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Para ser la supuesta madre de la raza de las Atagairas, es una progenitora bastante severa, piensa Tarimán.

Malirie, conocida como «la perla de Ritión», sufre las iras de la estatua de Anurie. El incendio que provoca en el puerto se extiende por los barrios vecinos y arrasa media ciudad. En Áttim, la populosa y rica capital de Pashkri, son las figuras de Manígulat, Shirta y Ashine las que recorren las calles de noche. Los grandes palacios de piedra son presas poco apetitosas para ellos, pero el waldo de Manígulat prende fuego a los almacenes de seda en el puerto grande, mientras los otros dos se ceban con los distritos más humildes de la ciudad, donde las casas son de madera y se apiñan unas contra otras en un laberinto de calles tan angostas que los vecinos pueden saludarse de una ventana a otra estrechando las manos. Los muertos deben de ser miles, pero los dioses no van a molestarse en contarlos.

Tarimán es el único que no participa en aquel festival de destrucción. Cuando Manígulat le pregunta la razón, el dios herrero le responde que sólo hay dos Xóanos suyos en Tramórea. Uno se encuentra en Koras y otro en Narak. El primero está encerrado en un sótano de paredes de piedra tan gruesas que ni los puños de metal del waldo pueden derribarlas.

– ¿Y qué ocurre con la estatua que tienes en Narak, divino herrero?

Manígulat se encuentra un poco distraído manejando un waldo por las calles de Pashkri y otro por las de la ciudad Ritiona de Kahurna. Por eso, no se molesta en mirar las imágenes que está contemplando Tarimán en su propia ventana. Desde hace bastantes horas, Narak es una ruina humeante, abrasada por llamas mucho más intensas que los rayos de luz que disparan los ojos de los waldos. Tarimán sabe de quién ha sido obra tamaña devastación, pero se lo calla de momento.

– Me temo que esa estatua ha quedado fuera de servicio -comenta. Está mintiendo, pero la excusa es razonable y convincente.

– ¿Cómo puede ser? -pregunta Manígulat.

Pero en ese momento entre los demás dioses estalla un coro de carcajadas que interrumpe su conversación. La razón es de nuevo Anfiún, que no está gozando de su noche más inspirada. Tras el humillante castigo que ha sufrido a manos de Manígulat, ahora los demás pueden ver cómo su waldo es el único que está sufriendo apuros. Un hombre, un vulgar mortal -sólo Tarimán sabe que no tiene nada de vulgar- se ha subido a los hombros de la estatua viviente y le ha destrozado los ojos.

Ahora que el waldo está ciego, un ejército de humanos, numerosos y persistentes como plaga de langostas, lo llevan calle arriba. Anfiún no parece darse cuenta y se conforma con seguir repartiendo golpes en el aire. Sus movimientos se retransmiten de forma casi instantánea hasta su imagen y ésta los imita.

– ¡Te están llevando a un precipicio, estúpido! -le advierte Taniar, que tiene suficiente habilidad para manejar dos waldos y al mismo tiempo observar los torpes movimientos del dios de la guerra.

– Cuando acabe con esto ya te enseñaré yo a quién llamas estúpido – masculla Anfiún.

La imagen cenital muestra a su estatua en una calle o plaza empedrada, a pocos metros de un abismo que parece peligroso incluso para un waldo de materia transmutable. Aunque ya no vea por los ojos del Xóanos, el dios trata de manejarlo desde las alturas. Las risas de los demás y los insultos de su enemiga Taniar lo han enfurecido tanto que no puede evitar convertirse en portavoz de los dioses sin permiso de Manígulat y proferir amenazas:

– Preparaos para la gloriosa llegada de los Yúgaroi, gusanos. El sueño de los dioses ha terminado. Hemos despertado para conquistar Tramórea. ¡El tiempo de los humanos se acabó!

Anfiún se expresa en Arcano, un idioma que se habló mucho antes de que existieran los acrecentados y que, por idea de Tarimán, se revivió como la lengua oficial del proyecto Tramórea. La base de datos del Bardaliut, que desde la muerte del Rey Gris ha estado recopilando información sobre Tramórea, traduce sus palabras al Ainari, una de las lenguas que se hablan allí abajo, y las transmite al waldo.

– ¿Qué necedades estás diciendo, hermano? -pregunta Taniar.

– A mí me parecen palabras muy apropiadas -dice Pothine, en defensa de Anfiún.

Tarimán mira de reojo a Manígulat. El rey de los dioses está callado. Las comisuras de su boca se tuercen en un amago de sonrisa, gesto muy poco frecuente en él. Debe estar anticipando el ridículo de Anfiún, que no tarda en producirse. Un mortal -sólo Tarimán se da cuenta de que es el mismo que cegó al waldo- se adelanta y responde al desafío del dios. Algo que no tendría mayor importancia de no ser porque su ejército de hormigas humanas le sigue, empuja a la estatua de Anfiún y, por el puro peso de su número, consigue arrojarla por el barranco.

La explosión en que el waldo revienta es casi silenciosa comparada con las risotadas de los dioses. Anfiún no enrojece de ira, porque los dioses poseen sistemas automáticos que controlan su riego sanguíneo y sus pulsaciones. Pero cuando se vuelve hacia Taniar hay un brillo deicida en sus ojos.

Lo cual sugiere que Manígulat va a verse obligado a ejercer de nuevo su poder para evitar una pelea entre ambos Yúgaroi.

Y lo hace, mas no de la manera esperada. El rey de los dioses chasquea los dedos. Entre ellos salta una chispa azulada que hace restallar el aire en un pequeño trueno. No es ensordecedor, pero resuena con fuerza suficiente como para llamar la atención de los demás.

– Dejad ya los waldos, hermanos. Llevadlos a lugar seguro, que ya tendréis tiempo de seguir jugando con ellos. No hay que agotar toda la diversión en esta noche. Permitamos que los humanos se laman sus heridas y se acurruquen temerosos como perros tratando de imaginar de dónde les vendrá el próximo golpe.

– ¡Qué refinada crueldad, hermano! -dice Shirta. Para la sádica diosa, «cruel» es el mayor de los elogios.

– Aún vais a ver más. Los mortales siempre han temido a las tinieblas.

¿Yno las temerías tú?, se pregunta Tarimán, que sospecha lo que va a ocurrir.

– Éste es un buen momento para iniciar nuestro plan -prosigue Manígulat-. Las tres lunas deben empezar a acumular energía, así que no tiene sentido que sigan luciendo en el cielo.

El rey de los dioses levanta ambas manos y declama en tono dramático:

– ¡Hágase la oscuridad!

Un segundo después, las lunas Taniar, Shirta y Rimom dejan de emitir luz y se convierten en tres cuerpos opacos.

Los dioses vuelven a aplaudir.

Y ése es el preciso momento que el invitado innombrable, a quien nadie salvo Tarimán esperaba, elige para aparecer en el Bardaliut.

CIUDAD DE NIKASTU, PASONORTE

Una vez pasó el momento de euforia tras la destrucción de la estatua viviente de Anfiún, fue una noche larga y oscura para la Horda. Si en otras ocasiones los Invictos podían mezclar las lágrimas con plegarias a los dioses, ahora ni siquiera gozaban del consuelo de rogar por sus muertos. Muchos habían oído las palabras de Anfiún, «El tiempo de los humanos se acabó». No había equívoco ni ambigüedad en ellas. El rostro de un dios en la luna había precedido a la lluvia de estrellas, y ésta al despertar de una estatua asesina: el dios al que más reverenciaban los Invictos había demostrado ser un cruel enemigo.

Bajo un cielo en el que sólo brillaban las estrellas y el Cinturón de Zenort, esa noche ardieron cientos de hogueras en Nikastu. La mayoría eran piras funerarias, pero también había fogatas en las que los habitantes de la ciudad quemaron las figurillas de madera de los dioses, temerosos de que pudieran cobrar vida. Algunos las arrojaban a las llamas con insultos y gritos de ira, otros con lágrimas de pena y temor, y en muchos rostros se veía una expresión plana y desconsolada, como si fueran cachorros abandonados por sus amos. Pero ninguna imagen divina sobrevivió a aquella noche: los exvotos de arcilla fueron destrozados a martillazos y los bronces arrojados a los crisoles para fundirlos, con la orden de enterrar fuera de la ciudad los lingotes así obtenidos para evitar que el metal que había servido para representar a los Yúgaroi pudiera atraer más maldiciones sobre los humanos.