Hubo un silencio, porque Larsen procuraba no hablar del Brujo ni de su familia; pasó pronto; Gauna casi no lo advirtió; prefirió abandonarse al agrado de comprobar, una vez más, la íntima, la inevitable solidaridad que había entre ellos. Reflexionó, con una suerte de orgullo fraterno, que la perspicacia de los dos juntos era muy superior a la que tenía cada uno cuando estaba solo y, por fin, con una nostalgia anticipada, en la que se adivinaba el destino, entendió que esas conversaciones con Larsen eran como la patria de su alma. Pensó en Clara, rencorosamente.
Pensó: «Mañana podría decirle que no voy a salir con ella. No se lo diré. No es cuestión de que yo sea débil de voluntad. ¿Por qué voy a proponerle a Larsen, en día de semana, que salgamos juntos? Nosotros podemos vernos cuando no tenemos nada qué hacer». Después, tristemente se dijo «Cada día nos veremos menos».
Cuando llegaron a la casa, habló Larsen:
– Te lo confieso con toda sinceridad: al principio, las cosas no me gustaron. Me pareció que había un arreglo para asaltarte.
– Para mí, que pretendieron maniobrar a Valerga -opinó Gauna-. Se dio cuenta y los rigoreó.
XVII
A la tarde siguiente Gauna esperaba a Clara en la confitería Los Argonautas. Miraba su reloj de pulsera y lo cotejaba con el reloj que había en la pared; miraba a las personas que entraban, empujando, con movimiento idéntico, la silenciosa puerta de vidrio: por increíble que pareciera, uno de esos vagos señores o una de esas mujeres detalladamente horribles, se transformaría en Clara. A su vez, Gauna era, o creía ser, mirado por el mozo. Este movedizo vigía, cuando se allegó a la mesa, fue provisoriamente alejado con las palabras: «Después voy a pedir. Espero a alguien». Gauna pensaba: «debe de creer que se trata de una excusa para estar aquí sin gastar». Temía que la muchacha no llegara y que el individuo viese confirmada su desconfianza o que lo desdeñara como a hombre a quien las mujeres burlan y hasta mandan a la confitería Los Argonautas para que las esperen inútilmente. Irritado por la demora de Clara, cavilaba sobre la vida que las mujeres imponen a los hombres. «Lo alejan a uno de los amigos. Hacen que uno salga del taller antes de hora, apurado, aborrecido de todo el mundo (lo que el día menos pensado le cuesta a usted el empleo). Lo ablandan a uno. Lo tienen esperando en confiterías. Gastando el dinero en confiterías, para después hablar dulzuras y embustes y oír con la boca abierta explicaciones que bueno, bueno.» Miraba unos enormes cilindros de vidrio, con tapa metálica, atiborrados de caramelos, y como en un sueño se imaginaba que iban a ahogarlo en esa dulzura.
Cuando consideraba, con alarma, que tal vez se había descuidado, que tal vez Clara había entrado, no lo había visto, se había ido, la descubrió junto a la puerta.
La llevó a la mesa, tan atareado en atender a la muchacha, tan perdido en su contemplación, que olvidó el propósito, formado en las cavilaciones de la espera, de mirar vindicativamente al mozo. Clara pidió un té, con sandwiches y masitas; Gauna, un café solo. Se miraron en los ojos, se preguntaron cómo estaban, qué habían hecho, y el muchacho descubrió, en su propia solicitud, vaga y tierna, los rastros de un lejano, inimaginable y, acaso, humillante designio. Mientras lo juzgaba así, ya era imperativo y claro. Preguntó:
– ¿Cómo te fue ayer a la noche?
– Muy bien. Trabajé poco. Ensayaron algunas escenas del primer acto. La que les dio más trabajo fue cuando Ballested habla de la sirena.
– ¿De qué sirena?
– Una sirena moribunda que se perdió y no supo encontrar otra vez el camino del mar. Es un cuadro de Ballested.
Gauna la miró algo perplejo; después, como tomando una resolución, inquirió:
– ¿Me querés?
Ella sonrió.
– ¿Cómo no te voy a querer con esos ojos verdes?
– ¿Con quién estuviste?
– Con todos -repuso Clara.
– ¿Quién te acompañó a tu casa?
– Nadie. Figuráte que ese muchacho alto, ése que va a hacer la notita en Don Goyo quería llevarme a casa. Pero era temprano. Yo no sabía todavía si tenía que ensayar. Se cansó de esperarme y se fue.
Gauna la miró con una expresión cándida y solemne.
– Lo más importante -declaró, tomándole las manos e inclinando la cabeza- es decir la verdad.
– No te comprendo -contestó ella.
– Mirá -afirmó Gauna-, voy a tratar de explicártelo. Uno se acerca a otra persona para divertirse o para quererla; no hay nada de malo en eso. De pronto uno, para no hacer sufrir, oculta algo. El otro descubre que le han ocultado algo, pero no sabe qué. Trata de averiguar, acepta las explicaciones, disimula que no las cree del todo. Así empieza el desastre. Quisiera que nunca nos hiciéramos mal.
– Yo también -agregó Clara.
Él continuó:
– Pero comprendéme. Ya sé que somos libres. Por lo menos, por ahora, somos completamente libres. Podés hacer lo que quieras, pero siempre decime la verdad. Te quiero mucho y lo que más aprecio es entenderme con vos.
– Nadie me ha hablado así -declaró la muchacha.
Ante sus ojos radiantes, pardos y puros, se avergonzó, se encontró descubierto; quiso reconocer que toda esa teoría de la libertad y de la franqueza era una improvisación, una apresurada memoria de conversaciones con Larsen, y que ahora la desplegaba para ocultar sus averiguaciones, su necesidad de saber lo que ella había hecho la noche en que no quiso acompañarla, para disfrazar un poco el inesperado y urgente sentimiento que lo dominaba: los celos. Empezaba a balbucir, pero la muchacha exclamó:
– Sos maravilloso.
Creyó que se reía de él. Cuando la miró, comprendió que hablaba con seriedad, casi con fervor. Se avergonzó más. Pensó que ni siquiera estaba seguro de creer lo que había dicho, ni de aspirar a entenderse perfectamente con ella, ni de quererla tanto.
XVIII
Cuando Gauna llegó a su casa, después de acompañar a Clara, Larsen dormía. Gauna se acostó silenciosamente, sin encender la luz. Después gritó:
– ¿Cómo te va?
Larsen contestó, con entonación pareja:
– Bien, ¿y vos?
Casi todas las noches conversaban así, en la oscuridad, de catre a catre.
– A veces me pregunto -comentó Gauna- si no habría que tratar a las mujeres a la antigua, como dice el doctor. Pocas explicaciones, pocas zalamerías, con el sombrero entrado hasta las cejas y hablándoles por encima del hombro.
– Así no puede uno tratar a nadie -replicó Larsen.
Gauna aclaró:
– Mirá, che, no sé qué decirte. No para todos son buenos los mismos ideales. A mí me parece que vos y yo somos demasiado comprensivos; podemos llegar a cualquier vergüenza y a cualquier cobardía. No sabemos contrariar a la gente; en seguida levantamos bandera blanca. Tenemos que endurecernos. Ahora, las mujeres lo corrompen a uno con sus cuidados y delicadezas. Las pobres, che, dan lástima; vos decís cualquier pavada y te escuchan con la boca abierta, como un chico en la escuela. Vos comprendes que es ridículo ponerse al mismo nivel.
– Yo no pisaría tan seguro -contestó Larsen, casi dormido-. Les gusta mucho halagar, pero sin que lo sospeches te dan veinte vueltas. No te olvides que mientras vos sudás toda la tarde en el taller, están alimentando el seso con Para Ti y un montón de revistas de costura.
XIX
Gauna presenciaba otro ensayo. Sobre el tablado estaban el actor que hacia el papel de Wangel, y Clara, en el papel de Elida. El hombre decía en tono declamatorio:
– No puedes aclimatarte aquí. Nuestras montañas te oprimen y pesan sobre tu alma. No te damos bastante luz, ni bastante cielo libre, ni horizonte, ni amplitud de aire.
Clara contestó:
– Es verdad. Noche y día, en invierno y en verano, siento la atracción del mar.