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El número de bajas era escalofriante. Entre los que ya habían muerto y los heridos con quemaduras más graves que no tardarían en fallecer, Ahri informó a Kratos de que iban a perder a casi quinientas personas, de ellas cuatrocientos soldados. En la batalla de la Roca de Sangre habían muerto tres veces más, pero había sido un combate de muchas horas y contra un enemigo que los decuplicaba en número. Lo ocurrido en la noche del 10 de Bildanil, una fecha que no olvidarían, era un desastre proporcionalmente mucho peor. Un solo enemigo les había infligido tales daños que Kratos no quería ni imaginar qué habría pasado si entre las ruinas hubiesen encontrado más Xóanos.

Mientras recorría el sendero de destrucción trazado por la estatua de Anfiún, Kratos dictó mensajes a Ahri, que los iba escribiendo según caminaba y luego se los entregaba al cayanero. Quería saber si había ocurrido lo mismo en otros lugares de Tramórea. En plena noche, las aves mensajeras partieron hacia Acruria, Malib, Lirib y Mígranz.

No sabía qué contestaciones recibiría, pero sospechaba que confirmarían sus temores. Kratos no podía olvidar el ominoso relato de Linar, el Mito de las Edades. «Los Yúgaroi volverán.» Por eso, mientras las campanas tañían lúgubres y se escuchaban llantos y gemidos por toda la ciudad, empezó a pensar en planes de batalla.

La desaparición de las lunas agravaba la sensación de desamparo y amenaza que reinaba entre los Invictos y sus familias. Donde debían encontrarse Rimom, Shirta y Taniar, que ni siquiera había llegado a salir a su hora, había unas zonas negras que devoraban toda luz como pozos de tinieblas.

Subidos al terrado del torreón, Kratos y algunos de sus hombres escrutaban el cielo.

– Si las lunas hubiesen desaparecido sin más, tendrían que verse estrellas en el lugar que ocupaban -explicó Ahri.

– No te entiendo, Búho -dijo Abatón, ileso tras la lucha contra el gigante. Oxay, que había perecido pisoteado, no había tenido tanta suerte como su colega en el generalato. O sí: cuando recogieron su cadáver, Kratos comprobó que había sufrido quemaduras espantosas en el cuello, la cara y el resto de la cabeza. Probablemente no habría sobrevivido a ellas, y su muerte habría sido incluso más lenta y dolorosa.

Con cuidado de no tocar al iracundo Abatón, Ahri le puso la mano delante de su único ojo.

– ¿Ves las estrellas?

– ¿Cómo voy a verlas, ojos de sapo?

– Trata con el debido respeto a mi ayudante, Abatón -dijo Kratos en voz baja, como el ronroneo de un león que sestea pero puede atacar en cualquier momento.

Ahri, que no solía ofenderse por nada, apartó la mano.

– ¿Y ahora las ves, general?

– Claro. Me habías puesto la mano delante, y ahora la has quitado.

– Lo mismo sucede con las lunas. -Ahri señaló hacia el lugar donde debería orbitar Shirta-. Allí deberían verse las dos estrellas de la cola de la Serpiente, y no están.

– Cierto -reconoció Kratos. No conocía todas las constelaciones, pero la de la Serpiente era muy llamativa, y una de las estrellas que ahora no se veía estaba entre las más brillantes del firmamento.

– Eso quiere decir que algo la tapa. Shirta sigue estando allí, pero se ha vuelto negra.

– Que las lunas hayan desaparecido o que sean invisibles, ¿qué más da? -dijo Gavilán-. El caso es que la noche es oscura como la espalda de una cucaracha.

Sin saber muy bien por qué, Kratos pensó que ese detalle debía tener más importancia de la que le atribuía Gavilán. Las lunas siempre habían estado allí arriba, midiendo con sus movimientos el calendario de las semanas y los meses. Aunque las llamaban con nombres de dioses, al menos él no las había considerado seres animados, sino una especie de accidentes geográficos del cielo, como montañas luminosas y flotantes.

Ahora no lo veía de la misma forma. Una luna que tenía rostro era una presencia muy viva.

– ¿Por qué está ocurriendo esto? -preguntó-. ¿Por qué una estatua despierta la misma noche que las tres lunas se apagan como antorchas sin combustible?

– ¿Por qué? ¿Cómo vamos a saberlo, tah Kratos? -dijo Abatón.

– Los designios de los dioses son inescrutables -comentó Partágiro, el joven jefe de la guardia de Kratos.

– Una frase muy bonita para decir que los dioses siempre hacen lo que les sale de sus divinos genitales -dijo Gavilán. Por una vez, nadie criticó su blasfemia. Comentarios peores se estaban oyendo junto a las piras funerarias.

– Tiene que haber una razón -insistió Kratos-. Todo el mundo tiene siempre una razón para lo que hace. Incluso los dioses.

– ¿Por qué es tan importante saberlo?

– Porque si averiguamos lo que quieren, si descubrimos sus planes, podremos frustrarlos en lugar de esperar a que nos vuelvan a golpear.

– ¿De veras pretendes luchar contra los dioses, tah Kratos? -preguntó Abatón señalando al cielo-. ¿Qué vamos a hacer contra quienes pueden apagar las lunas? ¿Subir a ellas? ¿Construimos una torre tan alta que llegue hasta Taniar, como en esa canción de niñas?

Tal vez eso ya se hizo, se dijo Kratos, pensando en Etemenanki.

– Debemos saber más -se empeñó.

Recordó los consejos de Vurtán, que fue su general en el batallón Narval y ejerció como jefe de la Horda apenas unas horas. Vurtán estaba escribiendo un tratado de táctica militar, pero no había llegado a terminarlo. Partágiro, que había sido ayudante personal de Vurtán y tal vez su amante, le había entregado sus notas a Kratos.

Los consejos del fallecido general habían demostrado ser muy útiles. «No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte.» Aplicando aquel precepto, Kratos había decidido lanzarse contra el centro del campamento Aifolu. Bien era cierto que sólo la llegada de Derguín y las Atagairas los había salvado, pero de nada habrían servido los refuerzos si en aquel momento los Invictos no se hubiesen encontrado a tan poca distancia de la tienda de Ulisha.

Ahora, ¿cuál era el corazón de los dioses? ¿Dónde atacarlos? Vurtán también había escrito: «Conoce siempre cómo piensa tu enemigo». ¿Cómo conocer el pensamiento de los dioses? ¿Preguntándoles a ellos?

Desde luego, la estatua parlante de Anfiún no había quedado en condiciones de ofrecer mucha conversación. De haber hablado con ellos, su charla probablemente se habría reducido a insultos y amenazas. Pero había alguien en Nikastu que alardeaba de ser una divinidad inmortal.

Samikir, reina de Malib. Caprichosa, un poco demente y traidora como una serpiente. Pero la tenía a mano, y no en el Bardaliut o las inalcanzables lunas. Para empezar, al menos era algo.

El eunuco Barsilo, visir de la corte de Malib, aseguraba que Samikir poseía siete décimas partes de sangre divina y tres de mortal. ¿Cómo se medía eso? El caso era que para preservar la perenne juventud de su cuerpo no comía alimentos sólidos, se bañaba en leche de vicuña y jamás vestía ropa alguna.

En el calabozo del torreón donde la tenían encerrada no le habían podido ofrecer su baño lácteo; entre otras razones, porque no disponían de vicuñas. Pero la reina seguía alimentándose con zumos y batidos, y conservaba su costumbre de permanecer desnuda.

Algo que puso nervioso a Kratos sólo con pensarlo. Sin duda, el cuerpo de la reina tenía algo de divino. Pero las reacciones físicas que provocaba no se debían sólo a la estrechez de su talle, la longitud de sus piernas y la finura de sus tobillos, el perfil respingón de sus nalgas o la forma en que sus pechos se mantenían erguidos pese a unas proporciones que podrían calificarse de generosas. No: además de tales dones, la piel impoluta de Samikir emitía algún tipo de efluvio irresistible que ponía en evidencia a cualquier varón que se le acercara.