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– Del pasado querríamos hablar con su majestad -dijo Kratos, que veía que la conversación se perdía por los cerros de las Kremnas, como solían decir en Áinar.

– Os hemos dicho que una nueva era se avecina. ¿Qué sentido tiene hablar del pasado?

– Los acontecimientos pasados suelen dar pistas para anticipar los venideros -volvió a intervenir Ahri. Kratos estaba a punto de contradecir su comentario anterior y ordenarle que cerrara el pico cuando el antiguo Numerista fue por fin al grano-. Si preguntamos a su majestad por los asuntos de los dioses es porque sabemos que en su caso el epíteto «divina» antepuesto a su título no es una cuestión meramente retórica, sino que describe su verdadera condición.

– Lo que nuestro filósofo quiere decir es que hemos recurrido a su majestad porque queremos aprender cuál es la naturaleza del enemigo al que nos enfrentamos -añadió Kratos.

– Los dioses son inmortales, bellos y poderosos. ¿Qué más queréis saber?

– Su majestad comprenderá que eso puede decirlo cualquiera. Y yo quiero respuestas -dijo Kratos, poniéndose en pie. Las criadas se apresuraron a acercar más la cortina a Samikir para interceptar su visual.

– Nos ya te hemos dado una respuesta, concisa y clara.

– Su majestad entenderá… ¡Bah, a la mierda! -exclamó Kratos. Darle vueltas a las frases para expresarlas en tercera persona hacía que olvidara lo que en realidad quería decir, y le estaba levantando dolor de cabeza-. Samikir, me vas a explicar qué relación tienes con los dioses o vas a confesar que el epítome -«Epíteto», susurró Ahri-… que el epíteto de divina que te acompaña es una farsa.

– ¿Cómo te atreves a dirigirte así a la reina? -se indignó Barsilo.

Muy despacio, para no hacerse daño en el hombro, Kratos desenvainó la espada y apuntó su kisha hacia el visir.

– Sólo mis hombres pueden interrumpirme, eunuco. Tú no eres ni hombre ni libre. Hace tiempo que tengo ganas de saber si por tus venas corre sangre humana o leche de vaca. No me hagas comprobarlo.

Samikir aplaudió silenciosamente.

– Bravo, tah Kratos. La peor plaga de nuestra larga existencia es el tedio. Nos gusta que te muestres impetuoso. Aunque no podemos añadir que seas imprevisible. Ahora que has desenvainado tu arma, ¿nos amenazarás con ella?

– La verdad, majestad, es que si no me explicas ya en qué consiste tu divinidad, no me va a quedar otro remedio que ponerla a prueba con un experimento.

Ella sonrió con cierta malicia, el gesto más expresivo que Kratos le había visto hasta ahora. Para su sorpresa, se puso en pie y ordenó a las criadas que la envolvieran en la tela. Ellas se la pasaron bajo las axilas, le dieron un par de vueltas y la engancharon por detrás con un prendedor. Una vez así vestida, Samikir ordenó a las jóvenes y a Barsilo que se fueran. El eunuco, antes de salir, tuvo la prudencia de pedir permiso con un gesto a Kratos. Éste se lo concedió. Había varios soldados esperando en el pasillo, de modo que no temía que el visir intentara escapar. Aunque, en el fondo, le habría dado igual. Barsilo era ahora mismo la más insignificante de sus preocupaciones.

Samikir volvió a sentarse.

– ¿Por qué los has echado, Samikir?

– Mis súbditos sólo deben saber de mí lo que yo quiera que sepan.

– Yo no voy a echar a mis hombres.

– No es necesario. ¿Puedes envainar tu espada? Me hace pensar en otras cosas que he visto de ti y me distrae.

Caramba, si ahora tiene sentido del humor, pensó Kratos. La reina había renunciado con mucha facilidad a usar el «nos» y a vestir de cielo, eufemismo con el que sus cortesanos se referían a su desnudez. De pronto parecía otra mujer. Algo le dijo a Kratos que no había fingimiento ni antes ni ahora, que ambas personas, y probablemente algunas más, convivían en la mente de la reina.

– Pregunta, tah Kratos. Si tus cuestiones me parecen interesantes, quizá incluso te las conteste.

Kratos volvió a sentarse. En algún momento, no sabía exactamente cuándo, el efluvio que rodeaba a la reina se había disipado. Seguía siendo tan bella y deseable como antes, pero al menos ahora Kratos podía controlar su reacción física ante ella.

– ¿Eres en verdad una diosa?

– Ésa es una pregunta muy directa, tah Kratos.

– Según nos explicó tu eunuco, tienes siete partes de divina y tres de mortal. ¿Es eso cierto?

– Es cierto que es lo que dicen mis súbditos. ¿A qué llamáis dios?

Kratos se volvió a Ahri. Para ofrecer definiciones, pensó, estaban los eruditos.

– A un ser sobrenatural, inmortal y muy poderoso.

– ¿Cómo medirías su poder, Numerista?

– No lo sé, majestad. Tendría que estar delante de ese dios y verificar qué obras y prodigios es capaz de realizar. Según los mitos, no todos los dioses son igualmente poderosos. Taniar y Anfiún, por ejemplo, serían más poderosos que Vanth, pero menos que Manígulat.

– ¿Dirías que su poder es una medida de su divinidad? ¿Que Manígulat es más dios que Vanth, según tus palabras?

– Ignoro qué responder a esa pregunta, majestad.

– Yo soy y no soy una diosa. Soy inmortal, a menos que tah Kratos se empeñe en demostrar lo contrario con su espada, pues si me decapitara no me sería fácil conservar mi inmortalidad.

– Entonces no eres realmente… inmortal, majestad.

– Como erudito a quien le gusta tanto precisar los términos, encontrarías que «duradera» es un adjetivo más exacto para mí. No me verás envejecer ni enfermar. Y espero que tampoco me veas morir, mas para eso debo evitar ciertos peligros.

– ¿Por qué no puedes envejecer ni enfermar? -dijo Kratos.

– ¡De nuevo una pregunta muy directa!

– Prefiero no seguir con tantos rodeos. Si, como tú has dicho, estamos a punto de entrar en una nueva era, no quiero que su llegada nos sorprenda hablando aquí.

– No envejezco porque no está en mi naturaleza, tah Kratos. Soy de los llamados Antiguos. Vivimos entre vosotros, a medias entre los dioses y los humanos. Duraderos, pero no tan poderosos como los Yúgaroi. No me verás volar ni incendiar un barco con la mirada, ni soy capaz de levantarte con una mano y destrozar tus huesos entre mis dedos. Un dios sí podría hacer todo eso que acabo de decir.

– ¿Quiénes sois los Antiguos…, majestad? -preguntó Baoyim.

– Personas cuya naturaleza fue alterada, como os ocurre a vosotras, las Atagairas. Estuvimos ocultos entre los cien mil sin que los dioses lo supieran. Después volvimos a escondernos durante siglos en bosques y cuevas, lejos de vosotros, pues como seres intermedios no éramos aceptados ni por dioses ni por mortales. En sus guerras, para ellos todo era blanco o era negro, enemigos o aliados.

»Hace algo más de cien años decidí que, puesto que los grandes dioses se habían apartado del mundo y no parecía que fuesen a regresar, ¿por qué no dejar de esconder mi condición y actuar como una divinidad entre los mortales? De ese modo descubrí que la celebridad exagerada podía ser una protección tan eficaz como el anonimato.

– ¿Sois los Antiguos una amenaza? -preguntó Kratos.

– Tú también lo ves todo en blanco o negro, ¿verdad, tah Kratos?

– Cuando se trata de la guerra, sí.

– No, no creo que seamos una amenaza. No quedamos tantos. ¿Te parezco yo una amenaza?

Kratos no supo qué contestar. Pese al cambio en su tono y en su actitud, los ojos de Samikir seguían siendo fríos como los de una serpiente. Otro de los adagios de Vurtán era: «Ten a los enemigos en tu propia cama». Sin llegar tan lejos -copular con Samikir no era una experiencia que deseara repetir-, no pensaba perderla de vista.

– Majestad -intervino Kybes-, ¿la criatura a la que hemos destruido era un dios?

– No. A los verdaderos dioses no les gusta arriesgarse.

– Pero si son tan poderosos e inmortales…

– Por eso mismo. Cuanto más valioso es lo que se posee, mayor es el miedo de perderlo. Lo que habéis destruido era un ídolo mágico poseído por el espíritu del dios, un avatar de Anfiún. Pero si queréis acabar con los dioses, tendréis que luchar contra ellos en persona.