– Lo sé -contestó Wangel, acariciándole la cabeza-. Por eso la pobre enferma debe regresar a su casa.
Gauna deseaba escuchar, pero el crítico de Don Goyo le hablaba:
– Quisiera exponerle en términos palpables el problema de nuestro teatro. El autor nuevo, joven, argentino, se ahoga, se asfixia, sin contar con la posibilidad de ver corporizada su fantasía. En el plan de lo puramente artístico, le paso el dato que la situación es pavorosa. Yo mismo escribía un auto sacramental, algo sumamente moderno: una salsa culinaria de Marinetti, de Strindberg, de Calderón de la Barca, mezclados en los jugos de la secreción de mi sistema glandular inmaturo, en pleno aquelarre onírico. Pero ¿qué garantía me proporcionan? ¿Quién va a representarlo? Habría que bajar el cogote de las compañías, aunque más no fuera con la amenaza de la policía montada. Mientras el autor oscuro, imperfecto si se quiere, languidece en la cucha y no logra dar a luz sus engendros, el ventrudo público, ese dios burgués que inventó el liberalismo francmasón, repantigado en las cómodas butacas que alquila a fuerza de oro, pasa revista a las obras que se le antoja, eligiéndolas, porque no es un marmota, entre lo mejorcito del repertorio internacional.
Gauna pensaba: «Sabrás muchas cosas, habrás leído mucho libro, pero te cambiarías ahora mismo por un ignorante como yo, con tal de salir con Clara». Baumgarten proseguía:
– En el sector libros me dicen que ocurre algo similar. Le pongo por caso mi primo, un muchacho idéntico a mí, bien parecido, grande, rubio, blanco, sano, hijo de europeo. Tiene inquietudes. Ha dado un libro: Tosko, el enanito gigantesco. Ese valor joven que firma Ba-bi-bu compuso el muñeco y firmó la falsa carátula. Toda la familia ha invertido dinero. Es un libro hermoso. Tiene pocas páginas, pero son grandes, me llegan acá -Baumgarten acotó, palmeándose una pantorrilla-, con letras negras, como de letrero, y márgenes en que se pierde el material de lectura. Bueno: usted lo pide en librería y tiene que buscarlo en el segundo sótano, donde está empacado con el envoltorio que rotuló Rañó, el viejo impresor. Usted abre el diario, se aburre leyendo notas en la página llamada bibliografía, y ni una palabra, ni un suelto. Es una infamia. O si encuentra la nota, lo mismo podría aplicarla a un sonetario de Miembro Correspondiente de la Academia de la Historia. El clamor de la hora es la nota firmada, la nota sesuda, en el rotativo. El deber moral y material de nuestros plumíferos es lanzarse al asalto. No debemos cejar hasta que todo libro argentino reciba el estudio serio, y sobre todo amistoso, que reclama. A veces, mi primo la asusta a su señora declarándole que le dan ganas de no seguir escribiendo.
Gauna pensaba:
«¿Por qué no te callás un poco? Total, esa tricota verde, ese saco felpudo, esa papada rosada y limpia, que tenés vos, ha de tener tu primo y tendrá toda tu parentela, no les va a servir de mucho, en cuanto a salir con Clara después del ensayo, que es lo único que te importa».
Se había distraído. Notó que el gigante no le hablaba y lo vio de pie, cerca del tablado. Clara venía hacia ellos.
– ¿Voy a tener el honor -Baumgarten decía con su más cuidada sonrisa y parecía lavarse las manos, pero sólo las restregaba- de verla esta noche y depositarla en el umbral de su casa propia?
Clara contestó sin mirarlo:
– Ya me ha visto de sobra. Me voy con Gauna.
En la calle, lo tomó del brazo y, colgándose un poco, le pidió:
– Lleváme a alguna parte. Tengo mucha sed.
Se cansaron caminando por todo el barrio; ninguno de los cafés ni de los almacenes estaba abierto. Clara casi no los miraba, pero insistía en la sed y en el cansancio. Gauna se preguntaba por qué la muchacha no se resignaba a que la dejara en su casa; no sería por falta de una canilla para beber y hasta bañarse toda y de una cama para dormir, como una reina, hasta el día del Juicio Final. Además, los caprichos de las mujeres lo aburrían. Pero de cansancio era mejor no hablar; se preguntaba cómo estaría él a la mañana siguiente, cuando se levantara a las seis para ir al taller. Tal vez influido por alguna reminiscencia del libro mencionado por Baumgarten, pensó que le gustaría que la muchacha fuera un enanito de cinco centímetros. La metería en una caja de fósforos -recordó las moscas, a las que sus compañeros de escuela arrancaban las alas-, guardaría la caja en el bolsillo y se iría a dormir. Clara exclamó:
– No sabés lo que me gusta andar con vos una noche como ésta.
La miró en los ojos y sintió que la quería mucho.
XX
Al otro día no ensayaban. Cuando volvió del trabajo, Gauna llamó a Clara por teléfono, desde la tienda, para preguntarle dónde irían. Clara le dijo que su tía Marcela había llegado del campo y que tal vez tuviera que salir con ella; le pidió que volviera a llamarla diez minutos más tarde; ya entonces habría hablado con Marcela y sabría qué iba a hacer.
Gauna preguntó a la hija del tendero si podía quedarse un rato. La muchacha lo miraba con sus grandes ojos verdes, en forma de pera; tenía dos largas trenzas, era muy pálida y parecía sucia. En honor de Gauna, puso en el gramófono Adiós, muchachos. Mientras tanto el tendero discutía laboriosamente con un viajante de comercio que le ofrecía «un producto muy noble, unas pantuflas con fieltro». El tendero estudiaba sus boletas y porfiaba que en veinticinco años al pie del mostrador nunca oyó hablar de calzado con fieltro. Tal vez por la innata falta de escrúpulos en la manera de pronunciar, no percibían diferencias entre el fieltro que ofrecía uno y el fieltro que rechazaba el otro; no se ponían de acuerdo: hablaban y hablaban, despreciándose mutuamente esperando cada uno, para contestar, que el otro callara, sin haberle oído, sin prisa, con indignación.
Gauna volvió a llamar a Clara. Ésta le dijo:
– Es un hecho, querido. No salgo con vos. Mañana a la tarde te espero en el teatro.
Por lo que sucedió después, todo lo ocurrido esa tarde tiene importancia, o la tuvo en el alma de Gauna. Éste, cuando salió de la tienda, se dirigió a su casa, tarareando el tango que oyó en el gramófono. Larsen había salido. Gauna pensó ir al Platense y ver a los muchachos; o visitar a Valerga; o hacer cualquiera de estas cosas y proseguir la investigación, tan lejana ya, tan olvidada, de los hechos de la tercera noche de carnaval. De antemano, todos estos proyectos lo desanimaban, lo cansaban, lo aburrían. No tenía ganas de hacer nada, ni siquiera de quedarse en el cuarto. Así empezó la tarde libre, que él tanto había anhelado.
Con renovado rencor hacia Clara, pensó que había perdido la costumbre de estar solo. Para no seguir ahí, mirando las paredes vacías y atareándose con pensamientos inútiles, se fue al cinematógrafo. Otra vez, en el camino, canturreó Adiós, muchachos. En la esquina de Melián y Manzanares vio un carrito de panadero tirado por un caballo tobiano; cruzó el dedo mayor sobre el índice y pidió que le fuera bien con Clara, que descubriera el misterio de la tercera noche, que tuviera suerte. Justamente cuando iba a entrar en el cinematógrafo, por la avenida pasó otro carro con un cadenero tobiano. Pudo soltar los dedos.
Alcanzó las últimas escenas de una vista de Harrison Ford y de Marie Prévost; lo hicieron reír mucho y lo dejaron contento. Después de un entreacto ocupado especialmente por carreras de chicos e idas y venidas del chocolatinero, empezó El amor nunca muere. Era una larga historia de amor sentimental, que seguía más allá de la muerte, con hermosas muchachas y con jóvenes desinteresados y nobles, que envejecían ante el espectador y se congregaban, hacia el final, blanquecinos, ojerosos, y encorvados sobre bastones, en un cementerio nevado. Había gente demasiado buena, gente demasiado mala y como un ensañamiento del infortunio. Gauna salió con una sensación de recogimiento y de repugnancia que, ni siquiera el regreso al mundo de afuera y la aspiración del aire de la noche, atenuaron. Con vergüenza comprobó que estaba asustado. Le parecía que todo, repentinamente, se había contaminado de penas y de infelicidades y que no podía esperarse nada bueno. Trató de cantar Adiós, muchachos.