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En cualquier caso, la sala de control -o del trono, como Manígulat prefiere llamarla- es el centro neurálgico del Bardaliut y, como tal, el sanctasanctórum más inaccesible. Si los demás dioses se encuentran allí hoy es porque Manígulat los ha convocado y ha ordenado al palacio celeste que les abra sus puertas.

Pero el visitante ha aparecido de la nada, literalmente, sin necesidad de abrir ninguna puerta.

Resulta inconcebible que un intruso penetre en el Bardaliut desde el exterior. Está rodeado por campos de contención, pantallas de ocultación, enjambres de minas y otros artilugios conocidos colectivamente como «comité de bienvenida».

Y, sin embargo, ha ocurrido. El innombrable está igual que hace diez siglos, cuando vertieron sobre él toneladas de basalto hirviendo a casi dos mil grados de temperatura y Tarimán lo rodeó con cintas de Moebius de materia exótica para crear distorsiones espaciotemporales y evitar que nadie pudiera acercarse a él.

Un antiguo proverbio reza: Quien fabrica la cerradura siempre se guarda una llave. En este caso, la llave ha sido Zemal, también obra de Tarimán, programada por él para romper las barreras que rodeaban al dios durmiente.

Dios que ahora se alza a unos metros del semicírculo formado por los demás Yúgaroi. Tan alto como Manígulat, ataviado con esa siniestra armadura plagada de pinchos que refleja las imágenes como un lago de mercurio y al mismo tiempo ofrece la extraña impresión de absorber la luz. Antaño lo veían a menudo en aquel mismo sitio, dominando la sala de control. Pero donde brillaban los tres ojos rojos ahora sólo quedan tres agujeros más oscuros que las mismas tinieblas.

El saludo de Manígulat no destaca por su retórica ni su originalidad.

– ¡Tú! ¿Cómo has entrado aquí?

Tubilok vuelve la cabeza a ambos lados. Lo que ve no debe gustarle, pues

dice:

– Primero, gocemos de un poco de intimidad.

Sin necesidad de que haga gesto alguno, las paredes del Bardaliut le obedecen y dejan de ser transparentes para convertirse en una superficie rugosa de color gris oscuro, similar al basalto. La iluminación proviene de rectángulos espaciados que emiten una luz rojiza de intensidad variable.

– Comprended, hermanos -explica Tubilok-, que después de tanto tiempo encerrado en una roca me dan algo de vértigo los espacios abiertos. Así me siento más en casa.

Manígulat se vuelve hacia Tarimán.

– ¡Dijiste que estaba bien vigilado y que era imposible que escapara de su encierro!

– Ya sabes que en este universo no existe nada que sea absolutamente imposible, mi señor Manígulat -responde Tarimán, agachando la cabeza-. La indeterminación inherente a cualquier…

– ¡Ahórrame tus galimatías pseudocientíficos! ¡No estamos hablando de una partícula subatómica, sino de un dios como nosotros!

– Me ofendes, hermano -dice Tubilok-. ¿Desde cuándo he sido yo un dios como los demás? ¿No sois vosotros los cuerdos y yo el loco? Eso es lo que has dicho siempre.

Tarimán esperaba la llegada de Tubilok, pero hay algo que no acaba de comprender. Para transportarse desde la superficie de Tramórea hasta el Bardaliut se precisan dos requisitos: energía y capacidad de cálculo, ambas en proporciones asombrosas.

La mente de Tubilok, aunque a ratos parezca desquiciada -internarse en las dimensiones extra del Onkos no es una experiencia apropiada para cerebros criados en una Brana de tres dimensiones espaciales-, es poderosa. Mas no tanto como para calcular y simular las ecuaciones de todas las partículas que componen su cuerpo y su estado de consciencia.

Para una labor así se necesita la lanza de Prentadurt. Incluso rota en dos partes, sigue siendo un arma formidable y una herramienta muy versátil. Pero Tubilok ha llegado con las manos desnudas. ¿Dónde tiene la lanza?

– ¡Esta vez no te encerraré, maldito chiflado! -exclama Manígulat, volviéndose hacia Tubilok-. ¡Voy a destruirte para siempre!

Los demás dioses se apartan temerosos hasta donde les permiten las dimensiones de la sala de control. Algunos se alejan tanto que sus cuerpos parecen perder la verticalidad.

Manígulat debe salvar su reputación delante de sus hermanos. Pero, aunque controla hasta la mínima secreción que brota de su cuerpo y ahora mismo emite a chorros feromonas de dominación y agresividad, Tarimán sabe que el rey de los dioses está tan asustado que no le llega la armadura al cuerpo.

No obstante, Manígulat hace lo único que está en su mano. Extiende ambos brazos y utiliza su dominio de la fuerza electromagnética para atacar al intruso con mucha más violencia de la que empleó cuando castigó a Anfiún. Su intención es palmaria: no pretende enseñarle una lección a Tubilok, sino aniquilarlo.

De los dedos del dios brotan haces de partículas que ionizan la atmósfera de la sala de control. Su luz es cegadora, y al propagarse por el aire crean vacíos y diferencias de presión que provocan una cadena de truenos ensordecedores. Si los humanos pudieran contemplarlo ahora, creerían sin duda que se hallan ante el señor de la tormenta y del fuego celeste.

Ese ingente flujo de energía, en el caso de que lo estuviera empleando contra cualquiera de los otros dioses, bastaría para fundir la batería interior, los circuitos nerviosos y los nanos del infortunado y para reducir a cenizas sus huesos reforzados con carbono.

El problema es que Tubilok domina sus propios trucos.

La imagen del dios loco desaparece en el aire. Al menos, para los ojos orgánicos que aún conservan los Yúgaroi. Quienes están provistos de instrumentos de visión extremadamente sensibles a radiaciones no fotónicas perciben una vaga presencia que se adivina como una niebla azulada. La imagen que reciben está compuesta de neutrinos, tan huidizos y tímidos que la mayoría podrían atravesar un planeta de un extremo a otro sin chocar en su camino con ninguna otra partícula. El visor de Tarimán sólo captura algunos, apenas los suficientes para reconstruir un perfil que flota en el aire como un fantasma y mantiene vagamente la forma de Tubilok.

Los rayos de Manígulat atraviesan a Tubilok como si fuera de humo. En realidad, su enemigo se ha convertido en algo más sutil e intangible. Incluso el humo sufriría los efectos de la tremenda corriente que ha invocado el poder de Manígulat y que hace que a todos los presentes se les erice el cabello y se les magneticen las partes metálicas de los atavíos y armaduras.

Lo que ha hecho Tubilok es transformarse en un ser de materia oscura. De las fuerzas que gobiernan el universo -este universo-, tan sólo la gravedad y la repulsión pueden afectarlo. Pero quien intentara hacerlo tendría que recurrir a masas tan inmensas y concentradas como para deformar el espaciotiempo. Algo que escapa del poder de Manígulat.

Nadie de los presentes puede interactuar ahora con Tubilok: si alguien hace ademán de tocarlo, lo atravesará con la mano. La contrapartida es que, mientras permanezca en el estado de materia oscura, tampoco podrá interactuar con los demás ni, por ende, dañarlos.

De momento, tablas. Mientras Tubilok permanezca en ese estado, ninguno de los dos podrá hacerle daño al otro.

Pasado un minuto que parece alargarse hasta la eternidad, Manígulat baja las manos, exhausto. Ha descargado tanta energía como para alimentar cien tormentas. Si hubiera algún mortal en las inmediaciones, moriría envenenado por la cantidad de ozono que impregna el aire y lo ha teñido de color azul.

– ¡¡Cobarde!! -ruge Manígulat-. ¡¡Siempre has sido un cobarde, hermano!!

La imagen fantasmal sonríe y sus labios se mueven pronunciando algo que nadie puede oír, pues la materia oscura de la que se compone ahora no puede transmitir su vibración a las partículas que componen el aire.

En ese momento, unas ondas oscuras atraviesan la sala. Se trata de una extraña vibración constreñida a una franja de tres metros de amplitud que llega desde las alturas. Dentro de dicha franja, el aire se comporta como el agua en un estanque donde hubiera caído una piedra en una imagen acelerada veinte veces.