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«¿Qué significa esta absurda historia? ¡Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos!»

Así había contestado a Linar cuando el mago les contó el Mito de las Edades. Aquella noche, Kratos estaba tan furioso que se marchó dejándolo con la palabra en la boca.

Mas esa furia era insignificante comparada con la que ahora hervía en sus venas. ¡Toda su vida ofreciendo sacrificios al justo Manígulat, a la benévola Himíe, a la valiente Taniar, al belicoso Anfiún, a la hermosa Pothine! ¡Pagando diezmos a sus sacerdotes, acordándose de derramar gotas de vino en cada libación, perdiendo un tiempo irrecuperable en salmodiar repetitivas plegarias para impetrar sus favores!

Cuarenta años había vivido engañado. Pero ni un día más.

Se adelantó un par de pasos empuñando en ambas manos la gruesa pica de fresno, la tercera que le pasaban durante la batalla. El monstruo se alzaba ante él, seis metros de metal brillante como un espejo en el que ni las lanzas ni las espadas habían dejado el menor rasguño.

– ¡Escuchadme a mí, dioses o demonios del Bardaliut!

– ¿QUÉ TIENES QUE DECIR, LARVA DE MOSCA?

– Nikastu es nuestra. Pasonorte es nuestro. ¡Tramórea es nuestra! Si tanto la queréis, ¡oh, dioses!, os va a costar ver vuestras entrañas ensartadas en las puntas de nuestras lanzas y vuestro precioso icor empapando las hojas de nuestras espadas.

– ¿QUIÉN ES EL GUSANO MORTAL QUE OSA HABLAR ASÍ AL DIOS ANFIÚN? ¡DIME TU NOMBRE PARA QUE LO APUNTE EN LA HOJA DE PAPEL CON LA QUE ME LIMPIO EL TRASERO!

La ira de Kratos se disparó hasta la órbita de Taniar. De repente, los seis metros de la estatua móvil se le hicieron pocos. Ni la aceleración habría hecho arder sus venas como la cólera sobrehumana que lo poseía ahora.

– ¡Soy Kratos May, hijo de Drofón May! ¡Tahedorán del noveno grado, señor de la Horda Roja, general y hermano de los Invictos, maestro del Zemalnit, esposo de Aidé, padre de Darkos May y de un hijo por venir! ¡Un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo!

Por tercera vez en la noche, Kratos visualizó los nueve números y cargó contra la estatua aferrando la pica y gritando ¡Allawé!

La punta impactó bajo la cintura de Anfiún y arrancó chispas de su superficie metálica. Kratos notó que el hombro derecho, el mismo que lo había atormentado tanto tiempo, se salía de su articulación y al momento volvía a encajar con un doloroso chasquido. La lanza se le escurrió de las manos y él cayó de rodillas al suelo, ridículo, pequeño, al alcance de los enormes pies y puños de la estatua.

– ¡ ¡¡ALLAWÉ!!!!

El grito de ira brotó de cientos, miles de gargantas. Kratos alzó la mirada y vio una empalizada de picas proyectándose sobre su cabeza y chocando contra el cuerpo del dios-monstruo. Las puntas rechinaron, resbalaron, las astas ya rotas se partieron otra vez. Pero había tantas lanzas que juntas formaron un grueso haz de madera y de hierro, y por debajo de ellas aparecieron Invictos con espadas, puñales o las manos desnudas, y corrieron hacia las piernas de la estatua y, clavando los pies en el empedrado, aplicaron los hombros y empujaron entre gruñidos y gritos de ánimo.

A la derecha de Kratos, el gigante Trescuerpos resoplaba y presionaba con su escudo contra el muslo de aquel coloso que casi lo triplicaba en estatura.

No lo conseguirán, pensó Kratos, todavía de rodillas.

Una mano lo agarró del codo izquierdo y tiró de él para levantarlo. Su voz era tan grave y lenta que Kratos desaceleró para poder entenderla.

– ¡… y a por él, padre!

Ayudado por Darkos, Kratos se incorporó. Después, ambos se abalanzaron contra las rodillas de la estatua y empujaron con todas sus fuerzas.

Los enormes pies rechinaron sobre las piedras y las pantorrillas de metal chocaron contra el pretil. Entre todos no habían logrado desplazar a Anfiún más que dos palmos, pero era suficiente. Las picas siguieron empujando contra el pecho del gigante, que empezó a inclinarse hacia atrás. Durante unos segundos se quedó así, como un pino talado a punto de caer, braceando en el aire. Después se inclinó un poco más, el peso del torso lo desequilibró y, por fin, sus pies se despegaron del suelo y pasaron por encima del muro.

Todos los que estaban en primera fila corrieron a asomarse. Alumbrada por la acerada luz de Rimom, la estatua cayó diez metros en vertical, chocó con un espantoso crujido contra las afiladas peñas, rebotó, rodó y resbaló por una pendiente y después se precipitó por un nuevo abismo de treinta metros hasta estamparse en el lecho seco de un río.

Tras el último impacto, su pecho empezó a emitir destellos y luces de colores a una velocidad imposible y a lanzar haces de chispas que saltaban como relámpagos entre las piedras.

– ¡Hid-dalá! -exclamó Darkos.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó su padre.

– Es lo que dijo el Gran Barantán cuando destruyó a Molgru. ¡Nosotros hemos destruido a un dios!

– ¿Estás tan seguro, hijo?

– Ahora lo verás.

Como si las palabras de Darkos fueran proféticas, el cuerpo de la estatua se iluminó y, con un estallido que superó todos los demás ruidos, reventó en una bola de fuego que se levantó más de cincuenta metros, tanto que los Invictos retrocedieron apartándose del calor.

Un grito unánime de alegría brotó de todas las gargantas, y los guerreros que habían vencido en aquella lucha desesperada saltaron y se abrazaron entre lágrimas.

Kratos se sentó en el pretil y respiró hondo. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo el hombro luxado, y le escocía el ojo donde se le había clavado la esquirla de piedra.

Su hijo se acercó a él. Kratos le puso las manos en los hombros y le miró a los ojos.

– Bien hecho, Darkos. Has combatido con tus hermanos.

Al muchacho se le abrió una sonrisa tan grande que sus dientes relucieron en la noche.

– ¡Hemos ganado, padre! ¡Lo hemos conseguido!

– Me temo que no hemos conseguido nada, hijo -respondió él, arrepentido ahora de su ataque de orgullo-. La guerra contra los dioses acaba de empezar.

Unos minutos después, cuando empezaban a recoger cadáveres de las calles, la luz de Rimom se apagó y Shirta, que había salido poco antes, se esfumó del cielo. Taniar, que debía aparecer pasada la medianoche, no llegó a salir.

Siguiendo los designios de los dioses, los humanos no volverían a ver las tres lunas.

EL BARDALIUT

Como bien ha dicho Manígulat, los dioses se divierten. Durante un milenio no han podido utilizar las estatuas de materia transmutable que los hombres conocen como Xóanos. Ellos las denominan waldos, un término antiquísimo inventado en épocas remotas por un visionario que soñó con artefactos mecánicos que podrían reproducir a distancia los movimientos corporales.

Es justo lo que están haciendo ahora los dioses, manejando desde el Bardaliut aquellas imágenes que dejaron en Tramórea antes de que ésta les quedara vedada.

En Koras, capital de Áinar, las estatuas de Rimom y Pothine salen de sus pagodas de madera, no sin antes incendiarlas. Después, recorren las calles de la ciudadela de Alit quemando los jardines con sus haces de luz concentrada, destrozando a patadas y puñetazos todos los edificios que encuentran y aplastando o abrasando a los soldados que han salido de los cuarteles alarmados por las llamas y el ruido. Hay que mencionar que la escultura de Pothine posee unas proporciones que Tarimán encuentra mucho más agradables que las de la esférica diosa del deseo.

En la ciudad de las nubes, Acruria, la imagen que ha cobrado vida es un Xóanos de Taniar al que las Atagairas rinden gran veneración por su antigüedad. La estatua ha destrozado todo el palacio real de Acruria, incluidas sus maravillosas vidrieras. En la lucha mueren la marquesa de Faretra, que en aquel momento actúa como regente, y casi todas las Teburashi. Para evitar que Taniar siga destruyendo la ciudad, las Atagairas se ven obligadas a derribar el puente de piedra que une la torre de Iluanka con el resto de Acruria. La figura viviente queda aislada, pero las Atagairas temen que se produzca cualquier otro portento y Taniar sea capaz de volar y cruzar el abismo para continuar sembrando la devastación.