Выбрать главу

La celda que le habían adjudicado era la más espaciosa de los calabozos y Kratos había hecho que le instalaran dos alfombras, una cama, una mesa y varias sillas. No se trataba de un alojamiento palaciego, pero él había estado prisionero en condiciones peores. Y precisamente por culpa de Samikir.

La acompañaban el eunuco Barsilo y dos criadas. Cuando los visitantes entraron, ambas mujeres se apresuraron a ponerse delante de la reina tendiendo entre ambas una cortina a modo de biombo. Pero como detrás había una lámpara de luznago, la silueta de Samikir, que se había levantado de la silla, se perfilaba con toda nitidez en la tela.

– ¿Desde cuándo las Atagairas tienen el pelo negro? -preguntó sin preámbulos.

– No hemos venido aquí a contestar las preguntas de la divina Samikir – dijo Kratos.

– Nuestra pregunta es muy sencilla. Sería descortés por vuestra parte no responder.

– No es ningún misterio, majestad -dijo Baoyim. Luego debió recordar el protocolo relativo a la reina, a quien había que hablar en tercera persona, y añadió-: La respuesta a la pregunta de su divina majestad es muy sencilla. A veces nacemos Atagairas morenas, del mismo modo que entre otros pueblos nacen mujeres albinas.

Samikir, que había dejado de interesarse a mitad de la respuesta, se dirigió a Kratos de nuevo.

– ¿Y a qué debemos el honor de tu visita, tah Kratos? ¿Has decidido dejar de someternos de una vez a este trato ultrajante y enviarnos de vuelta a Malib con una escolta adecuada a nuestra categoría?

– Jamás he pretendido ofender a su divina majestad.

– ¿Encerrarnos en una hedionda mazmorra no te parece un ultraje?

– Antes de alojar aquí a su majestad, limpiamos y perfumamos a conciencia estos sótanos. Por desgracia, la ciudad está en ruinas, como bien debe saber su majestad, ya que es soberana de esta región. Tengo a una cuadrilla de hombres trabajando para acondicionar una mansión digna de la divina Samikir -añadió, mintiendo sobre la marcha-. Por el momento, esta alcoba era lo mejor que podíamos ofrecer a la reina en aras de su seguridad.

– No nos interesa esa mansión de la que nos hablas, tah Kratos. Poseemos residencias y palacios de sobra en Malib y los alrededores. Y por más que llames alcoba a una mazmorra, seguirá siendo una mazmorra.

Kratos hizo un gesto a Barsilo para que le acercara una silla. El eunuco puso un mal gesto, pero le obedeció. Algo que satisfizo sobremanera a Kratos, que había soportado más de una vejación del visir durante su cautiverio en la pirámide.

– ¿Vas a sentarte en nuestra presencia? ¿Ésos son los modales del jefe de la Horda Roja?

– Su majestad ha de saber que ha sido una noche larga y agotadora. Por eso espero que disculpe a su humilde servidor si aprovecha esta conversación para descansar. Su majestad también puede sentarse. Si tal es su deseo, por supuesto.

La reina no se dignó contestar. Kratos se acomodó en la silla. De esa manera, la presión que sentía en cierta parte de su cuerpo le resultaba menos molesta y tenía la impresión de controlar mejor la situación. Kybes, Baoyim y Ahri, que se había unido a la pequeña comitiva, permanecieron un paso detrás de él.

– Hasta aquí han llegado algunos ruidos extraños -dijo Barsilo con su voz atiplada. Debía haber perdido casi diez kilos en los últimos días, pero seguían sobrándole por lo menos veinte-. ¿Qué ha ocurrido esta noche, tah Kratos?

– Una refriega sin importancia.

– Estamos dos pisos bajo tierra. No puede haber sido algo tan insignificante cuando incluso aquí nos hemos sobresaltado.

Kratos suspiró. Comprendió que si quería información, también tendría que facilitarla. Además, ¿qué sentido había en ocultar a la reina Samikir lo ocurrido? Las palabras de Anfiún no declaraban la guerra a la Horda Roja, sino a todos los humanos. De modo que le contó a Samikir todos los acontecimientos desde el primer prodigio, cuando la faz de un dios se dibujó en la luna azul.

El relato debió interesar tanto a la reina que se olvidó de su negativa a sentarse y ordenó a Barsilo que le trajera otra silla. Las criadas tuvieron que inclinarse para que la cortina quedara a tal altura que dejara ver tan sólo el rostro de Samikir. Tarea en la que no siempre acertaron, porque la reina a ratos inclinaba la espalda para apoyar la barbilla en la mano y a ratos volvía a enderezarse, momentos en que ofrecía a Kratos una breve visión de sus divinos pechos; y sin duda a Baoyim, Kybes y Ahri también, ya que disfrutaban de un ángulo de visión más elevado.

– ¿Y dices que esa lluvia de estrellas se dirigió al norte?

Kratos asintió. La reina tabaleó con las uñas en su mejilla. En esta ocasión eran las suyas, tan perfectas como el resto de su cuerpo. En Malib llevaba unos postizos de oro rematados con largas agujas de cristal. Kratos, que había visto cómo las clavaba en las carótidas del duque Forcas y con qué efectos, había ordenado que se las confiscaran.

Aunque el gesto la humanizaba un poco, Samikir seguía teniendo algo distinto y extraño que hacía pensar que tal vez sí perteneciera a una raza divina. Su rostro era de una belleza sobrenatural, tan liso e inmaculado como la más perfecta pieza de cerámica y, aunque ahora no se distinguiera bien al contraluz, sus ojos verdes tenían las pupilas extrañamente alargadas, sin llegar a partirse en dos como las de Togul Barok o las estatuas de los dioses.

– Hemos escuchado tu relato, tah Kratos. Uno solo de esos portentos sería preocupante. Todos juntos significan que las cosas ya no serán las mismas y que Tramórea va a conocer otro cambio de era.

– Querría que su majestad nos hable de los dioses.

– ¿Por qué habríamos de hacerlo? Hay sacerdotes a los que podrías interrogar sobre esas cuestiones.

– Los sacerdotes sólo cuentan faramallas y saben menos que cualquier filósofo -intervino Ahri.

– ¿Dejas que tus súbditos hablen sin que les otorgues la venia, tah Kratos?

– Debo decir a su majestad que no tengo súbditos a mi lado. Sólo hombres -Kratos vaciló un instante y miró de soslayo a Baoyim- y mujeres libres.

– Espero que su majestad me perdone si mi intervención le ha parecido demasiado osada -se disculpó Ahri-. Nunca he simpatizado con los sacerdotes.

– Vemos que llevas tatuada una estrella de siete puntas en la frente. Eres un filósofo Numerista y te sientes orgulloso de ello.

La abultada nuez de Ahri subió y bajó un par de veces, como si se hubiera tragado un huevo de codorniz y dudara entre expulsarlo o no. Kratos sospechó lo que le había impelido a hablar. El hechizo de Samikir hacía que todos los hombres quisieran impresionarla. Por si acaso, había aconsejado a Kybes y Ahri que se pusieran también coquillas o ciñeran sus entrepiernas con trapos muy ajustados.

– Su majestad debe saber que no me siento particularmente orgulloso de ello ni de nada -dijo Ahri-, puesto que el orgullo es una cualidad vana. Hace tiempo que abandoné la orden de los Numeristas.

– Pero tu tatuaje te traiciona, igual que el suyo delata a tu compañero de los ojos amarillos, el que estuvo en la cúspide de la pirámide el día en que esos bárbaros interrumpieron nuestra hierogamia.

Kybes carraspeó.

– Me asombra la memoria de su divina majestad. No habría esperado que ella reparara en la presencia de alguien tan humilde como yo.

– Nuestra memoria es a veces una maldición. Tu rostro es uno de tantos recuerdos inútiles que guardamos en nuestra cabeza. ¡Ah, si pudiéramos desprendernos de ellos como de la ropa! Para nos, nuestros recuerdos son como vuestros tatuajes, marcas indelebles del pasado.