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Mientras el doctor llamaba a la puerta, Gauna pensaba: «Si fuera otro, como castigo del destino, por haber dicho esa frase, le negaría la entrada; pero el doctor es el tipo de persona a quien eso nunca ocurre». Por cierto que no le ocurrió. Del otro lado de la tapia, Araujo se acercaba, interminablemente al parecer, rengueando y protestando. Abrió por fin la puerta y en medio de los saludos apenas insinuó un movimiento de retroceso y de alarma cuando advirtió, en la sombra, a los muchachos. El doctor se apoyó en la puerta, acaso para impedir que el amigo cerrara, y habló con voz tranquila:

– No se me asuste, don Araujo. Hoy no venimos para asaltarlo. Los caballeros, aquí, salieron a favorecer las fiestas y ¿qué me dice?, tuvieron la gentileza de pedirle a este viejo que los acompañara. Bueno, la noche se nos vino encima y yo pensé: Antes de ir a dar a un hotel, más vale acordarse del rengo.

– En lo que hizo perfectamente -declaró el rengo, ya calmado-. En lo que hizo perfectamente.

El doctor continuó:

– A nuestra edad, no hay levante, amigo Araujo. Si usted sale con gente joven, el que tiene picardía lo toma por un maestro de paseo con los alumnos; si en cambio sale con los de su edad, es cosa de ir al banco de la plaza a tomar el sol y hablar a gritos. Yo creo que no nos queda más que sentarnos a matear solos, hasta que venga el señor de las pompas.

Rengueando y tosiendo, Araujo opinó que para ellos dos el destino reservaba mejores esparcimientos y muchos años de vida. Hablaron de cómo pasarían la noche.

– Gran lujo no puedo ofrecerles -continuó el rengo-. Para el doctor, el sofá corto del escritorio. De veras me temo que no lo encuentre de su entera comodidad; pero nada mejor hay en la casa. En mis buenos tiempos lo he practicado: me echaba, de tarde en tarde, a ensayar un sueñito y al día siguiente era de ver: salía más encorvado que el viejo de la joroba. Yo malicio que los reumatismos no provienen, como pretenden algunos, de la situación poco saludable del mueble, sino de aplastarse la cabeza contra el respaldo. A los señores les daré unas bolsas limpitas. Rebúsquense algún lugar aparente y échense nomás, como si estuvieran en su casa.

Gauna estaba muy cansado. Guardó un confuso recuerdo de haber andado a tientas en la oscuridad, entre formas blancas. Muy pronto debió de echarse a dormir.

Soñó que llegaba a un salón, iluminado con velas, donde había una mesa redonda, muy grande, a la que estaban sentados los héroes, jugando a la baraja. No se encontraban allí ni Falucho, ni el sargento Cabral, ni nadie que Gauna pudiera identificar. Había unos mozos medio desnudos, no salvajes, tan blancos de cara y de cuerpo que parecían de yeso; le recordaban el Discóbolo, una estatua que hay en el club Platense. Jugaban a la baraja con naipes de tamaño doble y -otra circunstancia notable- de esos que tienen tréboles y corazones. Los jugadores se disputaban el derecho de subir al trono, vale decir, de ocupar el puesto principal y de ser considerados el primero de los héroes. El trono era un asiento como de salón de lustrar, pero más alto y más cómodo todavía. Gauna advirtió que un camino de alfombra roja, como la que había, según es fama, en el Royal, llevaba directamente hasta el asiento. Cuando procuraba entender todo esto, despertó. Se encontró echado entre estatuas, que, después explicó el rengo, mientras mateaban: eran Jasón y los héroes que lo acompañaron en sus aventuras. Gauna trató de llamar la atención de los muchachos sobre el hecho de que él hubiera soñado con esos héroes antes de saber que existían y antes de ver las estatuas. Pegoraro le preguntó:

– ¿No te dijeron que aburrís cuando contás sueños?

– No sé -contestó Gauna.

– Es tiempo que lo sepas -declaró Pegoraro.

Araujo les pidió que, si no lo tomaban a mal, se retiraran un poco antes de las ocho, hora en que empezaban a llegar los peones y la señorita fea de la oficina. Disculpándose, agregó:

– Nunca falta el que va con el cuento y, ¿quién sabe?, a lo mejor, al patrón no le gusta.

– Con mucho voulez-vous -comentó el doctor- este rengo atrabiliario se permite despacharnos.

El doctor no hablaba en serio; quería, simplemente, mortificar al amigo. Este protestaba:

– No diga eso, doctor. Por mí, quédense.

En un almacén de Montes de Oca al seiscientos se desayunaron con un café con leche completo, con felipes y medialunas. Ya cerca de Constitución, entraron en una casa de baños y, mientras «quedaban como nuevos con unos turcos», según la expresión del doctor, les plancharon y cepillaron la ropa. Almorzaron a todo lujo, en plena Avenida de Mayo; después, en un cinematógrafo, vieron El precio de la gloria, con Barry Norton, y en el Bataclán una revista que «francamente -comentó Pegoraro- no estuvo a la altura».

Comieron en un boliche del Paseo de Julio. Por unas monedas contemplaron vistas de la rambla de Mar del Plata, de la exposición de París de 1889, de unos obesos pugilistas japoneses en tomas y posturas y otras de personas de ambos sexos. Después, en un taxímetro de marca Buick, con la capota abierta, pasearon por los corsos y llegaron al Armenonville. Antes de bajar, Pegoraro marcó unos sietes, con el cortaplumas, en el cuero rojo del tapizado.

– Ya le puse la firma -dijo.

Hubo un momento desagradable, cuando el portero del Armenonville quiso negarles la entrada; pero Gauna le alargó un billete de cinco pesos y ante nuestros héroes se abrieron las puertas de aquel palacio encantado.

XLVIII

Ahora hay que andar despacio, muy cuidadosamente. Lo que he de contar es tan extraño, que si no explico todo con claridad no me entenderán ni me creerán. Ahora empieza la parte mágica de este relato; o tal vez todo él fuera mágico y sólo nosotros no hayamos advertido su verdadera naturaleza. El tono de Buenos Aires, descreído y vulgar, tal vez nos engañó.

Cuando Gauna entró en la fulgurante sala del Armenonville, cuando bordeó el lento y vivo tejido de máscaras que bailaban algún vago fox imitado de algún vago fox de los años anteriores, cuando olvidó su propósito, creyó que el buscado milagro estaba ocurriendo; creyó que la anhelada recuperación del estado de ánimo de 1927 por fin se producía y no sólo se producía en él sino también en sus amigos. Dirán algunos que nada muy extraño hay en todo esto; que él se había preparado psicológicamente, primero buscando esa recuperación y luego olvidándola, como quien deja una puerta abierta; y que también físicamente se había preparado, ya que el cansancio, al cabo de andar tres días completos bebiendo y trasnochando por los carnavales, debía de ser parecido en las dos ocasiones; y que por último, el Armenonville, tan lujoso, tan intenso de luz, de música y de máscaras, era un sitio único en su experiencia. Por cierto que esto no parece la descripción de un hecho mágico sino la descripción de un hecho psicológico; parece la descripción de algo que sólo hubiera ocurrido en el ánimo de Gauna y cuyos orígenes habría que buscarlos en el cansancio y en el alcohol. Pero me pregunto si después de esta descripción no quedan sin explicar algunas circunstancias de la última noche. Me pregunto también si tales circunstancias no serán inexplicables o, por lo menos, mágicas.

Después de unos minutos encontraron mesa. Cada uno examinó el sombrero de fantasía que tenía sobre la servilleta. Ante la hilaridad de los muchachos y la indiferencia del doctor, Pegoraro se probó el suyo; los demás los apartaron, con intención de llevarlos a casa como recuerdo.

Brindaron con champagne y, al levantar la copa, ¿a quién vio Gauna, bebiendo junto al mostrador? Como él se dijo, es para no creerlo: a uno de los muchachitos del Lincoln, al rubio cabezón que en 1927 apareció en ese mismo local. Gauna no dudó de que si buscaba un poco más encontraría a los tres restantes: al de la guardia de boxeador y de las piernas cambadas; al pálido y alto; al de la cara de prócer del libro de Grosso. Volvió a llenar la copa y volvió a vaciarla, dos veces. Pero ¿es necesario recordar con quién llegaron al Armenonville esos muchachitos, en la noche del 27? Por cierto que no y por cierto que ante los incrédulos y absortos ojos de Gauna, contra el mismo mostrador, hacia la derecha, con un vestido de dominó idéntico al que llevaba en el 27, estaba, inconfundiblemente, la máscara.