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– No pasa nada -contestó ella.

– ¿Cómo no pasa nada? Usted no se porta bien conmigo -la reconvino el Rubio-. Desde hoy me está empleando y no me dice para qué. Si yo supiera, tal vez podría ayudarla. Explíqueme.

– No hay tiempo -aseguró Clara. El Rubio insistió.

– No va a creerme -dijo Clara-. Tampoco importa que me crea. Pero es verdad y es horrible. Si perdemos tiempo, no podremos evitarlo.

– ¿Qué es lo que no podremos evitar? ¿Y usted cree que así vamos a encontrar a alguien, con este faro? Más que suerte habría que tener. ¿A quién busca?

– A mi marido. Estaba en el baile. Nos vio.

– Ya se le pasará -afirmó el Rubio.

– No es eso. Usted no me entiende. Salió con unos compadres, unos amigotes que tiene. El cree que son sus amigos, pero lo van a matar.

– ¿Por qué? -preguntó el Rubio.

Con el buscahuellas iluminaron debajo de los puentes del ferrocarril.

Clara le contestó con otra pregunta.

– ¿Se acuerda del carnaval del 27?

– Me acuerdo -respondió el Rubio-. Me acuerdo cómo la ayudé a usted a sacar del Armenonville a un muchacho que a usted le interesaba.

– Ese muchacho ahora es mi marido -dijo Clara-. Se llama Emilio Gauna. Lo conocí esa noche.

– Usted me pidió que la ayudara a sacarlo. Yo no quería hacerle caso, pero la vi tan preocupada que no pude negarme.

Para sacarlo esa noche del 27, Gauna les dio trabajo. Había bebido considerablemente. El Rubio le sirvió otra copa. "Yo no entiendo de esto", dijo, "porque no bebo, pero tal vez surta efecto". Surtió; sin dificultad lo sacaron y lo metieron en un taxi. ¿Dónde lo remitimos?, preguntó el Rubio. Clara no quiso dejarlo. Anduvieron los tres dando vueltas por Palermo. El Rubio recordó por fin que Santiago y el Mudo, los cancheros del club KDT, ahora vivían en la casita del embarcadero del lago y después de mucho rogar consiguió que ella accediera a que dejaran ahí al borracho. Los atendió el Mudo, porque Santiago no estaba esa noche. Gauna quedó acostado en un catre, cubierto por una manta gris. Como premio, Clara permitió al Rubio que la llevara hasta su casa. El Rubio dijo: "Su amigo quedó en buenas manos. Gente excelente. Los conozco de toda la vida. Ya eran cancheros del club en los viejos tiempos en que Rossi lo dirigía y siguieron después con Kramer, hasta el fin. Me acuerdo cómo se entusiasmaban cuando jugábamos contra las quintas de Urquiza o de Sportivo Palermo; pero siempre perdíamos". Estas reflexiones, o acaso lo que en ellas evocaba su infancia, al principio lo conmovieron; de pronto, sin embargo, le hicieron ver cómo la muchacha dos veces había jugado con él, dos veces le había infundido ilusiones para luego emplearlo desaprensivamente en sus enredos con otro hombre. Se enojó mucho. Detuvo bruscamente el automóvil.

– ¿Sabés una cosa, mi hijita? -preguntó con una entonación que ella no le conocía.

Había frenado con la palanca, había parado el motor. Recostado contra la puerta, con una mano colgada en el volante, con el sombrero en la nuca, la miraba con los ojos entrecerrados, con expresión desdeñosa y hosca.

– ¿Sabés una cosa? ¿No? Me cansé. Me cansé del empleo.

– ¿Qué empleo? -preguntó Clara.

– De sirviente tuyo y de tus locuras.

– Por lo que más quiera, sigamos buscando. Van a matarlo a Emilio.

– ¡Qué van a matarlo! Ese hombre te vuelve loca. La otra vez fue la misma historia.

El Rubio trató de abrazarla y de besarla.

– Sea bueno -le rogó Clara-. Sea bueno y escúcheme. La otra vez iban a matarlo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Voy a explicarle. Yo no lo conocía. Lo conocí aquella noche, en el baile. Y de pronto supe que tenía que sacarlo de ahí porque esos hombres iban a matarlo.

– Pura intuición ¿eh?

– No sé, le aseguro. De lo que presentí aquella noche sólo hablé con usted. No hablé con él ni con mi padre. Antes de morir mi padre me recomendó que cuidara de Emilio. Mi padre me dijo…

Como si no tuviera sensibilidad ni escrúpulos, en ese momento Clara mintió. Envolver en la mentira a su padre muerto le pareció el recurso propio de una persona repugnante, pero no se detuvo. Comprendió que si decía "Mi padre me habló de esto en su lecho de muerte y en un sueño", ante el Rubio la argumentación perdería fuerza. Estaba convencida de la atroz verdad de sus temores y quería que el Rubio la ayudara.

– Mi padre me dijo: "La tercera noche va a repetirse. Cuida de Emilio".

Aunque su padre le comunicó esto en el sueño, Clara no creía haber mentido en lo esencial, de modo que al seguir hablando no hubo cambio alguno en su voz.

– Emilio tenía qué morir en los carnavales -dijo Clara-. Ahora comprendo todo: sin que yo lo supiera, la otra vez mi padre me mandó a buscarlo, para que yo interrumpiera su destino. Debo cuidar que no lo retome; tal vez ya sea tarde.

La reacción del Rubio consistió en preguntarle:

– ¿Cómo puede creer?

– ¿Usted no cree? -replicó ella-. ¿Sabe lo que Emilio me dijo hace un tiempo? Que esa noche del 27 se fue con sus amigos.

– Estaba en un estado que pudo imaginar cualquier cosa.

– Escúcheme, por favor. Me dijo que él estaba solo en una mesa y que me vio en el bar y que yo le sonreía a usted y que a él le dio rabia y que se fue con sus amigos. Bueno, eso no pasó la otra vez; comprende: nada de eso pasó la otra vez; pasó hoy; todo, tal como él me lo dijo. Emilio tuvo la visión porque los hechos estaban en su destino. Vio lo que debió ocurrir la otra vez, lo que está ocurriendo ahora. Y me dijo también que por cuestiones de dinero, con uno de ellos, un tal Valerga, un matón, peleó a cuchillo en el bosque. Si no lo impedimos, Valerga lo matará.

– Qué fe le tiene a su Emilio.

– Usted no conoce a Valerga.

El Rubio dijo:

– Seguiremos buscando.

Recorrieron el bosque, ayudados por el buscahuellas. Un rato después, el Rubio llegó hasta la casa del embarcadero y pidió a Santiago y al Mudo que ellos también buscaran.

LV

Mientras tanto, ¿qué fue de Emilio Gauna?

En un abra del bosque, rodeado por los muchachos, como por un cerco de perros hostiles, enfrentado por el cuchillo de Valerga, era feliz. Nunca se había figurado que su alma fuera tan grande ni que en el mundo hubiera tanto coraje. La luna brillaba entre los árboles y él veía el reflejo en la hoja de su cuchillito y veía la mano que lo empuñaba sin temblar. Don Serafín Taboada le había dicho una vez que el coraje no era todo; don Serafín Taboada sabía mucho y él poco, pero él sabía que es una desventura sospechar que uno es cobarde. Y ahora sabía que era valiente. Sabía también que nunca se había equivocado sobre Valerga: era valiente en la pelea. Vencerlo a cuchillo iba a ser difícil. No importaba por qué estaba peleando. ¿Creyeron que él había ganado más plata en el hipódromo y querían saquearlo? El motivo era un pretexto: no tenía importancia. Vagamente sospechó ya haber estado en ese lugar, a esa hora, en esa abra, entre esos árboles cuyas formas eran tan grandes en la noche; ya haber vivido ese momento.

Supo, o meramente sintió, que retomaba por fin su destino y que su destino estaba cumpliéndose. También eso lo conformó.

No sólo vio su coraje, que se reflejaba con la luna en el cuchillito sereno, vio el gran final, la muerte esplendorosa. Ya en el 27 Gauna entrevió el otro lado. Lo recordó fantásticamente: sólo así puede uno recordar su propia muerte. Se encontró de nuevo en el sueño de los héroes, que inició la noche anterior, en el corralón del rengo Araujo. Comprendió para quién estaba tendido el camino de alfombra roja y avanzó resueltamente.

Infiel, a la manera de los hombres, no tuvo un pensamiento para Clara, su amada, antes de morir.

El Mudo encontró el cuerpo.

(1954)