No había un chico, sino dos chicos. Uno, de tres o cuatro años, vestido de pierrot, que apareció de pronto junto a la mesa, llorando en silencio, y otro, un poco mayor, de una mesa vecina. El doctor contaba una de sus historias, cuando apareció el primer chico y se detuvo a su lado.
– ¿Qué te pasa, recluta? -le preguntó el doctor, con irritación.
El chico siguió llorando. El doctor advirtió la presencia del otro chico; lo llamó; le dijo unas palabras al oído y le dio un billete de cincuenta centavos. Este otro chico, sin duda obedeciendo una orden, dio un puntapié al pierrot, después corrió a guarecerse a su mesa. El pierrot se golpeó la boca contra el mármol de la mesa, volvió a erguirse, se limpió la sangre de los labios, siguió llorando en silencio. Gauna lo interrogó: el chico estaba perdido, quería volver con sus padres.
Levantándose, el doctor anunció:
– Un minuto, muchachos.
Tomó en sus brazos al chico y salió del café. Regresó muy pronto. Exclamó «listo» y explicó, restregándose las manos, que había despachado al chico en el primer tranvía que pasó, un tranvía lleno de máscaras. Agregó, suspirando:
– Vieran el susto que tenía el pobre recluta.
Éste era el incidente del chico. Ésta era la primera aventura, y acaso un ejemplo, de lo que en el recuerdo había quedado como la epopeya de su vida, las tres noches heroicas del 27. Ahora Gauna quería recordar lo que había pasado con un caballo. «Íbamos en una victoria», se dijo, y trató de imaginar la escena. Cerró los ojos, se apretó la frente con una mano. «Es inútil -pensó- ya no podré recordar nada». El encanto se había roto; él se había convertido en un espectador de sus procesos mentales, que se habían detenido… O no, no se habían detenido, pero no obedecían a su voluntad. Veía una escena, solamente una escena, de otra historia, no de la historia del caballo. Una mujer muy pintada, envuelta en un batón celeste, que dejaba entrever una camisa con puntillas negras y con un corazón bordado, sentada junto a una mesita de mimbre, examinaba las manos de un desconocido y exclamaba: «Puntos blancos en las uñas. Hoy emprendedor, mañana sin ánimo». Se oía una música: el Claro de luna, le dijeron.
Ahora Gauna recordaba todo vívidamente. Recordaba ese cuarto de la calle Godoy Cruz, con un portal de vidrios y de colores, con plantas oscuras en jarrones de mosaicos, con vastos espejos, con lámparas cubiertas por pantallas de seda roja; recordaba la luz rosada y, sobre todo, el Claro de luna, la emoción que le produjo el Claro de luna, que tocaba un violinista ciego. El violinista estaba de pie, en el marco de la puerta; su cabeza, inclinada sobre el instrumento, evocó en Gauna la sensación del recuerdo. ¿Dónde había visto esa cara dolorida? El pelo era castaño, largo y ondulado; los ojos tristes y muy abiertos; el color de la piel, pálido. Una barba, breve y delicada, terminaba el rostro. A su lado había un chiquilín, con el sombrero (seguramente del violinista) hundido hasta las orejas y con un cacharro de porcelana, para recibir las monedas, en la mano. Gauna, al ver a ese chico había pensado: «El pobre Cristo, con la escupidera en la mano ¡si es para morirse de risa!» Pero no se rió. Oyendo el Claro de luna había sentido en el pecho un positivo apremio por fraternizar con los presentes y con la humanidad entera, una irreprimible vocación por el bien, un melancólico afán de mejorarse. Con la garganta apretada y con los ojos húmedos, se dijo que el Brujo habría hecho de él otro hombre, si no hubiera fallecido. Cuando el violinista abarcara la ejecución de pieza, él explicaría a esos amigos, el extraordinario privilegio que tuvo de conocer a Larsen, de contar con la amistad de Larsen. Pero no llegó a dar esa explicación. Cuando el músico terminó el Claro de luna, él había olvidado su propósito y sólo atinó a pedir, con voz humilde:
– Otro valsecito, maestro.
Tampoco volvería a oír, esa noche por lo menos, al violinista. En algún aposento no lejano ocurría un tumulto. Se enteró después que por cuestiones de dinero se produjo una diferencia entre el doctor, que se consideraba ofendido, y la señora; el doctor porfiaba que le habían sustraído unas monedas y la señora le repetía que estaba entre gente honrada; para cerrar el entredicho, el doctor, animado por los aplausos de los muchachos, suavemente había derribado a la señora, la había levantado de los tobillos y, cabeza abajo, la había sacudido en el aire. Efectivamente, cayeron unas monedas que el doctor recogió. Lo que ocurrió después fue vertiginoso. Él (Gauna) acababa de pedir al ciego que volviera a tocar, cuando el portal de vidrio se abrió ruidosamente y entraron el doctor y los muchachos. El doctor se precipitó hacia la puerta donde estaba el ciego; reparó entonces en el chico; le arrebató el cacharro, lo vació de monedas y de un golpe se lo encasquetó al ciego. Hubo una gritería. El doctor exclamó: «Vamos, Emilio», y corrieron por los pasillos, luego por la calle, quizá perseguidos por la policía, pero antes de salir pudo ver el aterrado rostro del ciego y el velo de sangre que le bajaba por la frente.
XLIII
En el cuarto hacía frío. Gauna se acurrucó en la piel de oveja. Abrió los ojos, para ver si encontraba algo con qué abrigarse. La oscuridad ya no era total. Por los resquicios de la puerta, por algunos agujeros de las paredes, entraba luz. Gauna se levantó, se echó la piel sobre los hombros, abrió la puerta, miró hacia afuera. Recordó a Clara y los amaneceres que habían visto juntos. Bajo un cielo violáceo, donde se entrelazaban cavernas de mármol y de vidrio con lagos de pálida esmeralda, amanecía. Un perro bayo se le acercó perezosamente; otros dormían, echados. Miró a su alrededor: estaba entre colinas de tierra parda, como en el centro de un vasto y ondulado hormiguero. Divisó, a lo lejos, alguna sutil columna de humo. Persistía el repugnante olor a humo dulce.
Caminó hacia afuera. Miró la casa en que había dormido: era un rancho de lata. No muy lejos, había otros ranchos. Comprendió que estaba en la quema de basuras. Hacia el norte, descubrió las barrancas, los pinos y las cruces del cementerio de Flores; más lejos, la fábrica de la noche anterior, con sus chimeneas. Diseminados por la ondulada superficie de la quema, vio algunos hombres, sin duda, buscadores de basura. Recordó que en el otro carnaval, después de la noche que pasaron en la quinta del amigo del doctor, viajaron en un carro basurero; mentalmente vio caer la lluvia sobre la sucia baranda del carro. En una súbita revelación adivinó que la quinta del amigo era el mismo rancho en que ahora había dormido. «Cómo habré estado -pensó- para tomarlo por quinta». Siguió reflexionando: «Por eso nos fuimos en el carro basurero; no sé qué otro vehículo puede conseguirse en este paraje, si no se cuentan los fúnebres que van al cementerio. Por eso, el doctor se asombró cuando le hablé de la quinta».
Entonces apareció un hombre a caballo. La mano de la rienda descansaba en una bolsa, a medio llenar, que el hombre llevaba delante de sí, apoyada sobre la cruz del animal; la mano derecha sostenía un largo palo terminado en un clavo: instrumento que le servía para levantar las basuras elegidas, que luego guardaba en la bolsa. Mirando ese fatigoso caballo, de orejas largas y abiertas, Gauna recordó otro caballo: el de la victoria que los llevó de Villa Luto a Flores y luego hacia Nueva Pompeya. Antúnez había viajado en el pescante, cantando Noche de Reyes y bebiendo de una botella de ginebra, que había comprado en un almacén.
– Ese pobre muchacho se va a desnucar -había comentado Valerga, al ver cómo el borracho se balanceaba en el pescante-. Por mí que se mate.