suelo y huir despavoridos.

Fue entonces cuando oyó la voz de su padre, un rugido que se sobrepuso a las pisadas del monstruo metálico y a los gritos de espanto y dolor.

– ¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!

La voz de Kratos surtió un efecto casi tan sobrenatural como el rayo rojo. Darkos notó cómo se le erizaba la piel de sus lampiños antebrazos y un extraño calor recorría sus venas. Alguien delante de él empezó a cantar, y todos lo corearon:

– ¡ Como el viento aplasta la hierba! ¡Como el mar arrastra la arena!

Darkos no era oficialmente un Invicto, pero ahora se sintió uno más de la Horda. Pese a la carga del escudo y la pica, corrió cuesta arriba con redobladas energías. Por delante de él veía cabezas, bordes de escudos, puntas de lanzas que tremolaban al compás de la carrera. Y, sobre todo, la figura gigantesca de una estatua viviente de seis metros que bajaba la calle hacia ellos con paso hierático y blandiendo una espada casi tan larga como la pica que sujetaba él con ambas manos.

Cuando iba a cantar el tercer verso con el nombre de Hairón, descubrió que los hombres lo habían cambiado espontáneamente.

– ¡Corred, Invictos de Kratos! ¡Que vibren las voces! ¡Que tiemblen las piedras! ¡ Corred, Invictos de Kratos!

– ¡¡Corred, Invictos de Kratos!! -gritó él, y su voz de adolescente se quebró en un gallo.

No, no había sido tan mala idea. Bajó la vista un segundo y abrió el meñique izquierdo. Pegado al astil de la lanza vio el doble pliegue de su dedo, la curiosa mutación que compartía con su padre.

Sí, el sitio de Darkos May, por peligroso que fuera, estaba al lado de Kratos May.

En la primera fila los rayos incendiarios ya habían derribado a seis o siete hombres, que después eran aplastados por los pisotones de los que venían detrás. Había caído Oxay, y también el trompeta Makrum, y el veterano Mardrán de la compañía Narval. Y Gavilán, su querido Gavilán, el hombre que parecía capaz de descender a los infiernos y regresar vivo.

Kratos se preguntó cuánto tardarían aquellos ojos inhumanos y letales en clavar la mirada en él. La tentación de entrar en Urtahitéi era muy fuerte. Pero si se adelantaba y embestía solo contra aquel coloso, ¿qué conseguiría más que quebrar la gruesa asta de su pica?

No, ahora no era tah Kratos, maestro con nueve marcas. Ahora era el general de la Horda, uno más de los Invictos, y si había de vivir o morir lo haría junto con sus hermanos.

Aunque no debieron tardar más de siete segundos en recorrer la distancia que los separaba de Anfiún, se les hicieron eternos. Por fin, mientras los rayos rojos seguían haciendo estragos en la falange, la primera fila de los Invictos, reconstruida sobre la marcha por puro coraje y desesperación, chocó contra la estatua.

Guiadas con rabia homicida, las picas convergieron hacia el pecho y la cintura del gigante. Las puntas de hierro resbalaron sobre aquel metal bruñido como un espejo, arrancando chispas amarillas. Sin modificar su hierática sonrisa, Anfiún echó atrás el brazo derecho para tomar impulso y descargó un tajo sobre la primera fila.

Casi sin darse cuenta, Kratos se encontró en el suelo, empujado por la caída de varios hombres. Sin arredrarse ni soltar la pica, se levantó, afianzó los pies en el empedrado y volvió a golpear con la punta en el pecho del monstruo.