Выбрать главу

Durante la noche, el corueco dormitó a ratos, como revelaban sus largos y gorgoteantes ronquidos. Pero no llegaba a cerrar del todo los ojos: Kratos los veía a unos metros, dos finas ranuras amarillas. En cualquier caso, el miedo y, sobre todo, la oscuridad lo tenían paralizado, y no habría sabido adónde huir.

Cuando se acostumbró un poco más a las tinieblas, vio que más allá de los ojos de la bestia había una zona más clara, un triángulo que, sin llegar a ser luminoso, permitía intuir que la roca que hacía de puerta no encajaba del todo en el hueco de la entrada. Pero Kratos sabía que, aunque se atreviera a moverse de donde estaba, corriendo el riesgo de llamar la atención del corueco, no sería capaz de desplazarla.

En varias ocasiones, la bestia se levantó para alimentarse. Los sonidos que emitía en su festín eran repugnantes: chasquidos de huesos rompiéndose, sorbidos viscosos, roncos gruñidos de placer. Kratos ignoraba cuántos cadáveres guardaba la bestia en su cubil, pero por la orientación que sugerían los ruidos debían ser al menos tres o cuatro, repartidos por diversos rincones.

Hubo momentos en que Kratos casi se quedó dormido; pero cada vez que daba una cabezada, veía al corueco abalanzarse sobre él y se despertaba con el corazón desbocado.

Con todo, al final de la noche debió adormilarse de pura fatiga y miedo. Se vio empuñando la mítica Zemal, la Espada de Fuego de la que había oído hablar desde que era niño. O así lo creía con la confusión típica de los sueños, porque la hoja de aquella arma era curva y brillaba con un intenso resplandor verde, y no blanco azulado como el de Zemal. Con aquella arma, Kratos se plantó ante el corueco, le cortó la cabeza y luego hendió su cuerpo de arriba abajo. Mas, cuando se disponía a salir de la cueva, de las entrañas del monstruo brotó una enorme criatura alada, un dragón que abrió las fauces para vomitar un chorro de fuego sobre él.

Despertó tiritando de frío y con las pulsaciones aceleradas. El corueco lo estaba mirando, sin parpadear. Por encima de su cabeza, el resquicio sobre la roca dejaba pasar un claror gris que anticipaba el alba.

La bestia se puso en pie y avanzó hacia él, apoyando ambos nudillos en el suelo. Voy a morir, comprendió Kratos. Sus sueños de gloria -convertirse en Tahedorán y algún día en Zemalnit- quedarían en nada, y se convertiría en carroña devorada poco a poco por aquella criatura carnicera.

En ese momento, la roca que tapaba la entrada se movió con un fuerte crujido. Una figura envuelta en una capa y apoyada en un báculo se recortó contra la mortecina luz del exterior. El corueco se volvió hacia el recién llegado, profirió un gruñido de desafío y aporreó con los puños las escamas que le cubrían el pecho. Después se abalanzó hacia la puerta de la cueva con un rugido.

Kratos no esperó más. Pronunció a toda prisa la fórmula de Protahitéi, se levantó y corrió hacia el exterior. No le auguraba un porvenir muy largo al hombre al que había visto perfilado contra la luz, pero no pensaba enfrentarse desarmado al corueco si podía evitarlo, así que aquel tipo tendría que apañárselas solo.

En el mismo instante en que llegaba a la grieta de salida, oyó una sílaba tan grave que le retumbó en el pecho, MMENNNNN.

– ¡Tírate al suelo! -le gritó una voz humana.

Kratos no dudó en obedecer. Un segundo después oyó un silbido crepitante, como una tetera hirviendo en el fuego pero mucho más potente, y a continuación el crujido de algo muy pesado que caía sobre la nieve. Aún esperó antes de levantar la cabeza, e hizo bien, pues notó que algo caliente le pasaba por encima. El extraño siseo se repitió y pequeños fragmentos de roca cayeron sobre sus pantorrillas.

– Ya puedes levantarte, amigo.

Cuando se incorporó, vio que a unos pasos de distancia el corueco yacía panza arriba sobre la nieve. Le habían segado el cuello limpiamente y su cabeza yacía a medio metro, unida al resto del cuerpo tan sólo por el charco de sangre que poco a poco se extendía por el manto blanco.

Kratos se dio la vuelta y comprobó que a la izquierda de la entrada había una hendidura perfectamente recta en la roca. Aún brotaba humo de ella. Lo que hubiera decapitado al corueco había pasado por encima de Kratos y taladrado la piedra.

Se volvió hacia su salvador. Era un hombre de su misma estatura, corpulento aunque no gordo, de barba blanca y encrespado cabello gris. La capa que cubría su cuerpo, de lana parda y textura basta como arpillera, no parecía tan gruesa como para protegerle del frío que reinaba en aquel lugar.

El desconocido se presentó como Yatom, a secas. No añadió el nombre de su padre ni de qué ciudad procedía. El joven Kratos, sin embargo, infinitamente agradecido por haberse salvado en el último instante, le dijo que se llamaba Kratos May, que era natural de Tíshipan, que estudiaba para convertirse en Tahedorán y que ahora estaba sirviendo en el ejército imperial.

Al ver que Kratos tiritaba y tenía los labios azules de frío, Yatom lo guió ladera abajo hasta donde empezaban los pinos. Una vez allí, arrancó unas cuantas ramas, les sacudió la nieve, las tronchó y las amontonó y prendió fuego haciendo girar la punta de su báculo sobre ellas. Después abrió el zurrón que llevaba colgado en bandolera y sacó una bota de vino, una torta de cebada y unas tiras de cecina. La carne seca y aquel cereal más apropiado para alimentar a un pollino que a un humano le parecieron a Kratos los manjares más suculentos que había probado en su vida. Mientras los comía en cuclillas junto al fuego lloró de agradecimiento y le dijo a Yatom que podía pedirle lo que quisiera.

– He perdido mi espada, pero si no la encuentro conseguiré otra, y tuyos son los servicios que pueda prestarte con ella.

Yatom sonrió bonachón; era un hombre más cordial que Linar y sin asomo de la insolencia burlona del Gran Barantán.

– ¿Estás seguro de lo que dices? Mira que los servicios que pedimos los magos pueden resultar una carga pesada para quien ha de prestarlos.

Un mago. Tenía que serlo. De otra manera no habría podido apartar la enorme roca ni decapitar al corueco sin armas, al menos visibles. «No te mezcles nunca en asuntos de brujas ni magos o perderás el triple de lo que creas ganar», le solía decir su anciana abuela en Tíshipan.

Pero ya entonces Kratos se aferraba a su palabra. Le había ofrecido sus servicios a Yatom y no pensaba retractarse aunque le brindasen la oportunidad.

– Estoy seguro.

– Muy bien, ib Kratos. Sospecho que, si el destino ha guiado aquí mis pasos para que salve tu vida, es porque Kartine te tiene reservado algo grande. Estoy convencido de que llegarás a maestro de la espada como ansías, y serás uno de los Tahedoranes más grandes que hayan existido. Te lo digo yo, que he conocido a muchos, entre ellos al gran Minos.

– ¿A Minos Iyar? Pero si vivió hace más de tres siglos…

– Así es, ib Kratos. Sé que no parezco joven, pero tengo muchos más años de los que aparento -dijo Yatom, con cierta coquetería que resultaba chocante en un mago.

Cuando Kratos terminó de comer, Yatom le aplicó un bálsamo en las heridas y le puso una venda encima.

– Puedo cosértelas de tal manera que no te quede cicatriz.

¡Una cicatriz de garras de corueco! Un guerrero de diecinueve años no podía resistirse a lucir un trofeo como aquél, aunque en realidad no fuera él quien hubiese derrotado a la bestia.

– No lo hagas. Quiero esa cicatriz. Así recordaré siempre que estoy en deuda contigo.

– Tú lo has dicho, no yo. Que sea como deseas.

Ya repuesto de las adversidades de la noche, Kratos desanduvo el sendero trazado por las pisadas del corueco y su propio rastro de sangre. Por suerte, no había vuelto a nevar y era fácil seguir las huellas. Gracias a eso, no tardó en encontrar su espada. Krima era la única herencia que conservaba de su padre. La había forjado Beorig, uno de los mejores espaderos de su época, para Tiblos May, que se la había legado a su hijo Drofón, y de éste había pasado a Kratos. La hoja no sólo poseía valor sentimentaclass="underline" cualquier experto, fuera guerrero o coleccionista, habría pagado por ella al menos sesenta imbriales, quince meses de sueldo para un oficial Ainari.