– Permita, señorita amable, que proceda a las presentaciones -declaró, sin dejar de bailar el charleston, el enmascarado-. Yo soy un escritor, un poeta, un periodista acaso, de una de las veintitantas repúblicas hermanas. ¿Usted sabe cuántas son?
– Yo no -dijo Clara.
– Yo tampoco. Basta saber que son hermanas ¿no es verdad? ¡Y qué hermanas! Una res-plandeciente gargantilla de muchachonas, a cual más joven y a cual más hermosa. Pero sin duda la más hermosa es la que lleva por rostro a Buenos Aires: su patria de usted, señorita. ¿No me va a decir que no es argentina?
– Soy argentina.
– Ya lo adivinaba. Qué ciudad padre, Buenos Aires. He llegado ayer y todavía no acabo de conocerla. Es la París de América, ¿no le parece?
– No conozco París.
– ¿Quién puede decir que la conoce? Yo estudié allí, en la Ciudad Universitaria, tres años casi y usted cree que me atrevo a decir que la conozco? De ningunísima manera. Hay quienes opinan que sólo en Italia puede uno hacer descubrimientos; según ellos, la belleza de París es demasiado construida y ordenada. Pues bien, yo les contesto a esos señores, yo descubrí algo en París. Fue la noche de un sábado, hacia el fin del invierno, cuando yo volvía de cenar con un grupo de amigos, toda gente agradable, a eso de las tres de la madrugada. No a las tres, a las tres y veinte, para ser exacto. Descubrí la Concorde. ¿Qué me dice de la Concorde?
– Nada. No la conozco.
– Debe conocerla, cuanto antes. Pues bien, yo descubrí esa noche la Concorde. Ahí estaba toda la iluminación, con las fuentes funcionando y nadie más que yo la veía. Ahí estaba el festín: los sandwiches y los pasteles sobre la mesa, el champagne a chorros, las velas en el candelabro de plata y los manteles de encaje, los lacayos de librea y de bronce, todo puesto, todo puesto para comensales ausentes. Si yo no paso, la fiesta se pierde.
Cuando la orquesta concluyó, el hombre, como un artista avezado, concluyó el discurso; pero en ese grato momento el propio anhelo de perfección lo perdió, ya que abrió los brazos para que el final fuera más patético. Clara huyó entre la gente.
LIII
Corrió hacia donde creía que estaba la mesa de Gauna. No la encontró. La buscó precipitadamente, porque temía que el enmascarado la siguiera. Cuando vio la orquesta en el otro extremo se sintió desorientada. Luego recapacitó: ahora tocaban un tango, así que no se trataba de la misma orquesta. La de jazz estaba en un extremo del salón; la típica, en el otro. En un momento, Clara se halló casi mareada, muy confusa. Las dos copitas de champagne que bebió con Emilio podían provocar el bienestar de hace un rato y acaso también el momento de abandono y de seguridad; pero no esa turbación. Era evidente que estaba aterrada; si no quería perderlo todo, tenía qué dominarse. Clara se dirigió al bar. Como en un delirio, se veía a sí misma caminando entre máscaras grotescas. No creo que deba atribuirse el desdoblamiento a la vanidad femenina; no creo que sea éste el caso de tantas mujeres, o tal vez haya que decir tantas personas que en medio de una situación terrible sólo piensan en ellas. Se veía desde afuera, porque en cierto modo había quedado afuera de sí misma. Le parecía, en efecto, que no dependía de su arbitrio, sino de otro, más gran-de, que mandaba aquel salón, desde el cielo. A Gauna, a Valerga, a los muchachos, al Rubio, al enmascarado, a todos los habían sustraído de sus voluntades. Nadie lo notaba, salvo ella; por eso veía las cosas, incluso su persona, desde afuera. Pero Clara se dijo que esto era un engaño, ella no estaba afuera; como a los demás, la dirigía el destino.
De acuerdo a lo previsto, el destino había tomado a su cargo la situación. Mientras pensaba en eso, intuyó que era falso, intuyó, tal vez, que el mundo no es tan extraño; mejor dicho, tiene su manera de ser extraña, fortuita o circunstanciada, pero nunca sobrenatural.
Miró hacia donde debía de estar la mesa de Gauna. Creyó saber cuál era la mesa. No reconoció a las personas que la ocupaban. En seguida, jubilosamente, vio a Gauna entre esas personas. En seguida las reconoció con horror: eran Valerga y los muchachos. Todo esto ocurrió en pocos instantes.
A su lado, en el bar, apareció el Rubio. Estaba muy contento; sonreía con sus labios elásticos y hablaba. ¿Qué quiere este demonio?, pensó. Entre sorprendida y asqueada, lo oía, como si el Rubio estuviera muy lejos, en otro mundo, y desde allí su estúpida voluntad de entrometerse la alcanzara. ¿De qué hablaba ese demonio? De su alegría de haberla encontrado. Y preguntaba, con muchas vacilaciones, torpemente, si creyó todo lo que él había dicho en contra de sí mismo. Lo decía con tanta modestia que ella, por compasión, le sonrió.
Cuando volvió los ojos comprendió que Gauna la había visto sonreír. Ahora estaba mirándola, con la expresión ensombrecida. No parecía tener tanto enojo como despecho y tristeza.
LIV
Con perplejo pavor, Clara siguió los movimientos de Gauna. Inmóvil, subyugada por el espanto de comprobar que todo se cumplía mágicamente, de acuerdo a las predicciones de la tarde lluviosa, vio cómo Gauna decía unas palabras a Valerga, se incorporaba, ponía su dinero sobre la mesa y lentamente se iba con los amigos.
La orquesta se había callado. La gente volvió a sus mesas. Hubo un momento extraño, en que el silencio y la quietud prevalecieron (por contraste, sin duda, con el bullicio anterior). Clara supo que los temores se habían confirmado: desde algún instante, imposible de precisar, el tiempo de ahora había confluido con el del 27. Luego se precipitaron las cosas: la orquesta rompió a tocar y Clara corrió en pos de Gauna y el Rubio la alcanzó y la tomó de un brazo y ella logró desasirse; pero el cruce de la sala, nuevamente repleta de bailarines, fue lento y laborioso. Llegó a la puerta, corrió hasta afuera: no vio a Gauna ni a los otros.Volvió a entrar. Se dirigió al portero -muy alto, con librea roja, larguísima, con botones de bronce, con cabeza pequeña, aquilina, con ojos pequeños, entrecerrados, con expresión irónica-; le preguntó:
– ¿No vio salir a unos señores?
– Muchos salieron y muchos entraron -contestó el portero.
– Estos eran cinco -aclaró la muchacha, reprimiendo su impaciencia-. Un señor mayor y cuatro jóvenes. No iban disfrazados.
– Mal hecho -contestó el portero-. Aquí todos estamos disfrazados. Clara se dirigió a los gallegos del guardarropa. (Advirtió que el Rubio la seguía tímidamente.) Uno de los gallegos
contestó "creo que sí", pero el otro dijo que no vio nada.
– ¿Ahora nomás? -preguntó-. ¿Cinco y sin disfraces? ¿Ni siquiera caretas? ¿Ni siquiera narices? No, señorita: los recordaría perfectamente. El otro, cuando Clara lo miró, levantó los hombros y ambiguamente sacudió la cabeza.
Clara se volvió hacia el rubio.
– ¿Quiere hacerme un favor? -le preguntó.
– Lo que usted mande -contestó el Rubio. Clara lo tomó de la mano y corrió con él hacia afuera. Le dijo:
– Lléveme en su automóvil.
– Espere un momento -pidió el Rubio-. Tengo que buscar el sombrero.
Clara no lo soltó.
– Lo busca después -murmuró-. Ahora no hay tiempo. Corra. Corrieron hasta el automóvil. Alguien corría detrás de ellos; tuvieron la impresión de que los perseguían; el perseguidor alcanzó a echar algo dentro del coche, por la ventanilla: el sombrero del Rubio. Tras una maniobra espectacular y gran rechinamiento de neumáticos, el Rubio aceleró por Centenario, orgulloso, tal vez, de su Auburn. Clara lo dirigió hacia los lagos, primero, hacia el bosque, después. Por los caminos del bosque anduvieron despacio. Clara le pedía que iluminara, entre los árboles, con el buscahuellas. Estaba muy afligida.
– ¿Qué pasa? -preguntó el Rubio.